La mujer ya debe doblar los ochenta. Es baja, la espalda va curva. No diría que camina: más bien lanza los pies adelante para ver si se mueven y la llevan con ellos.
La mujer está en el patio interior de una comunidad. Circunvala la piscina cubierta por un protector plástico. Lleva veinte minutos de giros. Cada vuelta le toma sesenta segundos. Ha caminado hasta aplanar un poco el pasto, largo por la ausencia de los jardineros. Viste un pantalón oscuro, el pecho cubierto por un sweater grueso y una bufanda; zapatillas de suela mullida.
La mujer no levanta demasiado la cabeza. De cuando en cuando la atrae un sonido —una puerta que cierra estentórea, el bramido de un auto apurado en la calle, un niño que llora a la distancia. Pero sobre todo, creo yo, el graznido del cuervo africano que se ha adueñado del patio. Es un pájaro magnífico; negro y blanco, como si vistiese un frac de plumas, no cabe en la mano. Tiene la mirada lista de sus primos negros y la elegancia de cóctel que en los otros es mortuoria. La mujer se detiene en alguna ocasión para atender al cuervo; lo observa hasta que la bestia calla o vuela, como si entre los dos hubiera una batalla vieja.
Pronto reemprende la marcha, otra vez lanzando los pies adelante, dejando que la guíen adonde pueden con esa independencia que adquieren después de cierta edad. Lo más curioso en ella es su capacidad para volver al centro de todo: no hay mayor ocupación para la mujer que el paseo. En estos días veo a los ancianos con otros ojos. A menudo, mi mirada de los viejos es finalista: les descuento las horas, me pregunto qué habrán sido y, sobre todo, qué les queda esperar. No veo nunca en sus ojos expectativa: todo eso queda detrás.
Pero ahora no. No tengo certeza alguna de que el Virus de Mierda haya cambiado la manera en que los viejos se dan con el mundo. El bicho les ha puesto en su lista negra, los primeros a quienes disparar, pero a los ancianos con los que he conversado no parece haberles cambiado el tono. Como si todos supieran que el bicho nada más será capaz de adelantar el minutero de una hora ya cercana.
Pero yo quiero creer que es distinto. Que la mujer que camina por el patio alrededor de la piscina —una anciana lánguida, tal vez cansada de ayer o de siempre— ahora mira el siguiente paso delante de ella con una perspectiva distinta. Como si cada paso contase, como si hubiera adquirido un significado que había sido abandonado. No por la certeza de que la muerte vaya a venir por ella, sino porque la posibilidad de la muerte le ha metido más vida en las venas.
El cuervo africano ha vuelto a graznar, y la mujer se detiene por otro instante. Está en el techo firme de un ligustro. El pájaro parece notarla. Por un instante detiene el graznido y se acomoda, en dos saltitos, como si quisiera observarla. Ahora los dos guardan silencio; el pájaro inerme, la mujer con la mirada torva, buscando entender qué es o qué hace esa ave allí. Un segundo después, el cuervo vuela otra vez. La mujer le sigue con la mirada hasta que se pierde entre los árboles. Se queda un instante allí, con la mirada sostenida en el aire, como si viera el cuervo llevarse con él una de sus memorias.
Luego regresa a echar a andar los pies, los ojos otra vez sobre el suelo verde. Esa es la mirada de los buenos caminadores, me digo mientras la veo marchar. Recuperen las fotos de Robert Walser o alguna imagen de Wittgenstein. Rousseau creía que uno debía caminar solo. Igual, creo, Thoreau. Uno no debe distraerse cuando anda, porque en esos pasos la conversación es con nuestra propia vida. Tal vez por eso el pensador jamás mira demasiado alto: clava los ojos en el vacío delante de los pasos. Aun así, rara vez tropieza. Quizás sea la prueba de que el camino, que jamás está escrito, se revela a quien dialoga con él.
El cuervo ya no vuelve. La mujer concluye al fin su rutina.
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