Hoy salí a tirar la basura y me encontré con el arcoíris. No en el cielo —ha llovido y el sol mete fuerza para colarse entre las nubes, pero el cabrón viene perdiendo por agotamiento, y es su maldita primavera, for Christ sake. Estaba colgado con broches para ropa del balcón de un edificio.
Más bien: los arcoíris estaban en el edificio, porque eran dos. Un piso alto, cruzando la calle delante de los basureros comunitarios de nuestra calle. Les tomé una foto para poder verlos de cerca. Uno, en un fondo de cielo celestón y con dos nubes al pie en las que nacía y concluía el arco iris, decía “Quédate en casa, por favor” y “Juntos lo conseguiremos”. El otro, en papel blanco y plantado sobre nubes rosadas, algo como “Nosotros también nos quedamos en casa. Ánimo, esto pasará”. Debajo del arco, el segundo remataba: “Todo estará bien”.
Cuando di media vuelta para regresar a casa, vi un tercero. Más grande que los anteriores, más elaborado —las bandas de colores parecían ser de papel pegado con esmero de estudiante de 9 o 10— y con unas enormes letras negras pegadas con decisión que difundían el lema extraoficial de la pulseada humana contra el Virus de Mierda: “Unidos ganaremos”.
Bien, lindo. Genial. Ahora. en esos arcoíris tan amables e inocentes, tan candorosos y tiernos, yo podría embuchar una metáfora facilona, amorosa, de póster Pagsa. Algo como Aun en la oscuridad hay luz. (Awww.) O: En los peores momentos siempre habrá esperanza. (Sweetie!) O quizás Cuando saques fuera lo peor de ti, encontrarás que los demás siempre tienen algo bueno para dar. (Atento, Pagsa: hay crisis. Call me.) Da igual. Lo que queda es que tiré la basura y el arcoíris estaba frente a mí. (En serio, Pagsa: viene una crisis.)
En concreto: no sé si me entusiasmaron, pero sí me alegraron. Los pósters eran obra de niños, quizás con padres demasiado cansados de tenerlos dentro o verdaderos entusiastas, gente de bien, ocupada y preocupada por enviar un mensaje ¿de esperanza? en medio de la desazón. Como para no entenderlo. Estos son días muy malos en España. Récord de muertes, récord de enfermos. Una curva de transmisión que se eleva con una verticalidad pavorosa hasta dejar al país en peor situación que la ya envirosicada Italia. Aquí, en Igualada, donde estamos confinados con mi pareja y mi hija de dieciocho meses, son días todavía más asquerosos que la primavera lluviosa y otoñal que nos ha tocado. Los muertos son una goleada funesta y la ciudad, la primera confinada en España con su comarca, viste el nada honroso maillot amarillo de tener la tasa más elevada de fallecidos por habitantes de todo el país.
Así que, nada: arcoíris y alegría. Cortita, pero alegría. Un rato después, ya en casa y como no me podía sacar la sonrisa tontona de la cara, me puse a averiguar qué era lo que había visto. Los arcoíris vienen de Italia, la primera gran caída europea del Virus de Mierda. Un español los vio allí por internet o en un noticiero y empezó a encadenar mensajes por Whatsapp invitando a madres y padres a poner a sus hijos a hacer manualidades escolares sin escuela y con dedicación, que es algo que no sucede a menudo en la escuela. Y los padres aceptaron con esa —creo yo— astuta mezcla de solidaridad, espíritu comunitario y necesidad oportunidad de sacarse de encima a los críos por dos horas. Y fueron cientos o miles, parece. Los primeros arcoíris, dicen, aparecieron por Barcelona a mediados de marzo. Ahora están en todas partes. He visto algunos, incluso, en fotografías que vienen de Londres. No tardarán en ser replicados en Washington, Ciudad de México o Buenos Aires. El amor todo lo puede, ya saben.
Miren, a mí me está costando cada vez más mantener el caparazón cínico sin fisuras. El muy tonto se quiebra por nada. Sé las razones —la pequeña Mila, que me parte en casa, y el gran Matteo, a nueve mil kilómetros de distancia, que me quiebra por ausencia—, así que si mañana tienen planes de soltar globos multicolores o con forma de corazones con mensajes para las personas enfermas; si Christo se emborracha y pinta medio océano de fucsia; si resuenan flash mobs de Mahler y Haydn en los balcones; o si incluso aparecen insoportables unicornios rosados de My Little Pony montados por niñitas rubias Sarah Kay, pues, carajo, capaz que me emociono otro poco.
