Según el último estudio detallado sobre el tema del Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2008, había en España unos 3,85 millones de personas con discapacidad viviendo en sus hogares, lo cual, junto a las aproximadamente 270.000 que residían en centros, sumaban algo más de cuatro millones de personas. Esto suponía un 9% de la población, lo cual podemos redondear a 10% para así poder decir que, más o menos, una de cada diez personas en España presentaban alguna discapacidad en 2008 (quizás algo más en 2014). Un dato muy fácil de recordar.
Pero no sólo es un hecho que un número de ciudadanos comparable a la población de la zona metropolitana de Barcelona presenta alguna discapacidad. También hay que incluir a las familias. Si tenemos en cuenta que una discapacidad es algo que no sólo afecta a quien la tiene sino también a todo su núcleo familiar, resulta entonces obvio que estamos hablando de un “problema” de enormes proporciones. Es difícil conocer a alguien que no haya sido tocado de un modo u otro por la discapacidad.
Y es un “problema” entre comillas porque los estados modernos y ricos del primer mundo pueden hacer mucho —y algunos, de hecho, lo hacen— para garantizar que la mayoría de las discapacidades no impidan llevar una vida independiente, digna y en pie de igualdad con la de aquellas personas que no padecen ninguna. Desafortunadamente, éste no es el caso de España. En España, tener una discapacidad es un verdadero problema —sin comillas— y que esto sea así debería ser motivo de vergüenza nacional.
Por un lado, tener una discapacidad cuesta mucho dinero: ayudas técnicas como muletas, sillas de ruedas o implantes auditivos, adaptaciones en el domicilio, tratamientos médicos, rehabilitación, uso de medios de transporte especiales, etc. Por otro lado, es habitual que la persona con discapacidad necesite ayuda de una segunda persona para llevar a cabo las tareas de la vida cotidiana: desde vestirse a ducharse o a ir al baño, pasando por cortar la comida, peinarse o mantener relaciones sexuales. Esta necesidad de asistencia también puede asimilarse al hecho económico si pensamos que existe la posibilidad de contratar a un asistente personal para que se ocupe de ello.
Así pues, no es sorprendente que la discapacidad esté estrechamente relacionada con otras desigualdades existentes en el actual sistema económico y social:
- En primer lugar, y dado su elevado coste adicional, nos encaja fácilmente que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), pobreza y discapacidad vayan de la mano. También resulta lógico, por el mismo motivo, que los españoles con discapacidad estén mucho peor que los daneses con discapacidad. No en vano el capitalismo rampante de las últimas décadas ha llevado a España a ser el país con mayor desigualdad económica de toda Europa. Si eres rico, todos tus problemas se reducen de intensidad, incluida la discapacidad. Por eso la tasa de pobreza extrema en las mujeres con discapacidad triplica la del resto de la población.
- La eterna lucha feminista también tiene muchísimo que ver con esto. ¿O es que a alguien sorprende que, en un país que acaba de retrotraer los derechos reproductivos de las mujeres a la edad media, cuando no hay dinero para contratar a un asistente personal se ocupen mujeres de la familia en 3 de cada 4 casos de llevar a cabo esta indispensable tarea?
- Cuando hay dinero, pero no el suficiente, la discapacidad tiene también mucha relación con la explotación de inmigrantes. Un asistente personal con su contrato de trabajo y su seguridad social nos puede costar miles de euros al mes y no lo podemos obligar a que trabaje seis días y medio por semana sin vacaciones. Si no tiene papeles y miedo a que lo deporten, la cosa es mucho más negociable.
- Por el mismo motivo, incluso cuando no hay explotación, hay economía sumergida. Pagar “en blanco” a un asistente personal es, para muchísimas familias, sencillamente imposible. Así que añadamos la reducción de ingresos fiscales y el desempleo —al menos el “oficial”— a esta bonita lista.
- La discapacidad está también claramente relacionada con el envejecimiento de la población y el trato que damos a nuestros mayores. Como todo el mundo intuye, hay muchísimas más probabilidades de presentar una discapacidad después de los 65 años que antes.
- Estamos hablando asimismo de un problema de derechos humanos. No sólo de las “cuidadoras familiares” o de los inmigrantes, sino también —y muy especialmente— de las personas con discapacidad. Por si a alguien no le parecía obvio, la ONU tuvo a bien en 2006 publicar su Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad, en la que se dice explícitamente (entre otras muchas cosas) que las personas con discapacidad tienen derecho a “elegir su lugar de residencia y doÌnde y con quieÌn vivir, en igualdad de condiciones con las demaÌs, y no se vean obligadas a vivir con arreglo a un sistema de vida especiÌfico”. En España, a día de hoy, y a menos que seas rico, este derecho humano se viola flagrantemente.
- Con tantos obstáculos para llevar una vida independiente, tampoco sorprende que sólo el 28% de las personas con discapacidad legalmente reconocida y en edad de trabajar estuviesen de hecho trabajando en 2010. Una tasa que es menos de la mitad que la de la población general en ese mismo año y que seguramente es mucho peor en 2014. Más paro, más desigualdad, más opresión.
La semana pasada se habló mucho del Estado de la Nación. Pues bien, este es el Estado de la Discapacidad... y parece que tienen mucho que ver.
Por cierto, si os estáis preguntando por la Ley de Dependencia, nunca fue suficiente —ni de lejos— para compensar estas desigualdades tan brutales. Ahora que la están descuartizando poco a poco, mucho menos.
Según el último estudio detallado sobre el tema del Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2008, había en España unos 3,85 millones de personas con discapacidad viviendo en sus hogares, lo cual, junto a las aproximadamente 270.000 que residían en centros, sumaban algo más de cuatro millones de personas. Esto suponía un 9% de la población, lo cual podemos redondear a 10% para así poder decir que, más o menos, una de cada diez personas en España presentaban alguna discapacidad en 2008 (quizás algo más en 2014). Un dato muy fácil de recordar.
Pero no sólo es un hecho que un número de ciudadanos comparable a la población de la zona metropolitana de Barcelona presenta alguna discapacidad. También hay que incluir a las familias. Si tenemos en cuenta que una discapacidad es algo que no sólo afecta a quien la tiene sino también a todo su núcleo familiar, resulta entonces obvio que estamos hablando de un “problema” de enormes proporciones. Es difícil conocer a alguien que no haya sido tocado de un modo u otro por la discapacidad.