Alguna vez hemos hablado de las dificultades con las que nos topamos las personas ciegas cuando traspasamos la puerta de casa. Con muchas contamos, pero otras nos abofetean en la cara en un súbito baño de realidad. Es lo que les ocurrió a un grupo de personas ciegas el pasado diciembre, cuando acudieron al concierto que ponía fin a la carrera de un grande de nuestra música en el Wizink Center de Madrid.
Estos amigos, cinco, uno de ellos guiado por su perro guía, ciegos totales todos, habían sacado entradas, a través de la web de El Corte Inglés, para disfrutar de una tarde inolvidable de canciones míticas. Pero los protocolos de seguridad dieron al traste con sus más que legítimas expectativas melómanas.
Al llegar a la puerta indicada en sus entradas, el personal del auditorio accedió a acompañarles por el interior del recinto, pero advirtiéndoles de que no les llevarían a sus butacas, sino al área para personas con movilidad reducida. Allí les pusieron unas sillas. Obvio, esa zona está habilitada para quienes se desplazan en silla de ruedas, a las que, por cierto, habría que preguntarles qué les parece no poder disfrutar de los conciertos junto a sus acompañantes.
El grupo de amigos ciegos se opuso a asistir desde allí al concierto. Ellos habían pagado para estar en otro lugar. Impotentes, siguieron protestando, hasta que vino la coordinadora del personal de sala, quien les dijo que no podían llevarles a sus sitios porque, ante una eventual evacuación del recinto, corrían peligro. Se esgrimieron todo tipo de argumentos: que la zona de movilidad reducida estaba mejor ubicada que las butacas que habían comprado; que los ascensores quedarían bloqueados ante una eventual emergencia —presuponiendo que las personas ciegas no pueden bajar escaleras— y, como premio de consolación, les cambiaron las sillas por las mismas butacas de las gradas.
La decisión fue inamovible en aras de la seguridad. Como ciegos totales que son, tuvieron que creer los argumentos, casi agradeciendo la mejor ubicación que les ofrecían, pero con el regusto amargo de quien no puede calibrar por sí mismo la situación, quedando a expensas de la buena voluntad de terceros. Confiando, ciegamente, en el protocolo, y siendo conscientes de que da igual el precio que uno pague por la entrada, el destino siempre será la zona de movilidad reducida. Situación que no ocurre cuando la persona ciega va acompañada por un vidente.
Las razones de prevención y seguridad son comprensibles. Pero hay un enorme agujero negro entre la promoción de la autonomía personal, de la participación de la vida cultural de forma inclusiva y la realidad de las personas ciegas que, día a día, tienen que lidiar con esa deseada autonomía personal.
¿Se imaginan que cuando llegan a un auditorio les llevan a otro lugar distinto al que han adquirido? Impensable.
Año nuevo, ¿vida nueva? Para nada. Los propósitos de renovación, con los que nos recargamos en estas fechas son papel mojado y la tan promocionada autonomía personal es, prácticamente, cuestión de proeza personal.