La destrucción de la naturaleza estalla en la cara a los humanos de formas inesperadas

La desaparición casi radical de murciélagos obligó a los agricultores de Nueva Inglaterra (EEUU) a utilizar un 30% más de insecticidas para contener las plagas en sus cultivos. Al mismo tiempo, la mortalidad infantil por enfermedades y dificultades al nacer en las mismas zonas creció un 8%, según ha constatado un reciente investigación publicada en Science. Los autores conectan el aumento de muertes al mayor uso de productos químicos probadamente peligrosos para fetos y niños.

Es el último ejemplo, de muchos, en los que la destrucción de la naturaleza se revuelve contra los seres humanos. Quizá una de las más sorprendentes –“se me desencajó la mandíbula” analiza uno de los expertos consultados por Science–, pero no la única.

Aunque los científicos de la ONU avisan de que hasta un millón de especies silvestres “afrontan la extinción”, la alerta pasa bajo el radar. Algunos científicos no dudan en llamarlo la sexta extinción masiva. Pero ese perfil bajo desaparece de golpe cuando un virus que había permanecido contenido en un animal salta a los humanos porque la deforestación intensiva ha puesto en contacto a ambas especies o cuando unos pescadores sacan vacías sus redes porque los peces ya no están.

Árboles camino de la extinción y enfermedades humanas

Más de la mitad de las aproximadamente 15.000 especies de árboles de la Amazonía están amenazadas por la deforestación de la selva. En peligro de extinguirse a mitad de siglo si no se corrige el ritmo de destrucción. Las últimas evaluaciones globales sobre pérdida de bosques dicen que, tras algún avance, “nos estamos quedando atrás”.

Con la desaparición de millones de árboles en la Amazonía, África tropical o Indonesia caen los hábitats donde múltiples animales retienen innumerables patógenos dispuestos a infectar a humanos. Los científicos calculan que más de 1,5 millones de virus están contenidos por los animales silvestres. “Suponen el 99,9% de las potenciales zoonosis” (las enfermedades con origen en animales), calculó el primer intento de mapear estos patógenos. Una especie de 'caja de Pandora', que cada vez se abre más veces a medida que vastas extensiones de bosque son destruidas.

Porque, sin esos hábitats, se multiplica el contacto entre seres humanos y especies silvestres (con sus virus incorporados). El salto de enfermedades hacia las personas se ha hecho cada vez más frecuente: el 75% de las nuevas enfermedades surgidas en humanos en los últimos 40 años tiene origen en animales. La Covid-19 ha sido el último caso extremo. Pero también lo fueron el SARS en 2002, la gripe A en 2009 o el MERS en 2012.

Peligro para la comida

Los quirópteros de EEUU que protagonizan el trabajo presentado este septiembre en Science llevan muriendo en masa desde 2006 por la infección de un hongo invasor. El Pseudogymnoascus destructans llegó a las cavernas norteamericanas probablemente introducido desde Europa. Las especies invasoras son una de las principales causas de pérdida de biodiversidad en el mundo. Esta pérdida significa en realidad la desaparición de ejemplares y especies concretos.

Y entre los grupos más golpeados por esta extinción masiva se cuenta el de los insectos. El desplome constatado de las poblaciones de abejas o mariposas ha sido calificado como una “amenaza de colapso de la naturaleza”. La agricultura intensiva –por la aplicación masiva de pesticidas–, la destrucción de los ecosistemas donde viven y el cambio climático han diezmado las especies, sobre todo las más comunes.

En España solo hay unos 66 tipos de insectos en el Catálogo de Especies en Protección Especial, más otros 36 calificados vulnerables o en peligro de extinción. Muy pocos tienen un nombre popular como la mariposa azufrada ibérica, o la niña de Sierra Nevada. La Estrategia Nacional de Conservación de Polinizadores explica que resulta difícil conocer el grado de alteración y prever sus consecuencias funcionales. Sin embargo, el documento gubernamental admite: “Al verse amenazado el sistema global de producción primaria, la gravedad del problema va más allá de la pérdida irreversible de especies”.

Quedarse sin insectos ya causa un daño directo y cada vez más mensurable a los humanos: entre dos y tres tercios de las explotaciones agrícolas globales producen menos por falta de polinizadores. No se trata de una realidad ajena a España ya que los cultivos que necesariamente precisan insectos para que las flores se conviertan en frutos son un fuerte de la agricultura española. Solo en cuanto a producción de alimentos, los polinizadores aportan un valor de 2.400 millones de euros al año a la agricultura española.

España –el segundo consumidor de insecticidas de la UE solo por detrás de Alemania– es una potencia exportadora de frutas y verduras (plantas que requieren polinización). Representa el 28% de la producción europea de frutos de hueso; es, entre otras cosas, la segunda productora de almendras del mundo o el principal exportador mundial de cítricos frescos, según los registros del Ministerio de Agricultura y Pesca.

Un ejemplo de esta relación puede rastrearse en el boom de los aguacates en España. Este cultivo ha presentado problemas de polinización (la principal merma de producción). Un árbol de aguacate puede presentar millones de flores, pero solo dar fruto en un 0,15% porque no llega polen a los estigmas. Un equipo del CSIC concluyó al estudiar el fenómeno que “un aumento de polinizadores potenciará que llegue a la flor una buena cantidad de granos de polen y fomentará la obtención de fruto”. Y esto redundará, describieron, en que “se reduciría la cantidad de litros de agua que consume el árbol por kilo de fruta producida”. Desde este punto de vista, los insectos pueden ahorrar agua a un país con crisis de agua recurrentes.

Destruir la posidonia del mar es un suicidio

En España hay unos 1.100 km2 de praderas marinas de posidonia. Destruir estas plantas del fondo –que solo crecen en el Mediterráneo– es una suerte de suicidio porque no solo protegen la costa ante embates marinos o retienen una cantidad exorbitante de carbono acumulado durante siglos (que pasaría a potenciar el efecto invernadero en la atmósfera), sino que tiene un papel relevante para la pesca y el turismo.

Las praderas de posidonia han ido desapareciendo durante el último medio siglo a razón de entre un 13% y un 38% en las colonias del Mediterráneo occidental y un 50% en el resto de la cuenca marina.

Posidonia oceánica “representa un recurso que genera beneficios económicos cuantificables”, dice el documento final del proyecto Life Conservación en el Mediterráneo Andaluz. Más de 200 millones de euros al año entre servicios ecosistémicos, pesca y, sobre todo, el turismo (solo en este sector se calcularon unos 124 millones de euros).

Una valoración similar para las colonias de posidonia en las Islas Baleares (donde está el 50% de estas praderas en España) sumó otros 600 millones sin contar la producción pesquera.  

“Son elementos esenciales para la conservación del medio marino mediterráneo español”, explica el Ministerio de Transición Ecológica que, al mismo tiempo, reconoce que han sufrido “una importante regresión en las aguas del litoral español y, en el caso de algunas poblaciones, se encuentran seriamente amenazadas”.