La investigación y el desarrollo de unas vacunas efectivas contra el virus SARS-CoV-2 hasta llegar a su administración a la población general en menos de un año ha sido un hito científico sin precedentes en la historia. No eran pocos los especialistas en vacunas que dudaban al comienzo de la pandemia de que un logro así fuera posible, pero lo fue.
Gran parte del éxito tras el desarrollo de estos tratamientos preventivos recae en los avances científicos acumulados en las últimas décadas en áreas tan diversas como la secuenciación genética, las tecnologías de ARN mensajero o los liposomas. Sin embargo, una parte nada desdeñable del logro de las vacunas contra la COVID-19 recae en otro factor esencial: la gigantesca inversión depositada en las diferentes etapas de las vacunas, incluyendo su producción masiva antes de saber siquiera si iban a resultar efectivas. Los países más ricos han destinado miles de millones de euros para garantizar que las farmacéuticas contaran con todos los recursos posibles a su alcance para conseguir las vacunas en el menor tiempo posible.
La historia del éxito tras las vacunas contra el nuevo coronavirus no es solo una historia de logros científicos, sino también una demostración de cómo cuando los intereses globales (sanitarios, económicos, políticos y sociales) confluyen se pueden superar obstáculos que parecían al principio insalvables. Conseguir nuevos medicamentos y vacunas que resulten eficaces no siempre va a depender de que haya suficiente inversión y recursos, las fallidas vacunas contra el VIH son buena prueba de ello, pero son un factor clave para que, al menos, se avance en esta dirección.
¿Qué ocurre, entonces, cuando los intereses económicos detrás de tratamientos prometedores son escasos, aunque estos podrían resultar imprescindibles para la salud pública? Esta es la historia de muchos medicamentos y vacunas huérfanos, estancados en diferentes etapas de su investigación o desarrollo, porque su potencial rentabilidad sería nula o incierta. La brillante trayectoria de las vacunas contra la COVID-19, conseguidas en un año, con intereses multimillonarios y dirigidos a miles de millones de personas, contrasta más que nunca con las sombras alrededor de los medicamentos huérfanos, orientados a pocos individuos o a colectivos con pocos recursos, que se quedan durante años o décadas en un cajón a la espera de algún incentivo económico para salir adelante.
La primera vacuna efectiva contra el ébola: más de 16 años hasta su comercialización
Un año antes de que surgieran las vacunas contra la COVID-19 ocurrió otro hito histórico para la medicina que pasó mucho más desapercibido: por primera vez, se autorizaba y comercializaba un tratamiento preventivo eficaz contra el ébola: la vacuna Ervebo. Su trayectoria había sido de todo menos meteórica: desde su creación y patente por parte de científicos de la Agencia de Salud Pública de Canadá (PHAC), en el año 2003, tuvieron que transcurrir 16 años hasta que esta vacuna se aprobara y comercializara en diferentes lugares del planeta en 2019.
Los grandes retrasos que sufrió la vacuna contra el ébola para llegar a aplicarse a humanos se produjeron principalmente por falta de intereses económicos y no por obstáculos científicos. El equipo de investigadores responsable de la vacuna tuvo un presupuesto inicial muy limitado por parte de las instituciones públicas, que no lo consideraban una prioridad dentro de los asuntos de salud pública en Canadá. No obstante, la financiación se amplió a partir del año 2005 y los científicos pudieron demostrar en varios experimentos en animales (incluyendo primates) una eficacia protectora del 100% frente al virus del ébola.
A pesar de que la vacuna contaba con resultados muy prometedores en animales, la industria farmacéutica mostró muy poco interés por ella. La PHAC finalmente consiguió otorgar una licencia de propiedad intelectual a una pequeña biofarmacéutica llamada NewLink Genetics en 2010. Sin embargo, dicha empresa mostró escaso interés en evaluar la vacuna en humanos, pues las posibilidades de retorno económico para una enfermedad que había afectado a un número reducido de personas hasta la fecha eran escasas. Durante cuatro años la vacuna quedó en “el cajón” y sus investigadores, como Heinz Feldmann, perdieron la esperanza de que esta pudiera seguir adelante.
