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Una denuncia por agresión sexual a un menor cada tres horas en España: la punta del iceberg de una violencia silenciada

Marta Borraz / Ana Ordaz

Atrapada en ese rincón en el que habitan las cosas en las que no queremos pensar. Que horrorizan, que siguen provocando vergüenza y rechazo, que cuestionan pilares sociales, cosas que hablan de culpa, de secreto y de estigma. La del abuso sexual infantil sigue siendo una realidad oculta y silenciada que afecta a niñas, niños, con más o menos recursos, en unas zonas geográficas o en otras. No son casos aislados, pero apenas conocemos la prevalencia real de un tipo de violencia que los estudios disponibles aprecian más generalizada de lo que habitualmente se estima. Los datos, de hecho, son la punta del iceberg.



Hace unas semanas, el Ministerio del Interior publicó un informe sobre delitos sexuales en el que, por primera vez, los tipos penales aparecen desglosados. El estudio concluye que en 2017 se presentaron un total de 3.041 denuncias por agresión y abuso sexual, con o sin penetración, contra menores de edad –aunque el consentimiento se sitúa por ley en los 16 años, la estadística engloba a denunciantes hasta los 17–.

Es decir, algo más de ocho denuncias cada día y una denuncia cada aproximadamente tres horas. Eso, dejando de lado el resto de delitos sexuales infantiles como exhibicionismo, corrupción o pornografía de menores por presentar características diferentes. El delito más denunciado es el de abuso sexual, con 2.086 denuncias, que según el Código Penal actual no implica violencia ni intimidación.

Aun así, todas las expertas y estudios coinciden en afirmar que las denuncias se corresponden solo con una pequeña parte de la realidad. Los informes disponibles permiten concluir que entre el 10 y el 20% de la población en España ha sufrido este tipo de violencia –uno de cada cinco niños y niñas, cuantificó el Consejo de Europa en 2010– y que, al mismo tiempo, se denuncian menos de un 15% de los casos, según el estudio Ojos que no quieren ver, de Save the Children, que ha puesto en marcha la campaña #Rompoelsilencio. Aunque en los últimos años se ha roto el silencio respecto a los abusos en el seno de la Iglesia Católica, son varios los ámbitos en los que suelen darse. De acuerdo con la literatura científica disponible, la mayoría son perpetrados por personas conocidas del entorno del menor: en la familia, en el colegio, en el deporte o en otras actividades de ocio.

“Al final no le dije nada a nadie. Aprendí a olvidarlo como si no hubiera pasado nada. Lo borraba. Me hacía el dormido y como si no hubiera pasado nada”. Joan tenía diez años cuando David, su tutor legal dedicado profesionalmente a la acogida de menores tutelados por la Administración, le puso una película porno y le invitó a que se masturbara. Esa misma noche empezaron los abusos y las fotos, que no acabaron hasta que cumplió los 19. David fue padre de acogida de otros tantos niños, pero todos guardaron silencio durante años, según recoge el informe de Save the Children.

La infradenuncia de este tipo de delito, explica el catedrático de Derecho Penal de la Universidad Oberta de Catalunya (UOC) Josep María Tamarit, “no debe sorprendernos porque hay muchas más razones para no denunciar que para denunciar”. El experto asegura que, para que un caso sea denunciado o conocido, es necesario que atraviese numerosos filtros personales y sociales: que los hechos sean reconocidos por el propio niño o niña, que venza la mezcla de sentimientos que provocan los hechos, que cuente con el apoyo del entorno y que haya confianza en el propio sistema de justicia, algo que no suele darse.

“Eso sí, los esfuerzos están teniendo resultados y está aumentando el número de denuncias. No obstante, aún queda muchísimo por hacer”, explica Tamarit. Aunque el silencio parece estar resquebrajándose muy poco a poco, lo cierto es que el número de denuncias sí aumenta año tras año. Según el informe hecho público por Interior, las denuncias por delitos sexuales –la evolución no aparece desglosada por tipo penal– han aumentado un 42% desde 2012. 



