Mis primeros recuerdos sobre la discapacidad se remontan a hace algo más de veinte años. Tengo unos 9 años y voy a un colegio público. Mi madre es una de las maestras de ese colegio en un pequeño pueblo de la Mancha de cuyo nombre sí me acuerdo: Malagón.
En ese colegio había una clase de educación especial a la que iban niños de toda la zona. Niños con síndrome de down, autismo, enfermedades raras… No recuerdo con exactitud todas las patologías o discapacidades, porque todo era nuevo para mí y apenas nos mezclaban. Por un lado estábamos nosotros “los normales” y luego ellos. Lo que sí recuerdo es la sensación de miedo y desconcierto. Esos niños no eran como nosotros. Esos niños estaban apartados y hacían cosas distintas. No jugaban al escondite inglés o a la rayuela, ni intercambiaban cromos hasta que sonara la sirena. Recuerdo las historias que nos contaban sobre ellos. A uno de ellos le crecía la cabeza y le encerraban en su habitación con un casco porque se autolesionaba contra la pared. Otro de los niños era algo así como un niño-mono porque tenía mucho vello, era canijo y emitía sonidos extraños.
Apenas nos cruzábamos con ellos, pero si lo hacíamos nos asustábamos. Eran como unos niños sacados de peli de terror Freaks, que pasaban las horas encerrados en su clase de educación especial. Los profesores parecían contentos, los padres parecían contentos, el director parecía contento, pero los niños sin discapacidad no entendíamos un pimiento. ¿De dónde habían salido?, ¿por qué eran tan distintos?, ¿por qué no jugaban con nosotros?, ¿qué eran exactamente?
Nuestra vida seguía en el patio de recreo y en las sumas y en las restas, mientras alguna vez les veíamos de lejos o nos cruzábamos en algún pasillo. En mi caso, al ser hija de maestra, conocía algo más en detalle la situación, pero no lo suficiente. Seguía teniendo miedo, desconfianza, dudas…
Ahora que han pasado unos cuantos años, imagino que las cosas habrán cambiado algo, pero mucho me temo que queda un largo camino por recorrer en la inclusión de los más peques. Leo artículos de recortes en profesorado de educación especial y las quejas de los padres porque sus hijos se amontonan en aulas donde no reciben la suficiente atención. Al mismo tiempo, también leo quejas de distintos colectivos sobre la segregación que supone la educación especial.
Según colectivos y asociaciones, lo ideal sería una escolarización sin separación de otros niños y con apoyos desde el primer momento en que exista discapacidad (a los tres años). Que un niño tenga necesidades especiales o sea distinto a los demás, no es un motivo para su segregación. Imaginen que volviéramos a la segregación por raza. Los niños con alguna discapacidad no sólo no suponen ningún problema para el sistema educativo, sino que con los apoyos necesarios nos hacen crecer como sociedad.
Recuerdo cuando ya en la universidad tuve un compañero invidente. No sabía cómo tratarle. Me sentía una estúpida cada vez que me acercaba a él. Este compañero era tremendamente inteligente e irónico y yo me sentía inferior. Eran ese temor y desconocimiento los que me acompañaban desde niña. Si en su momento hubiese existido la integración real en las aulas hubiéramos tenido experiencias similares. Pero no se apostó por naturalizar la discapacidad. Es un problema que nos persigue el resto de nuestras vidas, tanto a los que tenemos discapacidad como a los que no. La ignorancia y el miedo nos hace verdaderos discapacitados -¿no es acaso la ignorancia una discapacidad?- y perdemos la oportunidad de entender otras experiencias que, lejos de importunar nuestra enseñanza, nos enriquecen.
A lo mejor no todo el mundo es capaz de ver colores, o de escuchar sonidos o de trepar montañas… pero todo el mundo deberíamos ser capaz de ser sus ojos, sus oídos o sus muletas.
Cuando exista una verdadera inclusión educativa, no sólo ganarán los niños con alguna discapacidad, lo haremos todos.
Mis primeros recuerdos sobre la discapacidad se remontan a hace algo más de veinte años. Tengo unos 9 años y voy a un colegio público. Mi madre es una de las maestras de ese colegio en un pequeño pueblo de la Mancha de cuyo nombre sí me acuerdo: Malagón.
En ese colegio había una clase de educación especial a la que iban niños de toda la zona. Niños con síndrome de down, autismo, enfermedades raras… No recuerdo con exactitud todas las patologías o discapacidades, porque todo era nuevo para mí y apenas nos mezclaban. Por un lado estábamos nosotros “los normales” y luego ellos. Lo que sí recuerdo es la sensación de miedo y desconcierto. Esos niños no eran como nosotros. Esos niños estaban apartados y hacían cosas distintas. No jugaban al escondite inglés o a la rayuela, ni intercambiaban cromos hasta que sonara la sirena. Recuerdo las historias que nos contaban sobre ellos. A uno de ellos le crecía la cabeza y le encerraban en su habitación con un casco porque se autolesionaba contra la pared. Otro de los niños era algo así como un niño-mono porque tenía mucho vello, era canijo y emitía sonidos extraños.