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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

De dónde vienen las supersticiones

El universo nació cuando Marduk mató a la diosa madre Tiamat y cortó en dos su cuerpo para hacer con ellos el cielo y la tierra, decían los antiguos babilonios, o cuando el huevo cósmico Brahmanda comenzó a expandirse desde un punto central llamado Bindu sobre el cual colapsará de nuevo, según el Rigveda escrito entre los siglos XI y XV adC en la India.

El rayo es el arma de Zeus según los antiguos griegos o brota del martillo Mjolnir a voluntad de su dueño Thor para los antiguos escandinavos. El universo acabará con el regreso de un dios y el fin de todo en muchas cosmologías (judaísmo, cristianismo, islam, zoroastrismo), o en la gran batalla de Ragnarok seguida de un nuevo comienzo en los mitos nórdicos, o se destruirá y renacerá en el hinduísmo. Todas las culturas tienen mitos y explicaciones religiosas sobre los orígenes y finales del universo y sobre aspectos concretos de su funcionamiento. Todas son diferentes, pero las culturas necesitan disponer de un relato que explique su propio origen, poco importa si es real o imaginario.

Mucha gente cree que la magia existe y que las palabras y los gestos en forma de encantamientos tienen poder real sobre las fuerzas de la naturaleza. Aún muchos más creen que la potencia de su dios o santo favorito es tan grande que las leyes físicas se doblegan ante su voluntad. De este modo ciertos gestos o palabras pueden atraer la mala suerte o protegernos de ella, o concitar la ira o la benevolencia de una deidad; a estos rituales con los que pretendemos controlar lo que nos ocurre los llamamos superstición. Así surgen conductas como echar sal por encima del hombro tras derramar un salero para evitar el mal fario, rezarle al arcángel San Miguel para encontrar trabajo, negarse a abrir un paraguas bajo techo o hacer una higa para cancelar el mal de ojo: el catálogo completo de actos absurdos que llevamos a cabo casi siempre sin saber muy bien por qué y con origen en la tradición y la cultura popular.

Curiosidad

Lo cierto es que los humanos tenemos necesidad de entender cómo funcionan las cosas: sentimos inquietud cuando no comprendemos y placer cuando resolvemos problemas y desentrañamos las causas y los efectos. Nuestro cerebro a lo largo de la evolución ha adquirido la curiosidad de preguntarse los porqués y la capacidad de sentir un agradable placer al descubrir respuestas: por eso nos gustan los acertijos y rompecabezas y disfrutamos con las narraciones y las historias, mejor si son de misterio. Esta curiosidad ante los enigmas de la naturaleza y este placer al encontrar las respuestas explican en buena parte el desarrollo de la inteligencia humana y desde luego el poder de la ciencia, ese empeño sistemático de descubrir cómo funciona el universo. Conocer los cómos y porqués nos atrae y nos agrada.

Ahora bien; esa misma tendencia explica no solo el nacimiento de la ciencia y nuestra pasión por las historias y los rompecabezas, sino también el de las cosmologías y las supersticiones. Cuando desconocemos las causas de algo preferimos inventarnos una historia que lo explique, aunque no sea real, que conservar la duda: el desconocimiento nos desagrada y antes que mantener preguntas sin respuesta preferimos respuestas imaginarias. De hecho buena parte de las creencias de la superstición están basadas en el funcionamiento de nuestro sistema nervioso central; en el modo como el cerebro comprende el mundo que le rodea y en los errores que comete de modo sistemático al intentar hacerlo. La superstición en realidad es un accidente de la inteligencia.

Agujeros de la lógica

Muchas de estas creencias y técnicas se basan en errores comunes, en fallos intrínsecos del funcionamiento de la mente que favorecen que todos los humanos cometamos el mismo tipo de asociaciones falsas entre causas y efectos. Nuestro modo de entender el mundo tiene agujeros y la mayoría de las creencias de la superstición encajan en estos agujeros de la lógica y la razón. Si revisamos el catálogo de las supersticiones, desde la quiromancia a la homeopatía, la brujería, el mal de ojo, los chemtrails o los peligros del WiFi encontraremos un listado de falacias y sesgos cognitivos sustentándolas.

