Por qué la COVID persistente no es una extensión de los síntomas de la infección
Los médicos siguen observando atónitos las consecuencias que provoca en el cuerpo pasar la infección por SARS-CoV-2, incluso si es leve o asintomática. Aunque todavía hay mucho por conocer, los estudios científicos apuntan a que la llamada COVID persistente no es solo una prolongación de los síntomas de la infección (cefalea o mialgias), sino un abanico amplísimo de nuevas afecciones multisistémicas y multiorgánicas. Una especie de nueva enfermedad crónica después de la infección con afectaciones neurológicas, psicológicas, cardiovasculares, digestivas, oftamológicas... y así hasta 201 identificadas por la Sociedad Española de Médicos de Familia (SEMG).
“Encontramos síntomas, como las palpitaciones, que son frecuentes y no tienen que ver con la infección aguda. Esta ya la conocemos, sabemos cómo tratarla, incluso también las secuelas de la COVID-19 grave como las fibrosis. El problema de la COVID persistente es que todavía no tenemos claro cómo diagnosticarla, ni cómo tratarla ni cuánto va a durar”, explica David González Calle, cardiólogo en el hospital universitario de Salamanca y responsable de una de las primeras consultas para tratar long covid de España. El diagnóstico, asegura, sigue haciéndose “por descarte”.
Las afectaciones que provoca la COVID persistente no se ven normalmente en las pruebas. Hay disnea o palpitaciones pero no se aprecia nada en el electrocardiograma que indique infarto o trombo. “Estamos ante una enfermedad que no podemos demostrar con pruebas convencionales porque se trata de una alteración no conocida que produce patología”, señala la doctora Pilar Rodríguez Ledo, vicepresidenta de la SEMG. “Las hacemos para descartar otras cosas, mandamos muchísimas y eso sobrecarga el sistema”, cuenta Ilduara Pintos, médica del servicio de Medicina Interna del hospital Puerta de Hierro, que subraya la “ansiedad” con la que llegan los pacientes a su consulta. No parece que tengan nada, pero no se encuentran bien.
"Independientemente de la infección en la fase aguda, se produce una persistencia de la alteración en el organismo, pero eso no quiere decir que sea la misma afectación"
Aunque en algunas analíticas, prosigue Pintos, se puede ver que personas sin colesterol o tensión alta ahora la tienen. O aquellas que tenían el nivel controlado con un fármaco “ahora necesitan dos”. Desde el principio de la pandemia se confirmó que el SARS-CoV-2 podía dañar el corazón en los casos graves durante al infección con trombos, inflamación o insuficiencia. Ahora un macroestudio publicado por la revista Nature revela que también tras la infección hay más peligro cardiovascular.
Los datos se han extraído a través del seguimiento durante un año de 150.000 veteranos estadounidenses que habían pasado la COVID-19 junto a 11 millones más que no, como grupos de control, y han sorprendido por su contundencia a los cardiólogos. Por ejemplo, el riesgo de fallo cardiaco es un 72% mayor en los positivos frente a los que nunca estuvieron infectados. Crece en todos los grupos de edad y sexos. Independientemente de las patologías previas y también en casos en los que no se pasó la infección con gravedad, aunque aumenta en este perfil el peligro de afectación.
Hay que tener en cuenta que cuando se hizo el estudio la mayoría de personas no estaban vacunadas, pero en todo caso la investigación abre la puerta puerta a considerar la COVID-19 como un factor de riesgo en sí misma. “Es una clara evidencia del daño cardiovascular a largo plazo. Cosas similares podrían estar pasando en el cerebro y en otros órganos, lo que daría lugar a síntomas característicos de la long Covid, incluida la niebla mental”, aseguró a Science el autor principal Ziyad Al-Aly, epidemiólogo de la Universidad de Washington en St. Louis.
Para Rodríguez Ledo, todo forma parte de lo mismo: “La COVID persistente no es tanto de síntomas sino de la enfermedad porque en el organismo se producen una serie de respuestas a la infección aguda que se mantienen en el cuerpo y esa respuesta es la responsable de las complicaciones”. “Independientemente de la infección en la fase aguda, se produce una persistencia de la alteración en tu organismo, pero eso no quiere decir que sea la misma afectación”, añade.
