Otro Día de la Marmota con wifi

Pasé frente al parque infantil al que iba mi hija en el 2019 AVM (Antes del Virus de Mierda): está precintado de amarillo como si fuera la escena de un crimen. También el parque de toboganes al otro lado de la calle: plástico amarillo del tronco de un árbol a otro, de un poste de columpio a otro, de una verja a otra. Igual el parque a la vuelta: otro crimen ha sucedido allí. Los cuerpos del delito no están, claro. Somos nosotros. Víctimas del asesino silencioso, amoral, ubicuo, democrático y, parece, eficiente. Unos muertos vivos.

Estoy un poco-bastante aburrido del confinamiento*. Es Groundhog Day —El Día de la Marmota— con wifi. Nos repetimos. Con el agravante de que ninguno es Bill Murray y el Virus de Mierda nos espera fuera como perro con seis bocas. Uno se mira en el espejo procurando entender si sigue dormido, es de día o debe volver a la cama. ¿Acaso hoy no es octubre?

La paciencia es el ejercicio más complicado. Tolstoi —si no era él, da igual— decía que la paciencia y el tiempo son los guerreros más poderosos. Uno siempre vence al otro. Pues a la paciencia hay que muscularla y ser ladino en el ejercicio contra los impulsos primitivos y liminares. Esta crisis acabará con más niños paridos, más divorcios y más kilos, pero antes alimentará tensiones de difícil manejo. Debemos a la agresividad del capitalismo —el mercado es cada vez más demandante y competitivo— la supervivencia de muchos matrimonios. Llegamos tarde y cansados a casa y al día siguiente hay que volver al yugo. Discutir es mala inversión.

Ahora estamos forzados a convivir. A diario. Las 24 horas. El primer asunto de cualquier rutina es lidiar con el otro. Lidiar con uno mismo es imposible, porque todos sabemos que no tenemos arreglo y sabemos vivir con nuestra propias ñañas, pero es inevitable que la convivencia nos lleve al recurso más usual de nuestro yo-político: culpar a la otra administración por los problemas del presente. De manera que, creo, lo mejor con el otro es firmar un acuerdo de no agresión desde el inicio, como si cada uno fuera propietario de un arsenal nuclear suficiente para acabar con todo. Y no es metáfora: en las condiciones apropiadas, todos somos propietarios de una capacidad de fuego capaz de acabar con las personas que os rodean.

Estos son los momentos en que el baño prueba ser el lugar más importante de la casa. Usualmente, el baño es el trono de los lectores, de donde sólo te sacan la urgencia ajena o los calambres propios. Pero hoy debe ser también refugio de los pacientes. Antes de cualquier agitación de ánimo, encerrarse en el baño envía un mensaje. Poca gente te persigue dentro, porque todo mundo —tum-tum-pif— olfatea los riesgos. Hay un mensaje inmediato de disipación de tensiones en quien cierra la puerta del espacio más privado de cualquier casa. Un colega que vive en un diminutísimo departamento de Barcelona acordó una hora de libre uso del baño por la tarde para él y otra para su pareja. Trabaja sentado en el váter o lee un poco o tuitea mucho. Ese instante personal —la libertad que antes se experimentaba en un paseo— es un disipador de tensiones. Elimina gases de combustión, figurativamente hablando. En estos días la máxima salvadora es de una preciosa escatología: caguen, pero no la caguen.

En toda casa es la misma rutina, día sí y día también. Jamás pensé que todos nos volveríamos una línea de montaje fordista donde el menor fallo echa a perder la jornada productiva. El recurso de comparar un gobierno con la administración de una casa es facilista —pregúntele a cualquier presidente cómo le va con el bichito metido en casa, sus países—, pero hay algo simple y efectivo en la idea de mantener el carro andando con todos haciendo lo suyo. Basta que un hijo —o un padre— no lave los platos o barra el piso para que se desate una reacción en cadena de consecuencias imprevisibles. (Recuerden: el arsenal nuclear.)

En casa hemos hecho de nuestra rutina un sinfín aceitado. Nos levantamos, desayunamos. Mi pareja pasa dos horas con la niña, luego yo otras dos, comemos los tres. Repetimos. Cuando la niña duerme la siesta entramos en sprint. Completamos trabajo con una concentración especial, como de astronauta que debe encajar la nave en esos cuadraditos que tienen las estaciones espaciales, tan nerviosos como un neurocirujano miope. Un amigo dice que todos debiéramos salir del confinamiento con un formulario para la NASA y otro de gestión de crisis y negociación de secuestros.

Nuestro mundo se ha privatizado tanto con el confinamiento sacar al perro son nuestras vacaciones, ir al supermercado es el teatro y un viaje a la farmacia reúne tanto agobio, excitación y nervios como hacer fila para conseguir entradas en el Camp Nou. Jamás aprendí tanto sobre ingredientes de alimentos en las góndolas del Mercadona o el Consum. Paso más tiempo frente al anaquel de chocolates que leyendo a Julian Barnes. Todos somos espías de la Guerra Fría en los pasillos de los supermercados, arriesgando ser sorprendidos por la policía mientras estiramos más de la cuenta la inspección del territorio prohibido.

Oh: he visto gente hacer ejercicios. Se las debo. Un tipo hace flexiones en un balcón cercano. Mi padre camina un kilómetro al día en el garaje de su casa. He visto a los atletas olímpicos seguir su preparación para Tokio en sus casas y un juez de línea simular sprints para marcar un offside —hasta levantaba la banderita— en la sala de su casa. Hay quienes tienen gimnasios acondicionados, pero también hay otros que se apañan. Un gracioso —nada atlético— echó detergente al piso, algo de agua, apoyó las manos en el lavabo y simuló una caminadora eléctrica. Sé de gente de un gimnasio que hace yoga por Zoom. Uno de mis vecinos baja y sube escaleras seis veces al día exactamente antes de la comida. No sé cuál de ellos es, pero me pone de un humor de perrso: ambos pasan los setenta, y tamaña dedicación por mantenerse en forma —o, al menos, no explotar— es odioso. Los entusiastas siempre son un problema.

Ser odioso, sí, es otra rutina. Y sana. De algún modo hay que liberar tensión y, si uno quiere mantener la paz interior del condado familiar, Twitter y Facebook están ahí para cumplir con el cometido para el que (¿no?) fueron creados, que es sacar algo de lo peor que somos. Las redes sociales son, además, una extensión virtual del escaso espacio físico de un departamento pequeño. Estoy seguro de que reducen la tensión del hacinamiento, pues uno no se mete con los demás a los codazos sino a los trompazos virtuales con gente que ni se ve. Tribus, trolls y nietzscheanos andan tan beligerantes estos días como sollozantes de amor vestal los seres de luz que claman por la paz mundial. Yo tengo mi propia tradición, y el confinamiento no la ha cambiado demasiado, sólo la especializó: los que ven malhumor sempiterno no saben reconocer una dedicación añeja a ejercer la sanísima distancia social. Esa rutina lleva años, y es incansable.

Ahuequen.

*Nota diletante: tranquilas, almas encabritadas. No estoy haciendo de esto un reclamo pequebú, un llanto miserable. Nada más me burlo de que nos envíen adentro a esperar que escampe. Nada podemos cambiar. Ninguno de nosotros matará al virus; no lo hagamos peor. Relax.