Las baldosas podotáctiles son esas que tienen líneas en relieve para la orientación de las personas ciegas. Son realmente valiosas para nuestra movilidad. Gracias a ellas es más sencillo localizar un paso de peatones y sirven de guía para no perderse en espacios muy abiertos.
Pensaba en ello cuando me vino a la cabeza un incidente en el que me vi involucrada hace un par de semanas. Caminaba por una calle bastante llena de gente. Con el cuerpo girado un poco a la derecha, trataba de escuchar el audio con el teléfono pegado a la oreja izquierda a la vez que andaba. De pronto, fui embestida por un tipo que se me cruzó por la izquierda. Grité un poco por el susto y el golpe, alucinada por el atropello, cuando la persona que me acababa de arrollar, comenzó a increparme hecho una hidra. Me culpaba a mí por ir mirando el móvil. “Señor, no miraba el móvil. Iba escuchándolo, soy ciega”, le dije ante su enorme virulencia. Entonces, el tipo empezó a disculparse. En su categorización de seres humanos, la discapacidad visual me concedía el beneficio de la disculpa. Pero segundos antes, no; antes de saber mi condición merecía ser arrollada y culpada. Digna de ser embestida, pues. Bastaría con no ir tan agresivo por la vida, refunfuñé. Mucha gente hace bandera del lema “más vale pedir perdón que permiso”.
Volviendo a las baldosas podotáctiles y tantas otras acciones que mejoran la accesibilidad de las ciudades, me doy cuenta de que uno de los principales escollos, sin remedio, es la estupidez humana. Con nuestras actitudes y conductas marcamos la diferencia, para bien y para mal.
Las baldosas podotáctiles son esas que tienen líneas en relieve para la orientación de las personas ciegas. Son realmente valiosas para nuestra movilidad. Gracias a ellas es más sencillo localizar un paso de peatones y sirven de guía para no perderse en espacios muy abiertos.
Pensaba en ello cuando me vino a la cabeza un incidente en el que me vi involucrada hace un par de semanas. Caminaba por una calle bastante llena de gente. Con el cuerpo girado un poco a la derecha, trataba de escuchar el audio con el teléfono pegado a la oreja izquierda a la vez que andaba. De pronto, fui embestida por un tipo que se me cruzó por la izquierda. Grité un poco por el susto y el golpe, alucinada por el atropello, cuando la persona que me acababa de arrollar, comenzó a increparme hecho una hidra. Me culpaba a mí por ir mirando el móvil. “Señor, no miraba el móvil. Iba escuchándolo, soy ciega”, le dije ante su enorme virulencia. Entonces, el tipo empezó a disculparse. En su categorización de seres humanos, la discapacidad visual me concedía el beneficio de la disculpa. Pero segundos antes, no; antes de saber mi condición merecía ser arrollada y culpada. Digna de ser embestida, pues. Bastaría con no ir tan agresivo por la vida, refunfuñé. Mucha gente hace bandera del lema “más vale pedir perdón que permiso”.