Lucía se siente egoísta por echar de menos el abrazo de sus amigas a la salida de los exámenes o la graduación que ya nunca celebrará el mismo año de la pandemia de COVID-19. Pero sus sensaciones son lógicas ante un cierre en falso del curso escolar que empeora con un cambio de ciclo importante, como es el paso a la universidad o a una nueva etapa dentro del colegio.
Al igual que la desescalada, el curso escolar ha vivido sus propias fases a la inversa. La tercera ha traído consigo más libertades e incluso la apertura de algunos centros infantiles, pero también despedidas atípicas. De la vorágine y la adaptación forzosa, los jóvenes han pasado a la tristeza por culpa de un final a medias que hace difícil poner un broche.
“En mi colegio se han organizado muy mal. Terminamos más tarde de lo previsto las clases online y no han hecho ninguna videollamada conjunta para darnos ánimos ni despedirnos. Nos mandaron un correo con un discurso parecido a los de graduación y ya está”, cuenta Lucía, que está preparando la selectividad en Cádiz para mudarse a Sevilla el curso que viene. Si todo sale bien, estudiará Traducción e Interpretación.
“Me pone triste pensar que mi clase nunca volverá, que ha sido la primera vez que he sentido que este era mi sitio y ahora solo nos quedan recuerdos por WhatsApp y videollamadas con la cámara quitada”, piensa la joven. Echa en falta los viajes y las ceremonias porque, según ella, “no haber creado recuerdos de uno de los años más importantes de mi vida, con mis amigos y compañeros, me hace sentir como que bachillerato no ha llegado a acabar, como que no ha tenido sentido nada en este año”.
Para la psicóloga familiar y neuropsicóloga clínica, Violeta Alcocer, estos rituales son fundamentales para asimilar un cambio de etapa. “Es importante porque da sentido a todo lo que se ha vivido durante el curso, incluso durante muchos años en el caso de los que terminan el instituto”, desvela en conversación con este diario.
Lejos de menospreciarla, Alcocer compara esta carencia con “el duelo para los más mayores”. “En el caso más extremo, ante la muerte de un familiar, pero también con la despedida de un trabajo sin haber podido decir adiós a los excompañeros”, lo que puede generar “sentimientos de desesperanza y de pérdida de ilusión”. Sin embargo, la experta también asegura que en el caso de los adolescentes y preadolescentes será “una tristeza transitoria y reparadora si consiguen gestionarla con resiliencia”.
Lucía y sus compañeros no tendrán viaje a Italia, ceremonia de graduación, festejos ni viaje a Portugal con su círculo cercano, es decir, “el momento más esperado para celebrar que por fin somos libres y que se acabó el curso en el que nos hemos dejado la piel durante meses. Suena egoísta, ya que obviamente es más importante la COVID-19, pero también pienso en mí y en la mejor etapa de mi vida, y no sé ni cómo sentirme”, reconoce.
Para ella, selectividad es la única oportunidad de reencuentro y la espera con ilusión, pero hay otros casos en los que este desánimo puede influir en los resultados de los exámenes. “La tristeza puede afectar al rendimiento”, respalda Violeta Alcocer. “Va a depender de cada chaval y de si su motivación por lo académico está atravesada por los vínculos sociales”. Además, influye que “están en una edad con muchas dudas sobre su futuro, a nivel de socialización y de formación”, piensa.
Esto, por el contrario, no ocurre entre los más pequeños. Para ellos, un ritual de paso es beneficioso pero no imprescindible, según Alcocer. “Desde el punto de vista social no creo que les afecte, tienen una capacidad de adaptación enorme y me considero más optimista hacia los seres humanos pequeñitos”, confiesa la experta.
La brecha entre Infantil y Primaria
Este viernes era el último día de curso en la escuela infantil de Víctor, de cinco años. La profesora mandó hace unos días un correo a todos los padres y madres para que disfrazasen a los pequeños con atuendo veraniego y les reuniesen alrededor de una cámara para decirse adiós mutuamente. Tras tres intentos, Almudena se dio por vencida con su hijo: “Él se ha despedido mentalmente hace muchas semanas”, dice.
No es la primera vez que Víctor rehúye las videollamadas. Al comienzo del encierro, emulando lo que hacían ellos mismos con “las cañas con amigos o los encuentros por chat con familiares”, sus padres sentaron al pequeño con un par de niños de su edad. “Mi idea era que, aunque no interactuasen, tuviesen la sensación de jugar uno al lado del otro”, explica Almudena, pero esa idea no cuajó, y lo mismo ha ocurrido con el fin de curso virtual.
En su opinión, tiene mucho que ver con la edad y con el desafío que ha supuesto que mantuviese la atención en las clases online durante todo el confinamiento. Al mismo tiempo, no cree que lo vaya a echar en falta a la hora de socializar el curso que viene. No obstante, el caso de la Educación Primaria es distinto. Aitor Candalija, profesor de tercero en la Escuela Ideo de Madrid, piensa que “los niños necesitan cerrar una etapa siempre”.
“La metodología del colegio es activa. Si les haces protagonistas y partícipes, lo viven de una forma mucho más intensa”, explica el docente. En su clase, los niños de ocho años han cocinado, han jugado e incluso han hecho un cuestionario sobre lo que ha supuesto este curso atípico para ellos, “como habríamos hecho de forma presencial”, asegura. Pero también reconoce que, con solo tres años de diferencia, sus alumnos tienen una autonomía e iniciativa de las que carecen los de Infantil, algo que han trasladado a la ceremonia de despedida.
“Creo que los adultos nos agobiamos mucho más y les transmitimos esa presión a los niños”, piensa a título personal Candalija. Impresiones que recoge la doctora Violeta Alcocer, que entiende los miedos que han surgido con el confinamiento, pero duda de que “se vayan a reflejar en el desarrollo de los críos, ni neurológica ni socialmente”.
“El próximo curso va a ser una incógnita y no sé si habrá secuelas, pero lo que sí sé es que estos tres meses han sido para ellos como unas vacaciones largas”, tranquiliza la experta. En definitiva, como aplaude Almudena, “los niños viven en el presente, ni en el pasado ni en el futuro. Y esa es una forma mucho más sana de vivir que, por desgracia, no tenemos los adultos”.