El ejemplo más claro está en el pensamiento mágico por excelencia: aquel que atribuye al universo o sus manifestaciones una voluntad, una personalidad con interés en lo que hacemos. La magia no es más que la creencia en que ‘alguien’ ahí fuera con los atributos de una persona es capaz de modificar las leyes de la naturaleza en reacción a nuestros actos. Esto no solo implica la increíble arrogancia de pensar que somos tan importantes como para que el cosmos se doblegue ante nuestros deseos, sino la existencia de una personalidad externa con el poder y la voluntad de hacerlo. Automáticamente pensamos que el universo es un ‘yo’, un ‘alguien’ con el que podemos comunicarnos y negociar, y así pensamos que una deidad puede crear la lluvia si realizamos la danza adecuada o que nuestro ordenador nos tiene manía porque se comporta de modo errático.

La falacia patética, que achaca sentimientos, pensamientos, intereses y voluntades humanas a los objetos inanimados, es la clave de todas las formas de magia y algo natural en nuestra especie, tan fuertemente social que tenemos mecanismos específicos en el cerebro para detectar e identificar caras o para procesar vínculos con otras personas. Al mirar el universo tendemos a dotarlo de personalidad porque nuestra tendencia natural es a relacionarnos con otras personas; necesitamos que haya un ‘otro’ junto a nosotros y si no existe tendemos a inventarlo. Es un defecto de nuestra estructura mental que nos hace susceptibles al autoengaño. Pero no es el único.

Si recorremos cualquier lista de prejuicios cognitivos encontraremos las explicaciones de cómo pueden surgir todas las creencias, supersticiones y cosmologías imaginadas e imaginables. Tendemos a creer que las cosas que suceden juntas o una después de la otra son causa y efecto, respectivamente; tendemos a pensar que lo ya ocurrido era previsible, o que los efectos tienen una sola causa simple. En ocasiones confundimos efectos con causas y no sabemos qué fue primero, si el huevo o la gallina, y si nos descuidamos tendemos a crear las explicaciones alrededor de los datos en lugar de empezar por el principio. Damos por sentado, sin pararnos a pensar la razón, que lo natural es bueno y lo artificial malo, y creamos con facilidad falsos dilemas o enfocamos los argumentos en subconjuntos de ejemplos irrelevantes. Nuestros dolores se calman cuando creemos estar recibiendo un medicamento y empeoran cuando pensamos que nos están dando un veneno. Y siempre encontramos caras por todas partes.

Esto explica que tendamos a asociar lo que nos ocurre con acontecimientos que nada tienen que ver, como nuestra suerte en la vida con la posición de los astros al nacer; que achaquemos nuestras desgracias a intrigas y acciones de otros como el mal de ojo o los encantamientos y queramos eliminar el mal fario con rituales milagrosos como las limpiezas; que enfermemos cuando pensamos estar expuestos a cosas que nos dañan como los campos electromagnéticos o los chemtrails y creamos curarnos cuando se nos somete a terapia como acupuntura u homeopatía. Nuestro cerebro, hambriento de explicaciones e incapaz de percibir sus propios defectos, inventa conexiones que no hay y cree en ellas. Porque siempre es mejor conocer las causas, aunque no sean ciertas, que la duda.

Así se impulsan las supersticiones y las creencias, ayudadas siempre por espabilados que reconocen estas asociaciones espurias como excelentes sistemas para hacer dinero sin mucho trabajo ni responsabilidad. Esta es la verdadera causa de que el avance de la ciencia no consiga eliminar las supersticiones: ambas beben de las mismas fuentes: errores del intelecto, sumados a la presión por obtener respuestas que también impulsa la curiosidad científica. Y siempre con un poco de ayuda de aquellos que encuentran su beneficio en las creencias ajenas sin importarles demasiado cuáles puedan ser las consecuencias.