De la lista de 201 síntomas que maneja la SEMG, los más frecuentes son la astenia (95,9%), la cefalea o dolor de cabeza (86,5%), las mialgias o dolores musculares (82,8%), la disnea (79,3%) y la diarrea (70,8%). También picor en los ojos (56,8%), caída de pelo (56,2%), la aparición de hematomas sin darnos golpes (38,4%). Hay uno muy destacado por su prevalencia que tiene poco que ver con el proceso agudo de infección: el bajo estado de ánimo se repite en el 86,2% de los casos.
“No podemos achacar que el virus sea la causa, más bien que el estado de ánimo sea consecuencia de la no posibilidad de retornar a la normalidad. Esta es la hipótesis más razonable”, apunta Rodríguez Ledo. La doctora Pintos ve a muchos pacientes con afectaciones psicológicas y constata los pocos recursos para atenderlos. “Tenemos esperas de ocho meses, solo me cogen a los más graves, a los que tienen conductas autolíticas”, lamenta.
La etiología, la gran incógnita
El gran agujero de conocimiento está en la etiología, es decir, las causas. Cómo se puede explicar que el virus cause esta panoplia variadísima de síntomas, más allá de las secuelas físicas de las personas a las que las personas les ha derivado en enfermedad grave. “En la patogenia nos queda mucho por investigar. Hay un daño agudo durante la enfermedad que puede producir, por ejemplo, necrosis en los pulmones y eso deriva en una disnea con fibrosis. Hasta aquí tiene sentido, pero hay otros síntomas que no pueden explicarse de esta manera”, contaba el médico internista Miguel Marcos en este podcast de la Sociedad Española de Cardiología.
Hay tres hipótesis sobre la mesa. La primera es la persistencia del virus en el organismo, una hipótesis “atractiva”, según Marcos, porque si se demuestra replicación “permitiría un tratamiento”. Ya hay algunos estudios que han podido localizar virus “acantonado, entero o fraccionado” que sigue prolongando la infección, como en el tubo digestivo o el nervio olfatorio, aporta Rodríguez Ledo. O sea, remanentes de virus en diferentes tejidos del cuerpo.
La segunda teoría es el desencadenamiento de una “tormenta inflamatoria” debido a la infección, y una tercera, la existencia de autoanticuerpos, que “perturban la función inmune” de las proteínas a las que atacan “y deterioran el control” del virus. La médica Pinto lo explica así: “Si hay un tigre, nuestro cuerpo se activa: aumenta la frecuencia cardiaca y la respiratoria, los músculos se tensan... y el sistema lo apagamos cuando el peligro desaparece. El coronavirus puso en marcha esa activación pero el cuerpo sigue estando en alerta meses después. Eso hace que los pacientes sientan una activación excesiva, incluso sensación de ansiedad”.
Esta vía de la inmunidad, dice González Calle, explica que muchas mujeres jóvenes acaben con cuatros heterogéneos. “Respondieron bien ante el virus y eso fue beneficioso en algún momento, pero la activación duradera del sistema inmune provoca esos síntomas”. Todas las médicas consultadas coinciden en que el perfil más habitual son mujeres de entre 40 y 55 años que no precisaron ingreso cuando pasaron la infección. Por otro lado, hay algunas investigaciones que vinculan un mayor riesgo de COVID persistente con la composición de microbioma intestinal.
Los casos de la sexta ola, por llegar
Los estudiosos de esta nueva enfermedad crónica están expectantes sobre cómo repercutirá la sexta ola en la prevalencia de la COVID persistente. Hasta ahora afecta en torno al 10% de los infectados. “La mayor parte de pacientes son de la primera ola y han llegado a la consulta tras muchos meses de síntomas. Ahora tenemos menos nuevos, pero no sé si es que son menos realmente o ya lo puede manejar mejor Atención Primaria y se deriva en menor medida”, aduce Pintos, que asegura que tiene más pacientes con long COVID que “con secuelas” tras un COVID grave.
Los de la sexta ola, agrega Rodríguez Ledo, “todavía no han llegado porque se define como la incapacidad de volver a la normalidad tres meses después de la infección, pero va a ser definitivo para ver qué pasa y cómo puede comprometer el sistema”. Hay una esperanza de que las cargas virales vayan siendo más bajas y las respuestas inmunológicas menos alteradas, dice la médica, pero habrá que esperar. “Si la prevalencia es la misma con tantísimos contagios, vamos a vernos ante un problema”, zanja.
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