Querer es poder (a veces) no es un catálogo de lamentaciones ni tampoco un valle de purpurina. Es el relato honesto de las aventuras y desventuras de la vida del periodista Raúl Gay (Zaragoza, 1981), un “retrón” con una enfermedad rara llamada focomelia. Etimológicamente quiere decir “miembros de foca” y en la práctica es una “putada”, dice. En su primer libro quiere huir del “típico relato de superación” y tira de humor negro para “desdramatizar”. Como casi todos los demás, trabaja, sale de juerga y se ha casado. A su boda invitó a todos los que le habían acompañado alguna vez al baño.
“Hemos pasado de encerrar a los retrones a que parezcamos superhéroes”, escribe en el libro. Insiste en que esto no es una historia de superación, ¿por qué?
Creo que hay una disociación entre la realidad y el relato de esa realidad. Durante muchos siglos la gente con discapacidad ha estado encerrada, humillada, aislada, ignorada… y en las últimas décadas hemos pasado al polo opuesto como un péndulo. Sigue habiendo mucha gente encerrada, aislada y pobre y al escaso número de discapacitados con una vida normal se les lleva al altar como superhéroes. Si casarte tener un crío y trabajar es de superhéroes, ya me dirás. Yo he intentado buscar un punto de equilibrio entre esa forma negativa de ver la discapacidad, que es negativa y limitante, y este complejo de superiores que hay que ir desechando.
¿De ahí el título de “querer es poder (a veces)?”
Te puedo contar que barajamos el “querer no es poder” pero era demasiado. La realidad es muy torcida y hay cosas que no puedes hacer. Llevo mucho tiempo intentando abrocharme los cordones pero no puedo. Yo hablo de asumir la realidad, si no la asumes no la puedes modificar. Pensar siempre en positivo, sonreír a todo y no aceptar que la vida a veces es jodida puede llevar a culpabilizar a las víctimas. Si yo pienso que si quiero, puedo, ¿qué pasa, que el que no ha podido es porque no ha querido? Igual es que no tenían sus padres pasta para pagar un apoyo particular o ha sufrido bullying en el cole, y eso te determina.
Su relato se estira hasta experiencias muy íntimas sobre cómo va al baño o cuándo perdió la virginidad, ¿puso límites a ese streaptease?streaptease
Cuando hablamos con la editora de hasta dónde desnudarme, le dije casi todo. Lo he hecho así para hacer algo que se saliera de la típica historia de: “Me quedé en silla de ruedas, adapté el baño y luego ya bien”. Tu vida no se pone en paréntesis hasta que adaptas el baño y a lo mejor no todo es genial desde que lo haces. Hay que narrar las etapas y cómo lo vives. Hay días que jode y lo asumes. Hay días que dices qué bien estaría tener brazos, no hay que negarlo. Eso no implica que esté todo el día lamentándome. Se puede ser feliz con casi todo. El ser humano tiene una capacidad de adaptación asombrosa, pero nos cuesta más tiempo, más esfuerzo y más dinero.
¿Cuánto dinero?
Nunca he hecho la cuenta porque me pondría a llorar del pastizal que es. Las prótesis, más los zapatos, más la silla de ruedas son como 12.000 euros, solo para poder salir de casa. Como no puedo llevar una llave –la llevé un tiempo entre los dientes hasta que me rompí uno– he instalado un motor en la puerta de mi casa y en la del portal para abrirlas con un mando que tengo en la silla. Y eso cuesta 4.000 euros. Es mucho más cómodo, y no solo para mí. Si un vecino va con un carro, con un niño, o es una persona mayor es mejor también.
A propósito de esto en el libro dice que “lo que sirve a un discapacitado, sirve a todo el mundo”. ¿Por qué la sociedad se resiste a garantizar la accesibilidad? ¿Se sigue viendo como un gasto?
Se ve como algo excepcional para una proporción muy pequeña de la población. Al final la accesibilidad sirve para todos. Todos vamos a envejecer. El hecho de que no haya escaleras siempre es útil.
¿Solo las personas con recursos pueden tener una vida digna?
