Somos lo que comemos, dicen. El fango termina por cubrirlo todo en la esfera pública. Hace tiempo que eso es así. Desde la política a la mal llamada prensa del corazón y los reality shows. Muy atrás queda el noble pacto de los primeros concursantes de Gran Hermano, que se negaron a convertirse, por arte y magia de la televisión, en rivales. Juego limpio, talento y a ganarse el concurso. Ganó el de mejor talante. Una buena persona. En las siguientes ediciones se prohibieron esos pactos antinominaciones. Se buscaba la confrontación. Si no, ¿qué gracia tenía aquello?
Desde niños nos insisten en que lo importante es participar, que la rivalidad es sana sobre la pista, pero pronto comprendemos que no, que lo bueno vende poco. El mordisco descarnado, la rudeza en el trato, la crítica malvada, todo eso, dicen, es lo que nos gusta a los públicos. Si Roma quiere sangre, démosle sangre a Roma. Aunque a alguien le duela. Aunque alguien salga tocado y… hasta hundido. Una cosa es la ficción y otra distinta los show de telerrealidad que buscan la polémica para hacer audiencia a costa de vejar a los concursantes. Los llevan al borde del abismo para que ellos solitos salten al vacío cerrando los ojos. Aún resuena en mis oídos la dulce voz de Verónica Forqué, quebrada por la angustia, queriéndose retirar de Master chef. La manipulación sobre una persona que se encuentra bajo presión, aunque no pueda más, no es admisible. ¿Ustedes disfrutan con eso? Yo no.
No sé qué tienen los fogones que deben chamuscar a quienes lo usan con éxito, dado su comportamiento. Si así se muestran públicamente, cómo tratarán a quienes trabajan bajo sus órdenes. Hasta TVE española retiró una de las últimas entregas protagonizadas por otro chef y una concursante que quería abandonar. Por fin salen voces de ex concursantes que se han atrevido a contar cómo se les termina tratando en el reality. Se juega con los sentimientos y el saberse expuesto a la opinión pública para llevarlos al límite y quien trata de abandonar es cuestionado. Resistir, soportar, aguantar para que siga el espectáculo.
Hace poco, otro chef, invitado a otro programa, creyéndose muy graciosillo, retaba a Pablo Motos a hacer una tortilla francesa. Ahí no hubo reto ni desafío. Vergüenza ajena me dio contemplar a una supuesta eminencia en la cocina ridiculizando, arengando hasta el borde de la grosería al inexperto. Menudo mensaje. Menuda lección dio “el maestro”, apabullando, humillando, gritando. Lo peor es que, además, esos personajes notables, de éxito, famosos y de renombre refuerzan la idea de que hay que ser un cabrón para triunfar, aunque deje cadáveres a su paso en horario de máxima audiencia y con público familiar como espectadores. Pero sí, cuidemos la salud mental, mientras cenamos basura.
Somos lo que comemos, dicen. El fango termina por cubrirlo todo en la esfera pública. Hace tiempo que eso es así. Desde la política a la mal llamada prensa del corazón y los reality shows. Muy atrás queda el noble pacto de los primeros concursantes de Gran Hermano, que se negaron a convertirse, por arte y magia de la televisión, en rivales. Juego limpio, talento y a ganarse el concurso. Ganó el de mejor talante. Una buena persona. En las siguientes ediciones se prohibieron esos pactos antinominaciones. Se buscaba la confrontación. Si no, ¿qué gracia tenía aquello?
Desde niños nos insisten en que lo importante es participar, que la rivalidad es sana sobre la pista, pero pronto comprendemos que no, que lo bueno vende poco. El mordisco descarnado, la rudeza en el trato, la crítica malvada, todo eso, dicen, es lo que nos gusta a los públicos. Si Roma quiere sangre, démosle sangre a Roma. Aunque a alguien le duela. Aunque alguien salga tocado y… hasta hundido. Una cosa es la ficción y otra distinta los show de telerrealidad que buscan la polémica para hacer audiencia a costa de vejar a los concursantes. Los llevan al borde del abismo para que ellos solitos salten al vacío cerrando los ojos. Aún resuena en mis oídos la dulce voz de Verónica Forqué, quebrada por la angustia, queriéndose retirar de Master chef. La manipulación sobre una persona que se encuentra bajo presión, aunque no pueda más, no es admisible. ¿Ustedes disfrutan con eso? Yo no.