Hace unos cuatro años, hablé con mi actual esposo por primera vez. Para entonces, se mudaba el instituto de investigación en el que trabajaba yo y en el que aún trabajo de un antiguo colegio a un edificio nuevo. Un día apareció él por el edificio buscando su nuevo despacho, se acercó a mí, que casualmente acababa de salir al hall de entrada, y me preguntó si sabía dónde estaba su pasillo. Yo no tenía ni idea, pero me ofrecí a ayudarle a encontrarlo.
El tiempo transcurrió. Yo lo veía a veces por el edificio, siempre hablando con diferentes personas y, mientras hablaba, me miraba. También lo veía habitualmente por el centro de la ciudad, corriendo a toda velocidad con su silla. La ciudad en la que vivimos parece grande, pero todo el mundo se conoce. Así, un buen día, me apareció su foto en facebook y sentí curiosidad, como sé que siente mucha gente sobre las personas con discapacidad. Vi que teníamos amigos en común y le envíe una invitación de amistad. Él la acepto y, de repente, empezamos a escribirnos.
Confirmé que era él a quien había visto en silla de ruedas, le pregunté si era profesor de la universidad y, para cuando me di cuenta, chateábamos con frecuencia hasta altas horas de la noche. Al poco tiempo, decidimos quedar a tomar un café pero nunca conseguimos fijar una hora que nos viniese bien a los dos. Hasta que un día, nos pusimos “serios” y quedamos a cenar en plan cita-cita. ¡Hasta dijimos de ponernos guapos para la ocasión!
A partir de esa noche, pasábamos horas hablando por skype y, cuando se me acercaba, me ponía súper nerviosa. Ya se me notaba demasiado que me gustaba mucho. Con ocasión de otra cita, cuando ya había más confianza (hasta me quedaba en su casa y en su cama a dormir), me pidió que lo besara y, sin dudarlo, lo besé. Desde ese momento supe que el sentimiento era real y lo confirmé a las pocas semanas, cuando me fui a vivir a su casa. Nos casamos unos meses después y la certeza ya no sólo fue absoluta sino además oficial.
Mi vida desde entonces ha cambiado mucho. Lo que para algunos puede ser complicado (o pueden imaginar que lo es), para mí es algo positivo. Desde siempre me ha costado llevar una vida organizada, por varias razones que no vienen al tema, y pasar de ser una chica “normal” a una esposa y una asistente, me ha ayudado a organizarme.
Cuando empecé a vivir con mi esposo, el tenía un par de asistentes que se turnaban y venían cada mañana a casa temprano para levantarlo, llevarlo al baño, ducharlo, vestirlo y colocarlo en su silla de ruedas. Luego su madre le preparaba el desayuno. En su trabajo, sus compañeros le ayudaban a la hora de la comida a ponerle los cubiertos o a prepararle un café para continuar con la jornada y, al final del día, tenia que pedir ayuda de nuevo para coger el ascensor y salir del edificio para volver a casa en su silla o en el transporte adaptado.
Desde mi llegada a su casa, su rutina cambio gradualmente y algunas de estas responsabilidades pasaron a mi cargo. Los asistentes personales son muy importantes para las personas con discapacidad física. Sin embargo, a una pareja joven la priva del goce de ciertos espacios íntimos. Ocuparme yo misma de esas cosas tiene una serie de ventajas: si estamos desnudos, no hay por que taparse cuando llega el asistente a primera hora; si, de repente, nos apetece levantarnos un poco más tarde, podemos hacerlo; si nos dan ganas de hacer el amor, desaparece el miedo a que nos sorprendan en el acto; nos podemos duchar juntos; etc.
No obstante, asumir las tareas de asistencia no fue fácil. Al principio, empecé a sufrir de la espalda. Con el tiempo, me di cuenta que esto, más que al peso, se debía a la posición incorrecta que adoptaba durante la maniobra de levantarlo en brazos. El también sufrió un poco con el cambio. Al principio, por ejemplo, no conseguía ponerlo bien en el asiento moldeado de su silla de ruedas y estaba incómodo durante todo el día. Hoy por hoy, después de mucha práctica y de haber inventado unos cuantos trucos, ya lo hago mucho mejor.
Entre otras de las actividades que hacía otra persona y de las que ahora me ocupo yo está la asistencia a la hora de la comida. Es la parte más fácil (simplemente, se trata de acercarle las cosas) y tiene la ventaja de que comemos siempre juntos. Ya para acabar el día, me toca llevarlo al baño y meterlo en la cama.
Esta jornada puede parecer fácil y para mí lo es. El único inconveniente que le veo y que tengo la suerte de poder solventar es que, como todas las mortales, hay días en los que estoy cansada o enferma y me apetece levantarme tarde, o me cuesta hacer esfuerzos. Sin embargo, soy una chica afortunada. Tengo la suerte de que vivamos también con mi suegra. En contra de lo que piensa mucha gente (y lo que cuentan muchos chistes), yo soy muy feliz de vivir con ella y nos llevamos muy bien. Además, cuando yo no puedo con mis labores de asistencia, ella aparece con su cara sonriente y lo hace con mucho amor, cariño y habilidad (no en vano fue la única asistente de mi esposo durante casi toda su vida).
Actualmente, su asistente principal soy yo y él y yo somos uno, en todo el sentido de la expresión... y, aparte de su asistente, soy su mujer.
Hace unos cuatro años, hablé con mi actual esposo por primera vez. Para entonces, se mudaba el instituto de investigación en el que trabajaba yo y en el que aún trabajo de un antiguo colegio a un edificio nuevo. Un día apareció él por el edificio buscando su nuevo despacho, se acercó a mí, que casualmente acababa de salir al hall de entrada, y me preguntó si sabía dónde estaba su pasillo. Yo no tenía ni idea, pero me ofrecí a ayudarle a encontrarlo.
El tiempo transcurrió. Yo lo veía a veces por el edificio, siempre hablando con diferentes personas y, mientras hablaba, me miraba. También lo veía habitualmente por el centro de la ciudad, corriendo a toda velocidad con su silla. La ciudad en la que vivimos parece grande, pero todo el mundo se conoce. Así, un buen día, me apareció su foto en facebook y sentí curiosidad, como sé que siente mucha gente sobre las personas con discapacidad. Vi que teníamos amigos en común y le envíe una invitación de amistad. Él la acepto y, de repente, empezamos a escribirnos.