El anciano avanza por la acera maldiciendo al perro. Es el dueño de un chihuahua o una rata nerviosa que no para de sacudirse y tironear la correa, contrariando al anciano, que quiere hacerlo orinar contra un arbolito enclenque.
El chihuahua o la rata al final acepta las órdenes, quizás nada más porque está acostumbrado a dejarse llevar después de intentar en vano cualquier independencia. Es más que probable que el método del anciano de combinar unos tirones feroces sobre la correa con unos gritos de padre y señor nuestro despierten una respuesta condicionada en su cerebro, así que al cabo de unos minutos el chihuahua o la rata olisquea la base del tronco, levanta la pata hecha con un grisín y orina tupido.
El anciano entonces le dedica unas palabras de amor mínimas, como para premiarlo. Ha de ser difícil ser el chihuahua o la rata del anciano. Al hombre se le nota el cansancio de las ocho o casi nueve décadas en el chasis pero todavía tiene una voz castrense de Odín con catarro. Todo el personaje remueve. Las manos del anciano asustarían a Ali —nudosas, anchas como tortas, dedos como morcillas— y la cara es un compendio de mensajes: cejas pobladas de pelos como flecos, arqueadas como dos flechas sobre unos ojos pequeños y sibilinos, hundidos en una cara que hace juego con el cuerpo —reseco, cuarteado. Arriesgo: ha de haber sido militar, policía, marinero, campesino del Penedès o defensor del Aleti.
El anciano y el chihuahua o la rata han llegado a un entendimiento y están por reiniciar la marcha. La mañana es fresca y deben llevar unos cuantos minutos de andadura porque no lo reconozco como vecino. En estos días del Virus de Mierda no hay muchos osados en las calles y quienes enfilan por las aceras parecen tener estudiada la circulación de potenciales amigos, enemigos y estornudadores.
O tal vez no del todo, porque apenas hacen unos pasos, cuando el anciano todavía intenta recoger la correa que aflojó para que el animal mee, el chihuahua o la rata la emprende con esos ladridos o chillidos propios de su especie, que rompen tanto los oídos como la paz mundial. Ha visto un enemigo.
El enemigo está al frente, a unos diez o quince metros, tiene tres años y es un rubiecito simpático que he visto antes en el parque adonde suelo —solía, Virus de Mierda— llevar a jugar a mi hija. Viene junto a su madre, que va un par de pasos detrás, algo distraída con los ojos dentro de las profundidades abisales de su cartera.
Entonces, el colapso. El chihuahua o la rata está histérico, saltando con todo lo que tiene por cuerpo jalando la correa del anciano, y el niño —lo sabemos ahora—, también: ha roto a llorar, asustado por ese demonio cuadrúpedo encapsulado. Los gritos convocan entonces la atención del anciano y de la madre, que se ojean primero uno a otro y luego bajan la mirada a los respectivos némesis de sus amores. La madre, al chihuahua o la rata; el anciano, al niño.
He aquí un momento Sergio Leone. El anciano se detiene, en seco, firme, y no deja de mirar al niño y a la madre alternativamente. La mirada de ojitos pillos o maléficos se tuerce y el viejo ordena a su bestia que calle, maldito perro, calla de una vez. El chihuahua o la rata no hace ni medio caso y sigue desatado tirando de la correa como esos borrachos que buscan pelea a los gritos mientras se aferran a sus amigos para que nos los suelten. La mamá no parece entender mucho. Mira al hombre y mira al chihuahua o la rata y mira a su hijo, y le dice, con calma, que ya, que es sólo un perrito —es demasiado bondadosa con el can roedor—, que ya se irá. Entonces mira al viejo, como dándole la clave: ya se irá significa váyase, siga, tiene vía libre.
Pero el anciano no mueve un dedo. Sigue firme jalando la correa del chihuahua o la rata, que también se mantiene en lo suyo, vociferante y tarado. Entonces entiendo el fondo de la situación. El anciano ha definido el momento como un enfrentamiento generacional: él versus el niño, un anciano en salida de la vida, y un niñato que, cree él, en estos días de Virus de Mierda puede ser su ticket al infierno.
Podría decir que es el llanto asustado del pequeño que no cesa, pero en realidad es la rigidez del anciano, que ha fijado definitivamente la mirada en el crío, lo que acaba por sacar a la madre del sopor. La mujer nota que el anciano no se moverá hasta que ella saque a su hijo del camino. La acera es grande y ambos podrían pasar con dos o tres metros de diferencia entre unos y otros y aun están lejos, a los mismos diez o quince metros del inicio, pero ese catastro de distancia segura no satisface al anciano —ni al chihuahua o la rata.
Así que mamá salvará la situación: toma al pequeño en sus brazos, sonríe al anciano como si nada pasara y regresa sobre sus pasos. El niño pronto se calma al ver que el chihuahua o la rata quedan cada vez más lejos. El anciano sigue sin moverse, quizás convencido de que el llanto del niño ha dejado el aire impregnado del asqueroso bicho mortal.
Cuando la mamá dobla la esquina y se pierde de vista, recién entonces el anciano reinicia la marcha. No suelta el gesto, que sigue torvo, como si hubiera desactivado una amoralidad. El chihuahua o la rata tarda algo más en dejar de chillar.
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