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Asfixiar al mosquito: el uso pionero de drones contra la malaria en Zanzíbar

EFE

Cheju (Tanzania) —

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El zumbido de decenas de miles de mosquitos anofeles puede sentirse en los arrozales de Cheju, área rural a las afueras de la capital de Zanzíbar y escenario de un novedoso proyecto piloto antimalaria: rociar estos campos utilizando drones para evitar que las millares de larvas se transformen en mosquitos.

Bajo la mirada curiosa de un puñado de agricultores locales, un dron gigante de la compañía china JDI sobrevoló los arrozales a modo de entrenamiento: primero tan solo fumigó agua, pero desde el 2 de noviembre deja caer un líquido viscoso capaz de asfixiar a las minúsculas larvas, y así y durante un mes entero.

“Creemos firmemente que prevenir la malaria es más inteligente que curarla. Prevenir la malaria matando al mosquito antes de que eche a volar”, resume a Efe Guido Welter, la mente pensante detrás de este proyecto cuya puesta en práctica lleva esperando 5 años.

“Aquí a Zanzíbar llegan todos los días vía ferri (desde otra parte de Tanzania) personas con el parásito (Plasmodium), pero si el anofeles no está, la enfermedad no se propaga”, continúa quien se define a sí mismo como un idealista hoy más cerca de alcanzar su sueño: erradicar una enfermedad que sufren más de 219 millones de personas en el mundo.

La dificultad de conseguir los permisos necesarios en países vecinos como Ruanda o Kenia -del Ministerio de Defensa, de la Autoridad Civil de Aviación o del Ministerio de Agricultura- hizo de la isla tanzana el emplazamiento idóneo para este microensayo; siendo bien acogido por el Programa de eliminación de la Malaria de Zanzíbar (Zamep), dependiente del Ministerio de Sanidad.

“Lo que estamos haciendo ahora es expandir nuestras alas en lo relativo al control de la natalidad del mosquito. Usar drones para tratar los cuerpos de agua donde se desarrollan estos insectos nos brinda una oportunidad hasta ahora inimaginable”, asegura desde la sede del Zamep Abdullah S. Ali, director de este ambicioso programa gubernamental.

Por el momento, Zanzíbar ha hecho los deberes y, pese a que en la última década ha logrado mantener la prevalencia de la malaria por debajo del 1 % -sobre todo gracias al reparto masivo de mosquiteras tratadas con insecticida y a la fumigación de interiores-, su erradicación continúa siendo una quimera.

“En 2018 tuvimos cinco fallecimientos (por malaria) en una población cercana a los 1,5 millones”, recuerda con cierto orgullo Ali desde este edificio estatal adornado con carteles descoloridos y en cuyo vestíbulo reposa, como olvidada por todos, una pequeña cama de madera sitiada por una mugrienta mosquitera. “Aunque un muerto no deja de ser un muerto”, cavila.

MOSQUITOS INTELIGENTES

Cuando un ser humano es infectado de malaria los parásitos causantes de esta enfermedad se multiplican en su cuerpo, los glóbulos rojos se vuelven pegajosos, la sangre no puede circular libremente ni llevar oxígeno a las células; el hígado colapsa y, si llegan a atravesar la barrera hematoencefálica, también el cerebro.

Las cifras hablan por sí solas de un enemigo que todavía se nos escapa en los albores de la noche. Pese a que la Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que entre 2000 y 2015 las muertes por malaria disminuyeron en un 60 % a nivel global, con 6,2 millones de vidas salvadas; al menos 435.000 personas murieron en 2017, el 93 % en África y más de la mitad niños menores de cinco años (266.000).

“Una de cada dos personas que jamás haya vivido en este planeta ha muerto de malaria”, detalla a Efe el entomólogo Bart Knols, especialista en enfermedades como el dengue y la malaria y quien, junto al científico keniano Richard Mukabana, se ha encargado de elegir qué producto rociar desde los drones, cómo rociarlo y cómo muestrear todo el proceso.

“Vemos resistencia por parte del mosquito no solo al insecticida sino también en términos de comportamiento. Antes solían volar dentro de casa y picar a las personas mientras dormían, pero son inteligentes. Debido al uso en gran escala de mosquiteras han comenzado a picar más temprano y al aire libre”, explica Knols sobre la urgente necesidad de adaptarse a este nuevo ambiente.