Los abusadores de niños y niñas apenas utilizan la violencia física para someterles. No lo necesitan. De hecho, este tipo de delito suele tipificarse como abuso sexual y no agresión sexual al considerar los tribunales que no media la violencia ni la intimidación. Al igual que ocurre con los adultos, el Código Penal diferencia entre estos dos delitos aunque actualmente la Comisión de Delitos Sexuales del Ministerio del Interior trabaja en una posible reforma para terminar con esta distinción. Frente a la fuerza física, los abusadores suelen utilizar otro tipo de estrategias: manipulación emocional, chantaje, culpabilización, abuso de confianza y amenazas.

En cuanto al género de los menores que aparecen como víctimas, una mayor parte de las denuncias son interpuestas por violencia contra niñas hasta llegar a porcentajes del 79% en el caso de abuso sexual o del 89% en el caso de agresión. Aunque hay consenso en que las menores sufren una mayor prevalencia de la violencia sexual en la infancia, aún no se ha investigado lo suficiente al respecto, así que las expertas prefieren no arrojar datos concluyentes. Sobre el agresor sí se tiene constancia de que en la mayor parte de ocasiones es un hombre. De acuerdo con los datos publicados por Interior, más del 90% de responsables lo son.



Una telaraña de silencio

Noemí Pereda, licenciada en psicología, especializada en abusos sexuales a la infancia y profesora de Victimología en la Universidad de Barcelona (UB) detalla el modus operandi con el que suelen actuar los agresores, que suelen ser figuras de referencia y autoridad con las que el menor establece un vínculo emocional: “No es un monstruo como suele ser representado, puede mantener un rol aparentemente normal, pero utiliza la manipulación. Están abusando de ellos y al mismo tiempo están intentando generar complicidad, les están diciendo que 'es un juego o un secreto' entre ellos y que les quieren mucho”. 

De hecho, que el agresor sea alguien de su entorno que ha desplegado su afecto y protección sobre el niño o niña fija las bases idóneas para que el secreto se imponga, que además el propio agresor aplica de manera activa. Un pacto de silencio que conduce a que la mayoría de víctimas nunca hablen y, las que sí, suelan hacerlo en la adolescencia y la edad adulta.

Esto ocurre porque, según las expertas, el menor utiliza un mecanismo llamado de disociación que “lo que le permite es sobrevivir en un entorno en el que está su agresor que, a la vez que abusa de él, le está haciendo regalos”, argumenta Pereda. Por ello, el niño no es capaz de asumir esta realidad y “desconecta los sentimientos vinculados al abuso, como si eso no ocurriera”. Es cuando son más mayores, cuando de repente les atraviesa toda la experiencia vivida, que “no está olvidada, sino reservada hasta que la víctima pueda afrontarla”, describe la psicóloga.

Junto a ello, las víctimas suelen experimentar, en el momento de los hechos y con el paso de los años, un fuerte sentimiento de culpa y de vergüenza por lo ocurrido. Influye en ello, alude el estudio de Save the Children, la forma en que es frecuente que se den los abusos, como una progresión “que desarma al niño o niña que pudo no hablar en un primer momento porque no supo reconocer lo que estaba pasando, y se calla más tarde por la culpa y la vergüenza de no haber sabido reaccionar y por el convencimiento, azuzado por el propio abusador, de que los responsables de lo que está pasando son ellas o ellos mismos”.

Sumado a este silencio impuesto por el propio agresor y la naturaleza del hecho, los menores conviven con un silencio social y estructural. “Fallamos en todo, a la hora de prevenir, detectar y reparar el daño de las víctimas. Los abusos y la violencia contra la infancia nunca han sido una prioridad para el Estado” cuenta Carmela del Moral, analista jurídico de Save the Children. El informe Ojos que no quieren ver, de hecho, incide en ello y pone sobre la mesa la ausencia de medidas en colegios y otros espacios frecuentados por niños y niñas. No ser consciente de que los abusos pueden darse “lleva a que ni el ámbito educativo ni la familia les enseñe estrategias necesarias, eficaces y realistas”, concluye. Abrir los ojos ante la violencia es el primer paso para que empecemos a ver más allá de la punta del iceberg.

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