El 9 de junio de 1973 Franco dejaba de ser presidente del Gobierno y entregaba el relevo a quien llevaba siendo su mano derecha desde hacía varias décadas. El almirante Luis Carrero Blanco se convertía en el sucesor político del dictador. El nuevo presidente tenía un mandato para el que se sentía plenamente capacitado: garantizar la continuidad de aquel régimen totalitario tras la muerte del tirano. Nada más jurar su cargo ante el todavía pero ya decrépito Jefe del Estado, Carrero se reunió durante 45 minutos con el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón, el hombre que estaba llamado a jugar el papel de marioneta en el franquismo sin Franco. El veterano marino tenía 69 años y estaba convencido de que el futuro de España pasaba por una monarquía de corte autoritario que él tutelaría como siempre había hecho, con mano de hierro. Aquel plan se vio frustrado siete meses después, cuando ETA acabó con su vida en Madrid.
¿Cómo habría sido aquel postfranquismo dirigido por Carrero? Es imposible saber la respuesta, pero repasando su carrera, su ideología y sus discursos podemos entender mejor por qué la figura del almirante suponía una seria preocupación para los sectores sociales y políticos que deseaban el regreso de la democracia a nuestro país. Una preocupación que también se respiraba en la mismísima Casa Blanca y que provocó dudas sobre la participación directa o indirecta de la CIA en el atentado que le eliminó de la ecuación.
La sublevación de una parte del Ejército contra la República sorprendió a Luis Carrero Blanco en Madrid. El entonces capitán de corbeta y profesor de la Escuela de Guerra Naval había coincidido con Franco en uno de los episodios de la guerra de Marruecos: el desembarco de Alcazarseguer, en abril de 1925. Posteriormente, a comienzos de los años 30, volvió a tratar con el futuro dictador mientras este ocupaba la Comandancia General de Baleares. A pesar de ello y de no comulgar con el régimen republicano, no hay constancia de que participara directamente en la sublevación. Aun así, tras el rápido fracaso del golpe en la capital, Carrero se refugió sucesivamente en las embajadas de México y Francia. En el verano de 1937 logró escapar a la zona controlada por los golpistas y se sumó a su ejército, combatiendo al mando de buques como el submarino General Sanjurjo o el crucero Canarias.
Tras la victoria franquista, de la mano de un destacado líder falangista, Carrero entró a formar parte del Consejo Nacional de la FET y de las JONS. El 12 de junio de 1940 España expresó su apoyo implícito a Hitler y Mussolini en la II Guerra Mundial, dejando de considerarse “neutral” y pasando a declararse estado “no beligerante”.
En noviembre de ese año, Carrero Blanco redactó para Franco el primero de una serie de informes sobre política internacional. En él, a diferencia de lo que han mantenido algunos historiadores e investigadores, Carrero no hizo una defensa a ultranza de la neutralidad de España en el conflicto. Tal y como destacan otros académicos como Antonio Téllez Molina, lo que hizo es aconsejar al dictador que retrasara su entrada en la guerra hasta que Berlín y Roma controlaran el Mediterráneo para así garantizar el abastecimiento de alimentos, materias primas y armamento: “En resumen —escribió Carrero— todo parece indicar que, antes de la caída del Canal de Suez, España no entrará en la guerra, pero que tan pronto como dicho Canal pase a poder de las potencias del Eje, cambiarán fundamentalmente los aspectos de la cuestión y cabe pensar en que V.E. decida nuestra intervención en el conflicto”.
Impresionado por sus informes, Franco nombró a Carrero Jefe del Estado Mayor y le incluyó en su círculo de confianza al otorgarle el cargo de subsecretario de la Presidencia. Ocupando ya ambos puestos, el cada vez más influyente militar continuó desgranando sus preferencias en los informes que entregaba al dictador. En ellos explicaba por qué nazis alemanes y fascistas italianos merecían todo el apoyo de nuestro país: “Porque el Eje lucha hoy contra todo lo que es el fondo anti-España”. Y esa “anti-España”, para Carrero, la representaban las democracias occidentales y la URSS: “Ha llegado a constituirse por una acción personal de Roosevelt, al servicio de las logias y de los judíos, es realmente el frente del poder judaico, donde alzan sus banderas todo el complejo de democracias, masonería, liberalismo, plutocracia y comunismo, que han sido las armas clásicas de que el Judaísmo se ha valido para provocar una situación de catástrofe que pudiera cristalizar en el derrumbamiento de la Civilización Cristiana”.
El odio visceral a los judíos del futuro almirante no solo quedó reflejado en informes como el anteriormente citado. En 1941 publicó el libro España y el mar en el que realizaba una auténtica oda antisemita: “España, paladín de la Fe de Cristo, está otra vez en pie contra el verdadero enemigo: el Judaísmo. Se trata de una fase más de la lucha que secularmente sacude al Mundo. Porque el Mundo, aunque no lo parezca, aunque en apariencia sus contiendas tengan su origen en causas muy distintas, vive una constante guerra de tipo esencialmente religioso. Es la lucha del Cristianismo contra el Judaísmo. Guerra a muerte, como tiene que ser la lucha del Bien contra el Mal, de la verdad contra la mentira, de la luz contra la oscuridad”.
