Los aniversarios pueden ser felices pero también melancólicos, más si son fechas redondas. Este año lo era para el 8M: en 2023 se cumplían cinco años de esa primera huelga feminista que, arrasadora, lo revolvió todo. El panorama este año era otro muy distinto: al ruido interno se sumaba la confrontación política en el que es probablemente el peor momento del Gobierno de coalición. Pero el 8M consiguió sobreponerse. Más allá de confrontaciones y de intentos de instrumentalización, más allá del ruido y de nostalgias, las manifestaciones fueron muy numerosas e hicieron valer el espíritu de una fecha que ya es ineludible.
División es la palabra que más se ha repetido en los últimos tiempos para hablar de feminismo. Este 8M, la división no fue tal en la mayoría de ciudades de España, prácticamente todas las convocatorias eran unitarias. Madrid, la ciudad que siempre está bajo los focos, sí escenificó la escisión. Dos manifestaciones, y un mismo punto de partida: Atocha. De la glorieta hacia Antón Martín discurría la marcha crítica con la Ley Trans, convocada por distintos colectivos feministas, mientras que la organizada por la Comisión 8M, convocantes de la cita desde hace décadas y transinclusiva, caminaba por el centro de Madrid, del Paseo del Prado hasta la Plaza de España. La segunda era, con mucha diferencia, la más numerosa y diversa. Una hora después de que la cabecera echara a andar seguía saliendo gente de Atocha.
Poco antes de que la manifestación de la Comisión 8M empezara, un bloque de familias con niñas y niños hinchaba globos morados, pintaba caras con símbolos feministas y preparaba pequeñas pancartas en punto del Paseo del Prado. Allí estaba Ana, de 42 años, con su hija Luna, de 4: “Las reivindicaciones feministas hay que vivirlas, no contarlas. Nuestras hijas se verán ante las mismas discriminaciones y opresiones que nosotras. Este es un espacio de aprendizaje”. Familias con peques, grupos de amigas, y también de amigos, mezcla de edades y de reivindicaciones, mucha gente joven, mucha gente mayor, muchos selfies, muchas pancartas hechas a mano, mucho morado, muchos abrazos, muchos gritos y batucada.
En medio de la marcha, Isa, de 24 años, y Cecile, de 22, caminaban de un lugar a otro con pancartas hechas de cartón. De Holanda, viajaron expresamente a Madrid para vivir el 8M: “Queríamos verla y estar aquí, sabíamos que es muy masiva, la mayor de Europa”. Las banderas trans y los mensajes transinclusivos estaban muy presentes. “No sin mis hermanas trans”, sostenían unas chicas.
Era el ambiente opuesto a la manifestación alternativa. Con lemas que pedían la dimisión de Irene Montero, muchas pancartas hacían referencia a las personas trans. “Los hombres no son nuestras compañeras, son el opresor”, decía una; “Fuera nabos de nuestros espacios”, rezaba otra. Durante la marcha las participantes corearon lemas como 'Saca tus cojones de mis competiciones' o 'Su cuerpo no está mal, es homosexual'. “Estamos aquí porque somos feministas. La otra manifestación niega el género y por lo tanto niega la opresión de las mujeres”, contaba Inés, de 28 años, que acudía con otras amigas.
“No era paz, era silencio”
Aunque resulta inevitable, hay algo perverso en comparar el presente de algo -sea una persona, sea un movimiento social- con el que fue justo su mejor momento. Nada es igual después de la eclosión, nada soporta indemne el paso del tiempo... ni las tensiones políticas. De esas ha habido muchas en los últimos años, pero basta con remontarse al día anterior al 8M, el 7 de marzo, para ver con claridad de qué manera la lucha por el poder y la hegemonía feminista ha dividido a un Gobierno que hizo del feminismo bandera. Era el martes cuando el PSOE sacaba adelante el primer trámite para reformar la ley del ‘solo sí es sí’ con al apoyo del PP. La ministra de Igualdad, Irene Montero, aseguraba este miércoles por la mañana que el Gobierno de coalición no estaba en riesgo “sino los derechos de las mujeres” después de ese trámite.
Que el primer paso para reformar la ley del 'solo sí es sí' coincidiera con la víspera del 7M era más que una coincidencia. Era también redoblar el pulso a la calle. Si el 8M intentaba, precisamente, hacer valer su autonomía respecto de la política institucional, los partidos iban a los suyo. El PP pedía ir a la manifestación crítica con Ia Ley Trans y acusaba a Sánchez de no ser feminista; Unidas Podemos pedía que este 8M el feminismo gritara “alto y claro que solo sí es sí”, y el PSOE se reivindicaba como el partido feminista que realmente tenía en cuenta a las mujeres. De alguna manera, todos buscaban que la calle reafirmara sus posiciones en lugar de dejar que la calle hiciera lo que tenía que hacer: reivindicar, gritar, moverse.
Pero la sangre no llegó a la calle. Las dos marchas convivieron en Atocha con normalidad, aunque había quien llegaba a la glorieta desconcertada. “¿Pero hay dos manifestaciones?”, preguntaba un hombre. Un grupo de chicas buscaba que alguien les explicara qué pasaba: “No entendemos y queremos saber a cuál ir”. Había quien atravesaba la manifestación alternativa para alcanzar la de la Comisión 8M pero ni unas ni otras cruzaban algo más que miradas o ni eso. Los bloques de Unidas Podemos y del PSOE caminaron en la manifestación sin reproches ni altercados, tampoco sin aplausos.
La calle hizo su trabajo. La creatividad de las pancartas volvió a sorprender. “Nos enseñaron a ser rivales. Decidimos ser aliadas”. “No era paz, era silencio”. “Si nosotras somos las nazis, ¿por qué somos las que morimos?”. “No queremos aliados sino desertores del patriarcado”. “Como dijo Taylor Swift: fuck the patriarchy”. Noa, de 9 años, sostenía la suya: “No me llamo guapa”. “Cuando te cruzas con una persona en vez de llamarte por tu nombre a veces te llaman guapa y eso no es así, no es mi nombre ni el de ninguna chica”, contaba Noa, que se llama a sí misma feminista y que ha acudido en los últimos años siempre a la manifestación con su madre y su abuela.
Denis, de 53 años, levantaba un cartel que decía 'Unidas somos más'. “Me enoja que haya tanta gente que hoy esté marchando separada por diferentes motivos. Soy de la vieja guardia pero quiero inclusión”, subrayaba. No era la única. Más mujeres y también algunos hombres lanzaban el mismo mensaje desde pancartas que llamaban a la unidad. Algunas asociaciones feministas decidieron no estar presentes con pancarta propia para evitar decidir a qué marcha iban de manera oficial. “Hemos dado libertad para que cada cual vaya a la que quiera y hay compañeras que, tanto este año como el pasado, se van a pasar por las dos”, comentaba una activista.
Cinco años después de la primera huelga feminista, hubo menos melancolía de la esperada y más ganas de seguir adelante. Tristeza en algunos casos –“esto es una pena”– pero también capacidad de alegría y movilización. El grito necesario para cambiarlo todo o, al menos, intentarlo.
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