El experimento en Cheju comenzó rociando tres campos de arroz solo con agua, otros tres con 1 mililitro por metro cuadrado de Aquatain AMF y otros tres con 3 mililitros de ese mismo compuesto; y una muestra de los mosquitos que nazcan en cada uno de ellos será extraída mediante el uso de trampas. A partir de ahí, solo habrá que comparar resultados.

“El agente Aquatain AMF crea una película monomolecular que se extiende sobre la tierra irrigada e impide que las larvas respiren”, indica Knols, quien asegura que en sus orígenes se usó para evitar la evaporación de superficies acuíferas.

“No se trata de un químico tóxico, es respetuoso con el medio ambiente y en tres o cuatro semanas se degrada naturalmente y desaparece”, continúa por su parte Mukabana, profesor de la Universidad de Nairobi.

Un líquido de características muy específicas para el que el líder mundial en tecnología de drones DJI tuvo que fabricar casi desde cero dos aparatos únicos en el mundo: rediseñados a partir de su modelo Agras MG-1S, pero con nuevos algoritmos, capaces de resistir 10 litros de Aquatain y un peso total de más de 25 kilos.

“LA REINA DE LOS DRONES”

Con todas las piezas del puzzle sobre la mesa, la red global Flying Labs -que tiene como misión el uso de la robótica como fuente de bienestar social- puso a disposición de este proyecto pilotos tanzanos o de países vecinos como Kenia y Uganda capaces de manejar estos vehículos no tripulados.

Khadijah Abdulla Ali es la única mujer entre ellos y la primera en realizar ejercicios prácticos con el dron sobre los arrozales de Cheju. Por todos es conocida como “la Reina de los drones” debido a la experiencia adquirida en los últimos años en proyectos tan diversos como minería, disputa de tierras o respuesta de emergencia ante catástrofes.

“Como mujer usar drones es lo mejor que puedes hacer. En primer lugar porque es divertido y, en segundo lugar, porque es una vía profesional”, reitera a Efe orgullosa de su trayectoria, que hoy le ha conducido a la lucha contra la malaria. “Todo lo que los hombres pueden hacer, las mujeres también son capaces”, añade bajo un brillante pañuelo blanco que le tapa el cuello y la cabeza.

El cultivo de arroz es para muchos una cuestión de vida o muerte en Zanzíbar, donde según las estadísticas es el principal alimento básico de una población que consume unos 61 kilos por persona y año; lo que hace que incluso sea necesaria la importación de unas 57.000 toneladas anuales, según cifras oficiales.

Y junto a los arrozales parece inevitable la presencia de mosquitos hembra anofeles, dispuestas a depositar en estas zonas acuosas entre 50 y 200 huevos a lo largo de su cuasi efímera vida, complicando el control desde la raíz de una enfermedad que, hasta el momento, solo Zanzíbar se ha atrevido a atajar desde su origen.

“Todos los países africanos tienen mucho que aprender de lo que está sucediendo aquí, ya que el control de larvas no ocupa un lugar principal entre las herramientas prescritas (por la OMS) para controlar la malaria, aunque se trate de una etapa muy atractiva para hacerlo”, resume Mukabana, consciente de que tampoco se pueden abandonar otros hábitos como el uso de mosquiteras o repelente.

“La malaria no es una enfermedad tropical”, recuerda Knols, quien lleva en esta lucha más de tres décadas y la ha sufrido en sus carnes en nueve ocasiones.

“Había malaria en Siberia, Canadá, EEUU, pero ahora permanece en los trópicos. Más de cien países ya la han eliminado, ¿por qué no podríamos nosotros?”, se pregunta este eterno optimista preocupado, sin embargo, por la falta de fondos, los precarios sistemas sanitarios y el conflicto endémico en zonas con gran incidencia.

“¿Cómo vamos a controlar la malaria en el este del Congo, Sudán del Sur, la República Centroafricana o Chad?”, reflexiona, “si hablamos de erradicar la malaria de la faz del planeta; sí, será una tarea difícil y no nos queda otra que seguir aprendiendo”, musita descalzo sobre los escurridizos arrozales.

Patricia Martínez