Para tener una vida normal, una persona con discapacidad necesita mucho más dinero y no todo el mundo lo tiene. Hay muchos discapacitados en la pobreza. En el caso del asistente personal, la ley de Dependencia contemplaba que había tres vías: ayuda a la familia, una residencia que cuesta, y un dinero al discapacitado para que lo gaste como le parezca. Esa tercera vía apenas se da. Yo, como vivo a caballo entre mi casa y a la de mis padres, ellos cobran una ayuda por hijo a cargo que no cubre. La cantidad no sirve para pagar un asistente de forma digna. Y ya solo falta que nos convirtamos también en explotadores.
¿La gente que no le conoce le trata con condescendencia por tener una discapacidad?
No es lo mismo una persona con silla de ruedas o un ciego, a lo que estamos mucho más acostumbrados, que un tipo como yo sin brazos. Creo que se asocia discapacidad a pobreza. No es raro que me den dinero por la calle y por eso intento no quedarme quieto en una plaza. Me ha pasado muchas veces. ¡Encima no es mucho! (se ríe).
Está claro que hay que seguir visibilizando. ¿Cuántos discapacitados hay en televisión? Si aún no hemos conseguido que se acepte que presente una mujer de 60 años, ¡cómo vamos a poner a una persona sin brazos! El rechazo a la discapacidad sigue pasando. Pasa también en los coles, sobre todo en la concertada. Me temo que por ignorancia, porque se piensa que va a retrasar a los demás compañeros. Nos guste o no hay gente con discapacidad y te vas a cruzar con ellos. Cuando antes lo aprendas, mejor.
¿El humor embalsama la realidad? Usted tira mucho de la broma en su relato.
Con el humor se pueden decir cosas que llegan más a la gente y que de otro modo serían muy áridas. Es una vía de entrada. Desdramatizas. Cuando estudiaba periodismo, tenía un amigo en clase con quien me llevaba mucho. El resto de compañeros se andaban con pies de plomo conmigo hasta que un día nos escuchamos bromear: “yo no tendré pelo pero tu no tendrás brazos en tu puta vida”, me dijo. El resto de compas se rieron y cambiaron el tono.
En el libro también habla del peligro de la “historia única”. ¿Se toma a las personas con alguna discapacidad como un todo homogéneo?
Sí. Existe de hecho un símbolo universal que es una persona en silla de ruedas cuando en realidad hay muchas realidades diferentes. ¿Qué tengo que ver yo con una persona sorda o con parálisis cerebral? Lo que tenemos en común es que nos falta algo y que necesitamos ayuda de la tecnología o de tercera personas. Las necesidades y las vidas son distintas. Es como decir que África es un todo. Además del tipo de discapacidad es determinante donde nazcas y donde vivas. En una familia pobre, no habría tenido la vida que he llevado.
¿Con la discapacidad nos perdemos en el debate de cómo llamar las cosas?
Yo creo que sí, creo que el lenguaje no conforma tanto pensamiento como creemos. Es una estrategia para cambiar el lenguaje sin cambiar la realidad. Si me dices que soy una persona con capacidades diferentes, puede llevar a negar la realidad y eso no es bueno. El lenguaje no es inocente. Si fuera un gobernante perro diría: “Para qué les voy a ayudar si no son discapacitados, si son igual que el resto. Igual que uno es pelirrojo, a otro le faltan las piernas”. Esto es obviamente una caricatura pero es una pendiente resbaladiza. Y mientras discutimos hay un señor en Madrid que cambia una coma y va quitando dinero de la dependencia. Eso es lo preocupante.
¿Por qué se inventó el término retrón? Es el nombre con el que os definíais Pablo Echenique y tú en este blog de eldiario.es. este blog
Retrón era un término que usamos con mis amigos con un tono muy humorístico. Cuando hablamos con Pablo sobre el nombre nos gustó este porque era muy sonoro y no tenía connotación previa de manera que lo puedes llenar de significado. En el libro he usado discapacitado para dar lenguaje común, pero con los míos desde hace muchos años es retrón. Y de ahí: retrón friendly. O en la mayoría de los casos, no friendly.