Arqueología del desagüe: tesoros que el agua robó y nos devuelve siglos después

Hay pocos gestos tan universales como el de ver con impotencia cómo se pierde un anillo u otro objeto valioso por el desagüe. Gracias al trabajo de los arqueólogos, ahora sabemos que este pequeño drama doméstico se repite desde hace miles de años y que el agua arrebató a nuestros antepasados algunas de sus posesiones más preciadas. Muchas aparecen en el fondo de antiguas termas, en sistemas de conducción del agua o en el lecho de los ríos, a veces tan bien conservadas que se diría que acaban de escapar de las manos de su propietario.

“Encontrar un desagüe es encontrar un tesoro”, asegura el arqueólogo Alfredo G. Ruibal, investigador del Instituto de Ciencias del Patrimonio (Incipit-CSIC). En 2017, él y su equipo excavaron en los restos del Asilo de Santa Cristina, al lado del Hospital Clínico en Madrid, y encontraron algunos objetos que habían perdido las internas a principios del siglo XX. “Eran sobre todo objetos femeninos como cuentas de collar, pulseras y pendientes”, recuerda. “Y las perdían precisamente cuando se lavaban las manos o iban al baño: se les escapaban por el desagüe”.  

Julio Navarro Palazón, arqueólogo de la Escuela de Estudios Árabes (EEA-CSIC) con más de treinta años de experiencia examinando infraestructuras de transporte de agua, reconoce que son una fuente de hallazgos permanente. “Los mejores son los pozos negros”, asegura, “porque cuando se abandonan se dejan como están y quedan con todo tipo de material conservado”. “También es frecuente que en los desagües de termas o en las letrinas aparezcan agujas de pelo que portaban las mujeres”, apunta el arqueólogo de la Universidad de Sevilla, Jesús Acero Pérez. “Un caso documentado que conozco”, añade, “se localiza en unas letrinas de Mérida, en cuyo relleno de colmatación se recuperó una treintena de estas agujas”.

Las gemas de la suerte

Uno de los mejores ejemplos de esta memoria arrebatada por el agua son los recientes hallazgos del arqueólogo Frank Giecco y su equipo en el yacimiento de la localidad inglesa de Carlisle, unos antiguos baños romanos que estuvieron activos a finales de la época imperial, hace unos 1.800 años.

“Hemos encontrado una gran cantidad de objetos preciosos en el desagüe”, explica. Desde 2017, la campaña ha hecho florecer casi un millar de objetos del siglo III, una buena parte en el fondo de lo que fue una pileta. “Tenemos cerca de 200 cuentas de vidrio, más de 100 horquillas y muchas fichas de juego”, enumera. “Pero, sobre todo, decenas de pequeños intaglios, que son gemas talladas con distintos motivos que iban engastadas en los anillos”. 

Desde que hicieron el anuncio a principios de año, el catálogo se ha ampliado de 34 a 68 de estas pequeñas gemas, convirtiendo los baños de Carlisle en uno de los mayores yacimientos de este tipo de objetos en el Reino Unido. “Son muy bonitos y muy pequeños, tienen entre 2 y 8 milímetros”, explica Giecco a elDiario.es. “Solo los encuentras examinando el material con mucho cuidado y pasándolo por la criba dos veces”. Estas gemas fueron una “moda” muy extendida entre los romanos en la época imperial. Se han encontrado en tumbas, en lugares como Pompeya y Herculano, y en otros baños, como los de Caesarea, en Israel. Pero la particularidad de los hallados en este edificio, muy cerca del Muro de Adriano, es que pertenecieron en su mayoría a mujeres.

Cada anillo significaba algo para la persona, y la piedra tallada representaba a un dios o una deidad concretos

“Cada anillo significaba algo para la persona, y la piedra tallada representaba a un dios o una deidad concretos”, indica el arqueólogo. “No tienen motivos militares, como en otros lugares, sino que a menudo representan la Fortuna o a Eventus Bonus, y tenían que ver con la fertilidad de las cosechas, la bebida o la celebración en la vida”. Pero lo más interesante es que se perdieron mientras sus propietarias se bañaban. “Como usaban una base de pegamento vegetal, una vez que se mojaba el intaglio perdía su adherencia, se caían y los perdían”, confirma Giecco. 