Quizás a ustedes les suceda lo mismo (aflojen, carcamanes, o no peguen tan duro), pero en estos tiempos, a medida que la coraza cínica deja ver el ser de luz que me habita y bailo canciones de The Carpenters vestido en lino blanco, los dos extremos de la existencia me tienen a los cachetazos. Niños y viejos.
Hoy supe de la muerte del padre de un conocido. Coronavirus. Un señor apenas por encima de los setenta y pocos, la edad de mi propio padre. Y he visto cómo cercanos y desconocidos anuncian por las redes que hoy o ayer o pasado el Virus de Mierda les arrebató un abuelo o un padre o un tío mayor. Son anuncios intempestivos para los que jamás estás preparado, porque, lo sabemos todos, esto no debía ocurrir. Pero es la que nos toca: una muerte que flota por todas partes y aterriza por sorpresa. Pasa. Viene el virus y se lleva a gente querida en días, como si alguien hubiera seleccionado sus números en una lotería negra. La naturaleza carece de razón o inteligencia pero a sus muertes igual les pondremos el vestido de lo macabro.
Pues eso: la pérdida de los viejos y la vitalidad de los niños se me están metiendo como agua por la grieta. Y si uno ata esos dos extremos —la vida que empieza, la que termina; la más simple infancia y la más compleja senectud— puede verse tentado a hallar la metaforita Pagsa del puente del arcoíris celestial, espiritualoso, medio religiosón. Que alguien —le suelen decir dios— los llamó. Que con él —también le suelen decir dios— han alcanzado la puta vida entera. O que hay algo etéreo, no escrito e inasible para nosotros que se llama camino de la vida, y en el que algo debe morir para que algo nuevo prospere.
Al puto quinto cielo con eso. Hay quienes hacen de esa idea una secta, una novela, un poema, un discurso o un perverso acto político. (Digresión. No me detendré en él, pero el vicegobernador de Texas dijo esta semana que él, abuelo de seis niños, gustoso moriría para que la economía de Estados Unidos no se dañe por la crisis del Virus de Mierda, pues la supervivencia de unos pocos viejos no podría hacerse a costa del sufrimiento de millones. Pero lo que esa carcasa humana decía en realidad era que a él no le importaría dejar morir a otros para salvar al país, God Bless America. Fin de la digresión.)
No pertenezco a esas cofradías. No estamos en guerra. No hay enemigo. Ni bando, ni solados aquí ni del otro lado. No hay razón divina para las muertes —no hay oración, rezo, credo ni milagro que detenga al puto bicho más que científicos doblando la espalda y clavando el culo en la ciencia hasta dar con cura o tratamiento. No. No está escrito que deban morir —y morirán— decenas de miles para controlar al virus. Tampoco lo mataremos a balazos; no debemos enviar a nadie al cadalso porque sí. No y no.
De manera que no, cuando vi esos arcoíris en las calles, esas pequeñas obras sencillas de los niños, no pensé que pudieran conectar, en un lado, la vida, y en el otro, la muerte, nuestro único absoluto.
Yo vi lo que debía ver: un muy necesario arcoíris Pagsa que no necesitaba de la redundancia de una metáfora meliflua. No vi un puente de esperanza, expectativa, militancia infantil. Vi a niños a quienes sus papás pidieron que hicieran algo, que enviaran un mensaje en el que ellos, con más seguridad, creían. Niños que obedecieron. Niños siendo adiestrados en ciertos valores, tengan o no un dios en la cúspide. Y está bien que así sea. Este collage que somos como sociedad, este engrudo, requiere también de actos de empalagamiento, pues a algunos los mantiene vivos en la creencia y a otros nos desarma un poco la caparazón. Por un rato.
Pues nada, y sepan disculpar: esto es personal, y es personal para mí y una gavilla que ha pasado por esto. Yo no he querido tener hijos por décadas, y al final soy el padre de dos gigantes que me mantienen en pie. Los extraño, cerca y lejos, cada día. Y tengo padres que se están poniendo cada día más viejos y a los que el Virus de Mierda les puede acertar con una puntería que ya desearía el más firme francotirador.
Que me contrate Pagsa: no sé por cuánto tiempo me durará la apertura en la coraza —oh ser de luz— pero quiero seguir viendo arcoíris. Tengo miedo.