El cementerio de El Pardo, en Mingorrubio, está al final de una calle sin salida. Algunos ciclistas llegan este fin de semana hasta allí y pegan la vuelta para seguir con su entrenamiento ajenos al despliegue policial; otros frenan a mirar. Por momentos coinciden en la entrada 9 agentes, que superan a las personas que se reúnen dentro para “rezar por Franco”: un matrimonio, un hombre y dos jóvenes de 20 y 23 años en uno de los momentos más concurridos. Los restos del dictador fueron inhumados en el panteón de la familia el jueves y desde entonces las visitas acuden a cuentagotas.
Llegan de a dos, de tres, y algunos han aprovechado el sábado para venir en familia. Atraviesan las rejas de entrada y encaran para el panteón, el más grande del cementerio, el que tiene arreglos florales rojos y amarillos con la inscripción “arriba España”. No pueden traspasar los cinco escalones ni ingresar ni hacer fotos; solo intentar ver desde afuera y a través de los cristales. Este sábado, sobre las 11 de la mañana, son cinco y entonan el Cara al sol. “Francisco Franco, presente”, exclaman. “José Antonio Primo de Rivera, presente”.
“[El Gobierno] ha montado un espectáculo dando una imagen de soledad, cuando [Franco] no está solo”, defiende una mujer del grupo, que no quiere identificarse. El jueves entre 200 y 300 personas se reunieron allí para asistir al traslado de los restos del dictador y los días siguientes apenas han llegado franquistas. “Esto no nos ha gustado a nadie, la izquierda también está desconforme así que algo de dignidad hemos transmitido”, agrega la mujer, que ha aprovechado también para visitar la tumba de su abuelo –“estará contento de que le hayan traído al Caudillo”–.
La cruz debajo de la que ahora yacen los restos de Francisco Franco es menos ostentosa que la estructura de 150 metros que anuncia desde la carretera el Valle de los Caídos, donde el dictador estuvo enterrado casi 45 años junto a sus víctimas en la mayor fosa común de España. Es una cruz delgada, de hierro. Tan poco llamativa que dos jóvenes que han acudido a conocer el panteón salen del cementerio sin encontrarlo. El día de la inhumación no pudieron venir “porque el Caudillo es importante, pero los exámenes más”. Otro día volverán, dicen.
También pasan por delante sin verlo muchos vecinos que se acercan a visitar las tumbas de sus familiares enterrados allí o a prepararlas para el Día de Todos los Santos. Avanzan sin girar la cabeza, algunos molestos por haber tenido que presentar una identificación en la entrada. Dicen que es “surrealista”, que a ver si los “van a fichar”, que “esto en democracia no se entiende”. Algunos incluso se quedan afuera por no tener consigo sus documentos. “Qué te voy a decir, querido, vengo a ver a mi marido y a nadie más. Con lo que me duelen las lumbares”, se queja una mujer a la que deniegan el acceso. “Este numerito dura un mes”, opina otra, ya dentro.
Por ahora, a dos días de la inhumación, el dispositivo policial se mantiene activo con agentes en la entrada del cementerio y junto al panteón y los medios continúan transmitiendo en directo. Llegan curiosos, como dos estudiantes que vienen “de excursión” y han visitado las tumbas de Franco, de Luis Carrero Blanco y de José Calvo Sotelo --“es historia, al fin y al cabo”--. Y también franquistas confesos.
Lupe Cosme viene en familia, con su marido y su prima, desde Badajoz. Ya había estado en El Pardo para el entierro de Carmen Polo, la esposa de Franco. Está enojada: “Culpo al Gobierno, pero sobre todo a la Iglesia, que no lo tendría que haber permitido”. Y también a la prensa: “¡No decís nada bueno de Franco!”. Agradece, sin embargo, la atención: “Habéis conseguido que gente joven lo conozca”.
“Hizo cosas malas, pero también buenas”, defiende uno de esos jóvenes. Tiene 23 años, va vestido con traje, corbata y pañuelo en el bolsillo del saco, y asegura que fue “el ataque” de los medios contra el dictador lo que lo atrajo a la figura de Franco cuando era pequeño. No pudo estar el día de la inhumación --“porque la gente normalmente trabaja”—y ahora reza una oración que lee desde su móvil y se molesta con la policía por interrumpirlo e impedirle acercarse más al panteón. Habla convencido, rosario en mano: “Lo de los fusilamientos habría que estudiarlo porque hay mucha leyenda negra”.
Para Luis Salas, de 78 años, no hay leyendas. Vivió en dictadura y lo de antes se lo contó su madre. Es de Alcalá de Henares y llega con un solo propósito: “Vine a decirle asesino”. “Que me devuelvan a mi primo, que fue fusilado”, reclama. Ha esperado mucho tiempo para ello. Hace años, quiso ir al Valle de los Caídos a hacerlo, pero como le cobraban dinero no accedió. Ahora, tampoco podrá entrar porque a las 17.00 horas el acceso al cementerio ya está cerrado. No tiene prisa, volverá otro día.