ENTREVISTA

Silvia Hidalgo, premio Tusquets: “Las mujeres no nos hemos dado la libertad de enfadarnos. Antes, nos ponemos tristes”

Alejandro Luque

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Aunque su nombre llevaba tiempo sonando como una de las voces a tener en cuenta en el panorama de la nueva narrativa española, parece que la consagración definitiva le ha llegado al fin. Silvia Hidalgo (Sevilla, 1978) se alzaba hace unos días con el premio Tusquets de novela por su obra Nada que decir, un “deslumbrante retrato psicológico de una mujer enfrentada a sus contradicciones y a la vorágine de la vida moderna”, según avanzaba la editorial convocante, así como una reflexión sobre “cómo se sobrepone a la crisis de los cuarenta, la ansiedad por el éxito social, el desencanto del hogar, la atracción por lo prohibido”.

Ingeniera informática, especializada en ciberseguridad, Hidalgo sonríe cuando se le pregunta si su profesión ayuda a explorar de algún modo las emociones humanas, o si le ha prestado alguna ayuda en su faena como narradora. “Precisamente en mi novela se toca un poco eso. Por un lado, en la literatura he encontrado un mundo muy endogámico, y por otra, a los informáticos también nos pasan cosas, vivimos y tenemos emociones, pasiones y problemas”, ríe. “Además, creo que mi trabajo me sirve desde el punto de vista del pensamiento lógico, a la hora de tomarme una novela como un proyecto que tengo que planificar, estructurar y que acabar en algún momento”.

Entrando ya en el argumento de Nada que decir, hay dos asuntos que lo centran: la familia como espacio de frustración -que ya estaba presente en sus novelas anteriores– y las relaciones tóxicas. Sobre el primero, comenta que “abordo la familia desde dos puntos de vista, la familia de la que venimos y la que formamos. Sobre la primera, en la generación de nuestros padres no había esa pedagogía que tenemos hoy, los cuidados no eran un tema, sino una obligación, una cuestión de supervivencia: higiene, comida, estudios… sin la parte emocional”.

'Hombres tumor'

“En mi generación, en cambio, nos hemos criado con otros modelos que han llegado casi de la ficción. Veíamos películas y series donde los familiares sí atendían esos cuidados emocionales, y con ello hemos montado esas familias ideales americanas, tan poco españolas, del marido que llega y dice, ‘hola, cariño, ¿cómo ha ido el día? Vamos a cenar todos juntos y me lo cuentas’.  Y nos frustra, porque peleamos un modelo que también tiene sus carencias. Y estar todo el día luchando por esa idea de felicidad también trae mucha frustración. Habrá quien tenga más capacidad para ser feliz, o que solo necesiten paz y estabilidad, y otros que así tampoco se encuentren bien... Cada uno tiene que encontrar su modelo de vida”.

Luego está ese personaje que en la sinopsis de la novela se denomina hombre tumor, y que viene a complicar aún más las cosas para la protagonista. “También toco la forma en que nos relacionamos ahora, esa cosa tan instantánea en la que el lenguaje que siempre hemos utilizado en relaciones de piel, reales, se aplica en contextos distintos y por tanto significan cosas distintas. Podemos confundirnos y puede haber gente que lo use para confundir. El hombre tumor es así, alguien con un trastorno narcisista y manipulador. A veces lo reconocemos intelectualmente y creemos que podemos controlarlo, pero nuestra educación emocional viene de muy atrás, es incluso ancestral. Luchar contra eso, con nuestra vulnerabilidad, puede hacernos más mal que bien”.

Cuando se hizo público el fallo de los premios Tusquets, circuló por varios medios el dato de que el primer título de la obra ganadora había sido Desquiciadas. Silvia Hidalgo aclara que se trataba solo de un título privado, “de trabajo”, que la hacía sentirse conectada con otras autoras a las que admira y con las que comparte ese interés por las emociones femeninas fuera de control, como Elfriede Jelinek u Olga Tokarczuk, ambas premios Nobel. “Mi personaje empieza en un estado así, de desquicie. Intenta controlar algo y no puede”, explica. “Mi intención era llevar ese estado al estilo, a la voz, al ritmo, al tono. Ahí sí me siento muy cómoda, y me enamora el modo en que esas autoras lo logran desde un lado muy emocional, muy íntimo y muy poético. Si me pongo un faro para contar una historia como esta, ¿en quién me voy a fijar? En las más grandes”.

La fuerza del yo

“En realidad”, prosigue Hidalgo, “la historia que cuento no es tan oscura como el propio universo de la protagonista; los sentimientos de despecho, de venganza, de envidia… Eso sí es muy oscuro”. Una serie de pulsiones que tradicionalmente han sido reprimidas en las mujeres, y que ahora parecen desbordarse en la literatura. “Siempre en la ficción la mujer ha sido el objeto de la violencia (ya fuera más soterrada, más emocional o física), no el sujeto. Como si en nosotras no se produjeran todas estas cosas. Nos han enseñado que expresarlo equivalía a una bestialización. Nosotras podemos concebir los cariños, los cuidados, los instintos maternales, el amor suave y romántico, pero todo lo demás no se asociaba a lo femenino. Desde pequeñas, se nos dice: no estés enfadada. La mayoría de las mujeres, antes de enfadarse, se ponen tristes. No nos hemos dado la libertad de enfadarnos, pero creo que cada vez abrazamos más esa cura para la tristeza que es el enfado. Entre otras cosas, porque el enfado se pasa antes”.

En sus novelas anteriores, Dejarse flequillo y Yo, mentira, Silvia Hidalgo enarbolaba una primera persona del singular que también parece haber estado vedado para muchas escritoras, como si fuera una forma de impudicia. Aunque en esta nueva obra cambia de perspectiva, defiende esa literatura del yo que representa otra premio Nobel muy valorada por ella, Annie Ernaux. “Me sale escribir desde el yo, pero en Nada que decir tuve que poner a una narradora observadora muy pegada a la protagonista, casi un alter ego. Tuve que dar un paso atrás para ser más implacable aún. Quería una narración muy cruda, y le favorecía ese pasito, mirarla un poco por arriba”.

Desde su editorial no han dudado en pregonarla como “nuestra Marguerite Duras”, una comparación que a Hidalgo le parece “más que palabras mayores, gigantísimas”, dice. “Ella se sentía protagonista de una novela, y yo me siento un poco así también. Utilizaba, más que lo autobiográfico, una mirada sobre lo que ocurría a su alrededor. El halago es imposible de asumir, pero creo que lo usan más bien como universos afines: si te gustó esto, puede que también esto te guste”.       

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