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Otras Voces: Asumir la enfermedad

Claire Noval

Me gusta el deporte. Mucho. Llego a convertirse en un modo de vida para mí. Planeaba mis semanas en torno a mis kilómetros. Los lunes iba a toda prisa, corriendo una hora fuerte por la noche, los miércoles salía a divertirme realizando series y cambios de ritmo y los fines de semana los disfrutaba visitando Madrid y sus parques. Mi cabeza y mi cuerpo pedían correr. Y no se cansaban nunca. Pedían más y gozaban de un equilibrio que yo pensaba intocable. Siempre me ha gustado la soledad, afrontar mis dudas, mis decepciones, mis miedos, mis alegrías, mis excesos, mis vicios, así, sola, e intentar buscar vías de felicidad por este mundo tan violento e injusto. Y el deporte se había convertido en mi esencia, el cemento de lo que era mi vida, la columna vertebral de mi filosofía.

Hasta que se empezó a agrietar mi estructura.

Por diagnosticarme una hipertensión severa, empecé a tomar anti-hipertensivos y enseguida aparecieron los dolores. Me era imposible correr. Mis piernas habían perdido toda su fuerza y no contestaban a mi voluntad. A pesar de sentir que esta debilidad creciente invadía mis miembros, lo intenté durante varios meses. Siempre con el mismo optimismo. Pensaba que era cuestión de tiempo, que mi paciencia podía solucionarlo. Pero no fue así. Poco a poco se despertaron dolores en mi espalda que no me dejaban ni un minuto de respiro. Como un veneno circulando, invadiendo mis articulaciones torácicas y mis hombros. Empecé a sentir un dolor estridente en la espalda como si lijara los omóplatos sin parar. Probé todos los tipos de anti-hipertensivos pero cada vez surgían dolores nuevos y más potentes todavía. Y con cada intento, más débil me encontraba. Los tratamientos para aliviarme me permitían sufrir en silencio, que era lo que quería por encima de todo: no decir nada, aguantar, seguir pensando que rápido iban a encontrar una solución.

Finalmente, después de meses de investigaciones y pruebas, siempre con la sensación de caminar a oscuras sin saber ni hacia dónde ni por qué, después de dos biopsias a las que fui sola por intentar minimizar su importancia, se me diagnosticó una lipodistrofia hereditaria, una enfermedad genética de las llamadas raras. De ésas que no tiene nadie, o casi. Pero seguí con la boca cerrada, trabajando por la mañana, en la cama tumbada por la tarde, llorando hasta conseguir dormirme de agotamiento, soportando el dolor cuando quedaba con compañeras/os e incluso amigas/os que no sabían prácticamente nada de mi estado.

Ante el crecimiento del dolor y la incomprensión de sus causas, la única vía de escape que me propusieron en el hospital fue un tratamiento a base de opioides mayores. Una mezcla potente que me está robando una parte esencial de lo que soy, enseñándome cómo voy perdiendo sensaciones, emociones, percepciones, con tanta sustancia química en el cuerpo. A cambio de un alivio inestable e ineficaz, se disipan las referencias de mi esencia, los movimientos de mis sentimientos, todo lo que dibuja la belleza de la vida. Seguí militando intensamente en política, asumiendo mis responsabilidades, sin parar, días y noches, sin contar el tiempo. Seguí pensando que lo peor era soltar estas manos que me mantenían viva, seguí disimulando lo obvio.

Estoy enferma.

Y me di contra el muro de la realidad individualista y capitalista que desgraciadamente invade nuestra sociedad. A pesar de que no afectaba a mi trabajo como tal, decidí informar de mi estado al Patronato de la ONG en la que llevaba cuatro años trabajando, una micro-ONG con proyectos en Senegal. Me parecía monesto decirlo, sobre todo porque se trataba de gente en la que confiaba. Fue un viernes; el lunes me despidieron.

Frente a la injusticia y la violencia social, frente a la incomprensión de los demás, frente al desconocimiento, frente al miedo provocado por la enfermedad, frente a la huida de los miedosos, estoy aprendiendo a asumir mi status. Estoy fuera de la norma, fuera de lo socialmente encajable. Pero quiero defender mis derechos y moverme, sentirme útil, ayudar a que todas/os las/os excluidas/os aprendan a serlo.

Tengo que vivir con un dolor invisiblze e indefinible, y muchas veces no me apetece explicarlo, aunque me gustaría que los demás lo entendieran. Tengo que vivir con la incertidumbre, con la opacidad del futuro ya que los médicos no entienden lo que me pasa. A veces me entran ganas de gritar, de decir que no estoy bien, que no puedo más, que no soy la chica fuerte que parezco, pero no tengo derecho a tirar la toalla. Lo que siempre quiero tener en mente es que si mañana mi enfermedad me obliga a pasarme el día tumbada en la cama, estoy segura de que el día siguiente tendré fuerzas para seguir adelante.

Me gusta el deporte. Mucho. Llego a convertirse en un modo de vida para mí. Planeaba mis semanas en torno a mis kilómetros. Los lunes iba a toda prisa, corriendo una hora fuerte por la noche, los miércoles salía a divertirme realizando series y cambios de ritmo y los fines de semana los disfrutaba visitando Madrid y sus parques. Mi cabeza y mi cuerpo pedían correr. Y no se cansaban nunca. Pedían más y gozaban de un equilibrio que yo pensaba intocable. Siempre me ha gustado la soledad, afrontar mis dudas, mis decepciones, mis miedos, mis alegrías, mis excesos, mis vicios, así, sola, e intentar buscar vías de felicidad por este mundo tan violento e injusto. Y el deporte se había convertido en mi esencia, el cemento de lo que era mi vida, la columna vertebral de mi filosofía.

Hasta que se empezó a agrietar mi estructura.