El consejero de Franco empezó a ser consciente a finales de 1942 de que la guerra no iba como “su España” esperaba y deseaba. Siguió defendiendo el compromiso del régimen franquista con Hitler: “Es evidente que España tiene una decidida voluntad de intervención al lado del Eje, por cuanto este combate a nuestros enemigos naturales que son ese complejo de democracias, masonería, liberalismo, plutocracia y comunismo, armas con las que el poder judaico trata de aniquilar la Civilización Cristiana…”, pero ahora insistía especialmente en que “la situación actual” del país impedía una “intervención normal” en la contienda. Por lo que pudiera pasar en la contienda, aconsejaba a Franco que estuviera prevenido para endurecer todavía más la represión interna: “Cortando en seco cualquier intento de perturbación y disidencia a que los posibles vaivenes de la marcha de la guerra puedan dar pábulo”.
Las sucesivas derrotas de sus camaradas alemanes llevaron a Carrero a ir cambiando el tono y el fondo de sus informes. En 1944 ya no culpaba a los judíos ni a las democracias del conflicto bélico, sino a “la astucia soviética” y al “plan Lenin”. Aun así, seguía despreciando abiertamente el sistema democrático: “Utopía es, y enorme, el suponer que todos los hombres (y hasta las mujeres) de una nación están capacitados para exponer su opinión, en sufragio universal, sobre cómo debe gobernarse su país”. Viendo imposible el triunfo de Hitler, Carrero sugirió a Franco buscar un acuerdo con Estados Unidos y Gran Bretaña al que se pudiera incorporar la Alemania nazi. Un acuerdo basado en lo que llamó “Plan de hegemonía de la raza blanca”. Su apuesta era una “comunidad europea” para hacer frente al comunismo y repartirse áreas de influencia con EEUU. El objetivo, según él, debía ser que “los blancos civilicen cristianamente a los pueblos de su zona de influencia” y apelar a la “ayuda mutua de los blancos para combatir a la URSS y al Japón”.
La derrota alemana empujó al subsecretario a buscar la supervivencia de su dictadura congraciándose con Estados Unidos y Gran Bretaña: “De momento y con urgencia es el catolicismo y el anticomunismo lo que conviene esgrimir y a lo que hay que sacar todo el partido posible”, aconsejó a su “Caudillo”. Carrero sabía que el catolicismo les distanciaba del nazismo y el anticomunismo les alineaba con los Aliados: “Inglaterra y los EEUU nos necesitan para luchar contra el imperialismo ruso”. Entre 1945 y 1947 su lema fue “orden, unidad y aguantar”.
Ese cambio de estrategia era puro maquillaje. Carrero, como el resto de dirigentes del régimen, trató de proteger a los nazis que se habían refugiado en nuestro país. De los más de 700 alemanes cuya repatriación fue exigida por los Aliados, la España franquista entregó a poco más de 200. “La mayoría eran de segunda y tercera categoría”, aclaraba el periodista José María Irujo, que investigó a fondo el tema: “Los más importantes, en cambio, esto es, los de primera categoría, recibieron el apoyo de la policía española, de la Iglesia y de los altos cargos del gobierno de Franco”.
Carrero Blanco impidió la extradición de, al menos, tres de estos hombres: Alfred Menzell, Joaquim von Knobloch y Kurt Meyer. El consejero de Franco justificó así, ante el ministro de Asuntos Exteriores, la necesidad de salvar a uno de ellos: “Su inclusión en la lista debe ser un error de funcionarios y creo que procede en justicia rectificarlo, máxime cuando se trata de una persona que combatió por nosotros en nuestra guerra”. Carrero mantuvo buenas relaciones, durante décadas, con estos y otros nazis afincados en España como el célebre coronel de las Waffen-SS Otto Skorzeny.
Teniendo que guardar las formas ante las victoriosas democracias occidentales, Carrero recurrió a numerosos pseudónimos para trasladar sus opiniones más radicales en el diario Arriba o en Radio Nacional de España: Hispanus, Ginés de Buitrago, Juan Español y, el más célebre de todos, Juan de la Cosa. Bajo esas falsas identidades arremetió contra las naciones democráticas, los judíos e incluso cuestionó las condenas impuestas en Núremberg a los líderes nazis, tachándolas de “crimen” y de “venganza”.
En 1947 la Guerra Fría ya era una realidad y había terminado dando la razón al perspicaz marino. Estados Unidos y Gran Bretaña ya veían al dictador como un posible aliado frente al enemigo soviético y relegaron a un aspecto secundario la situación de opresión y represión que sufrían los españoles. Ese mismo año Carrero convenció a Franco para aprobar la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado que debía garantizar la continuidad del régimen más allá de la muerte de su creador. El futuro pasaba por una monarquía que perpetuara todos y cada uno de los principios del “Movimiento”.
Su peso político y su responsabilidad en los crímenes perpetrados por el régimen no pararon de crecer. El dictador le nombró vicepresidente del Gobierno en 1967. Desde ese momento y hasta el día de su muerte, pasando por su breve etapa como presidente, mantuvo su determinación de mantener inalterable el régimen dictatorial.
Así lo resumió en una intervención pública en 1968: “Que nadie, ni desde fuera ni desde dentro, abrigue la más mínima esperanza de poder alterar en ningún aspecto el sistema institucional porque, aunque el pueblo no lo toleraría nunca, quedan en último extremo las fuerzas armadas”. La teoría la llevó a la práctica con la durísima represión ejercida sobre los movimientos estudiantiles, obreros y nacionalistas que no paraban de crecer desde finales de los años 60. Una represión que se tradujo en decenas de muertes y en torturas y penas de prisión para centenares de hombres y mujeres.
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