Salgo del armario porque estoy harta. Me quito el velo porque no he hecho nada malo. Sólo tengo una enfermedad. No pido perdón, no agacho la cabeza, no tengo miedo, no voy a esconderlo más. Es más que probable que esté cavando mi propia tumba, pero de tumbas está llena la rebeldía y el cambio.
En la antigüedad, las personas con discapacidad eran consideradas poseídas o inservibles. Se las abandonaba a su suerte o se las exterminaba. Ya no somos seres deformes y desviados abandonados a nuestra suerte, pero todavía queda un largo camino por recorrer para que se respeten nuestros derechos.
En esta sociedad de la competitividad, las personas con discapacidad o enfermedades graves nos quedamos en el camino. Se nos deja de lado porque no somos todo lo productivas que quisieran. No podemos ser esclavizadas como desearan. Necesitan gente joven, fuerte, que resista muchas horas sin rechistar como en “Metrópolis”. Y siendo retrón mujer aún es más complicado. Mónica Oriol, presidenta del Círculo de Empresarios, ya dejó bien claro que prefería contratar “a una mujer de más de 45 o de menos de 25 años” para evitar “el problema” de que se quede embarazada. Imaginaos ahora a una retrona embarazada.
Las que no llevamos silla de ruedas, somos aún más invisibles por extraño que pueda parecer. Al no presentar una discapacidad física reconocible a primera vista, es complicado acceder a ayudas o a certificados para personas con discapacidad. Lo que no se ve, simplemente no existe. A algunos de nuestro entorno les cuesta creer que estemos “tan enfermas”. Si puedes andar no estarás tan mal. Y así, de paso, el Estado se ahorra unos dinerillos en ayudarnos. El justo y necesario para construir obras faraónicas inservibles. Esa inversión sí es visible, sí la ve todo el mundo.
Este verano visité una hermosa cala en Almería y me encontré con uno de sus pocos habitantes. Mantuvimos una conversación donde le comenté que me encantaría vivir allí, pero que no podría porque tenía que trasladarme habitualmente al hospital y ese lugar estaba muy mal comunicado -sólo acedías a pie o en una barca-. Al preguntarme qué me ocurría y yo decírselo, él me respondió “qué pena, con lo bonita que tú eres”. En ese momento no sabía si reír o llorar. ¿Me había echado a perder y ningún príncipe-rana querría casarse conmigo?, ¿sólo los feos pueden ser discapacitados?
Esto no es un canto al asistencialismo sino una oda al empoderamiento de todos nosotros. Necesitamos que el Estado sea el primero en tomar conciencia de nuestra situación y presionar a las empresas para que se respeten nuestros derechos, como el de todas las personas trabajadoras. Pero yo no me conformo con unas migajas ni una paguita. Se trata de que formemos parte de la sociedad, que no se nos excluya, que se nos haga partícipes de la misma, que se piense en nosotros a la hora de tomar decisiones o que seamos nosotros mismos los que las tomemos.
Tengo esclerosis múltiple. Y lo digo porque ya no tengo miedo. Porque lo que no se nombra, no existe, lo que no se denuncia se invisibiliza. Y ganan ellos. Y es el momento de que ganemos nosotros. O por lo menos de que empatemos. Hoy quiero ser la voz de muchos invisibles. De muchas personas que luchan cada día contra una enfermedad incurable y contra una sociedad aparentemente incurable que los deja de lado. Como diría Samba Martine, la protagonista de la genial obra de Juan Diego Botto: “Yo nunca recibí al nacer, el papel que me daba la propiedad de un trozo invisible de este mundo”.
Salgo del armario porque estoy harta. Me quito el velo porque no he hecho nada malo. Sólo tengo una enfermedad. No pido perdón, no agacho la cabeza, no tengo miedo, no voy a esconderlo más. Es más que probable que esté cavando mi propia tumba, pero de tumbas está llena la rebeldía y el cambio.
En la antigüedad, las personas con discapacidad eran consideradas poseídas o inservibles. Se las abandonaba a su suerte o se las exterminaba. Ya no somos seres deformes y desviados abandonados a nuestra suerte, pero todavía queda un largo camino por recorrer para que se respeten nuestros derechos.