No es tan sencillo –ni rápido– que el presidente electo de EE UU, Donald Trump saque a su país del Acuerdo de París contra el cambio climático. Pero puede dejarlo morir al no adoptar las medidas necesarias para recortar las emisiones de CO. Sin atender al compromiso firmado por el Gobierno de Barack Obama, en 2025 EE UU lanzará a la atmósfera, aproximadamente, tanto CO como toda la producción de Rusia: 1.600 millones de toneladas.
Nadie puede obligar a Donald Trump a respetar el acuerdo y satisfacer el pacto voluntario para atajar el cambio climático remitido por EE UU a la ONU el 31 de marzo de 2015: rebajar en un 26% sus emisiones de CO para 2025 respecto a su volumen de 2005. El documento incluye incluso el deseo de “hacer los mayores esfuerzos” para llevar ese recorte al 28%.
Y no hay forma de obligar, ni a EE UU ni a ningún otro contaminador, ya que el famoso Acuerdo de París fue diseñado sin mecanismos de sanción para los estados incumplidores.
Si Trump deja caer en el olvido las intenciones rubricadas por su país, el acuerdo se convierte en papel mojado ya que las emisiones norteamericanas son un cuarto del total mundial. O como expresó un grupo de miembros de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos: “Lanzaría el mensaje de que a EE UU no le preocupa el problema global del cambio climático provocado por los humanos. Y haría mucho más difícil desarrollar estrategias efectivas para mitigarlo y adaptarse”.
Una vez que el texto fue ratificado por el Gobierno de Barack Obama, el propio documento prevé una permanencia de tres años más otro más de aviso antes de salirse oficialmente. Pero existe toda una batería de políticas y regulaciones pendientes de las que cuelga la rebaja efectiva de la producción de gases.
Transporte, metano, viviendas
El propio Ejecutivo estadounidense reseñaba algunas de estas medidas que estaban en proceso con el fin de alcanzar sus objetivos climáticos: el Departamento de Transporte estaba desarrollando una normativa sobre estándares de consumo de combustible en el transporte por carretera. Este sector es el segundo emisor del país: un cuarto de los casi 6.000 millones de toneladas de dióxido de carbono, según el Inventario de Emisiones de EEUU.
De igual forma, la Agencia de Protección del Medio Ambiente trabajaba en la regulación de emisiones de metano (un gas con efecto invernadero 25 veces más potente que el dióxido de carbono aunque es el segundo responsable del calentamiento global) que debían aplicar los vertederos y la industria gasística y petrolera (176 millones de toneladas). Eso sí, no aparecían medidas para embridar la producción de este gas por parte de la industria ganadera: la digestión de las distintas cabañas emite 164 millones de toneladas de metano.
También se estaba trabajando en un programa para que el sector de la construcción redujera las emisiones y equipara los edificios con medidas de eficiencia energética. Las residencias, sobre todo a base de quemar combustibles fósiles, lanzan unos 345 millones toneladas al año. Una cifra de emisiones parecida al volumen total de Suráfrica o Australia.
Mientras Donald Trump extendía su credo negacionista sobre el cambio climático –y ganaba las elecciones presidenciales de su país– el enviado especial del Gobierno estadounidense para este asunto, Jonathan Pershing, calificaba el cambio climático como “uno de los problemas más serios que afronta el planeta”.
Lo hacía días antes de comenzar la Conferencia de Marrakech que debe desarrollar los compromisos de París. Hablaba con el sello del Departamento de Estado detrás: “Ahora es el momento de implementar el acuerdo”, explicaba, para atacar “este desafío compartido por países ricos y países pobres”.