Hoy sabemos que aquellas piedras significaban mucho para sus dueñas porque con frecuencia se trataba de objetos caros, tallados en amatista, jaspe o cuarzo rojo, aunque también hay algunas de materiales más baratos como pasta de cristal. Y quienes las llevaban conocían el riesgo de perderlas. “En los baños los romanos estaban muy preocupados por el robo de sus pertenencias si las dejaban en el vestuario o apoditerium; entraban totalmente desnudos en el agua y llevaban sus joyas asumiendo el riesgo”, explica el experto. “Sabemos que les preocupaban los robos porque se han encontrado inscripciones en las paredes de los baños con maldiciones para los ladrones”.

Recuerdos en el fondo del río

La escritora y exploradora británica Lara Maiklem también ha encontrado intaglios que representan a la Fortuna, además de fichas de juego, dados y decenas de horquillas de la época romana. Pero ella los halló en el lecho del río Támesis a su paso por Londres donde, cuando baja la marea, practica una afición que consiste en rastrear el fango en busca de objetos del pasado. “Casi cualquier objeto que encuentro tiene una historia especial”, explica la autora del libro Mudlarking, donde describe sus hallazgos. “Eres la primera persona que lo toca desde el tiempo en que se perdió”.

Maiklem recuerda con especial emoción el hallazgo del zapato de un niño, de hace 500 años, en el que la marca de su pie aún parecía fresca, o el día que encontró una espada hundida en el barro y la blandió en lo alto como si hubiera encontrado Excalibur. Ella no es arqueóloga, pero en su colección hay pipas, broches, botones y peines de todas las épocas. Por supuesto, todo el proceso requiere de permisos y los objetos de valor patrimonial se los quedan las autoridades para su conservación. No así lo objetos más cotidianos.

“Mi tesoro favorito son los alfileres, porque no hay nada más corriente que un alfiler”, escribe en su libro. “Cada vez que recojo uno pienso en las manos que lo habrán tocado, en el alfiletero de donde lo sacaron la mañana en que se perdió, en la ropa que sujetaba y en las conversaciones que se mantenían mientras alguien lo llevaba puesto”.

Arrojados al “olvido”

El Támesis es un lugar muy especial para preservar el pasado, no solo por las mareas, explica Maiklem. Los sucesivos habitantes de su rivera fueron construyendo muros de contención con la basura que pillaban. Ahora, al recuperar el terreno, el agua está escupiendo los pequeños tesoros que quedaron atrapados allí durante siglos. “Como bajo el lodo no llega oxígeno, si algo queda atrapado en el fondo aparece tan perfecto y brillante como el día que cayó”, asegura.

A veces los objetos tienen tanta carga personal, como los anillos con inscripciones de amor, que Maiklem los devuelve al agua, porque siente que está invadiendo la privacidad de alguien. “Este año he encontrado un anillo de una mujer que estaba tan harta de aquel amor que lo cortó para quitárselo”, comenta. “Irónicamente, la inscripción en el interior tiene la palabra ”ALWAIS“, que es como se escribía ‘siempre' en inglés”. 

Porque no todos los objetos que escupe el barro han sido “robados” por el agua, a veces fueron sus dueños los que los arrojaron al Támesis para hacerlos desaparecer. Es el caso de dos de las posesiones más valiosas de Maiklem. Se trata de dos tipos, una efe y una coma, de la famosa imprenta Doves.

“A finales del siglo XIX, un hombre llamado Thomas Cobden-Sanderson y su amigo, Emery Walker, querían crear la fuente más bella que jamás se hubiera creado”, relata Maiklem desde su casa en Londres. Durante un tiempo, solo dejó que la letra se usara en las grandes obras de la literatura, la Biblia, Shakespeare o Milton y cuando en 1906 ambos discutieron y cerraron la empresa, Cobden-Sanderson decidió que debía hacer desaparecer la tipografía para que nadie la usara con intenciones comerciales tras su muerte.

“Así que cada noche se metía unos cuantos tipos en el bolsillo y se subía al puente de Hammersmith asegurándose de que nadie le viera y los arrojaba al río”. Cobden-Sanderson arrojó miles de piezas al Támesis, pero décadas después el vertido de hormigón para reforzar el puente las sepultó y solo se han recuperado unas pocas, entre ellas las dos que encontró Maiklem.

“La historia de aquella tipografía es la historia de una obsesión, como lo es la búsqueda en el barro”, señala. “Porque hay que estar muy obsesionado para pasar seis horas agachado en el río buscando”. Una afición que solo se explica por la sensación adictiva que produce establecer un contacto tan directo con las personas del pasado. “Es muy emocionante”, concluye. “Estamos viajando hacia atrás en el tiempo y encontrando objetos como si acabaran de salir de las manos o los bolsillos de la gente”.

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