Un cúmulo de circunstancias en el año 2014 cambiaría radicalmente los sombríos pronósticos de que la vacuna del ébola llegara finalmente a humanos. En diciembre de 2013 surgió el mayor brote epidémico de ébola de la historia en Guinea, que terminaría extendiéndose a más países africanos, llegando a afectar a individuos fuera del continente africano, como ocurrió en Estados Unidos o España. Provocó más de 11.000 muertes.
Este brote llevó a la Agencia Europea del Medicamento en octubre de 2014 a considerar medicamentos “huérfanos” a todos aquellos tratamientos o vacunas experimentales contra el ébola, lo que implicaba beneficios financieros, exención de impuestos y 10 años de exclusividad en el mercado tras su aprobación. Hasta octubre de 2014 la farmacéutica NewLink no tenía la vacuna contra el ébola en producción ni tampoco había puesto en marcha ensayos clínicos, lo que le granjeó numerosas críticas. Fue a partir de dicha fecha cuando la compañía comenzó un ensayo clínico de fase I, labor que en la que se implicó la gran farmacéutica Merck un mes después cuando adquirió los derechos exclusivos de la licencia de la vacuna. Este ensayo y los siguientes en fase II y III demostraron la gran eficacia de la vacuna contra el ébola en humanos, que terminaría aprobándose por diferentes agencias del medicamento en 2019.
El medicamento olvidado que sería clave contra la enfermedad del sueño
La enfermedad del sueño (conocida también como tripanosomiasis africana) es una dolencia infecciosa causada por dos tipos de parásitos protozoarios (T. bruzei) que se transmiten por la picadura de la mosca tse-tsé. La infección puede provocar graves síntomas neurológicos y psiquiátricos (convulsiones, alteraciones del lenguaje y de la personalidad, problemas para realizar tareas cotidianas, irritabilidad, sueño durante el día e insomnio durante la noche...) y, con el tiempo, causar la muerte.
La tripanosomiasis es una enfermedad endémica en decenas de países africanos y ha provocado la muerte de millones de personas durante siglos. Desde 1949 existía un tratamiento efectivo contra esta dolencia, el melarsoprol, pero con una gran toxicidad: entre el 5% y el 10% de los pacientes tratados con este fármaco intravenoso desarrollaban daños en el cerebro, y entre el 1% y el 5% de las personas morían.
En 1978, la farmacéutica alemana Hoechst (en la actualidad integrada en Sanofi) descubrió un fármaco llamado fexinidazol dentro de un proyecto para identificar moléculas con actividad antiprotozoaria. Se realizaron experimentos preclínicos en los que se observaban resultados muy prometedores a la hora de tratar ratones infectados con T. brucei, con una elevada seguridad. Sin embargo, por razones estratégicas de la compañía, el proyecto se abandonó en los años 80.
Durante décadas, el fexinidazol permaneció en el olvido, hasta que la Iniciativa de Medicamentos para Enfermedades Olvidadas (DNDi) lo rescató en 2007 a través de una investigación sin ánimo de lucro con el objetivo de descubrir moléculas prometedoras para la enfermedad del sueño entre 700 compuestos. Los experimentos en ratones, ratas y perros mostraron el gran potencial del fexinidazol, lo que motivó la realización de ensayos clínicos en humanos. La DNDi y Sanofi firmaron un acuerdo para el desarrollo del fexinidazol que culminó con la aprobación del medicamento en 2018, libre de patente, para las personas afectadas por la enfermedad del sueño.
El fexinidazol ha supuesto, junto a otras medidas para controlar los contagios, un cambio radical en la lucha contra la tripanosomiasis en África. Fácil de administrar (por vía oral), seguro y muy eficaz en las diferentes etapas de la infección, esta molécula ha dado un importante empujón a las iniciativas de erradicación de la enfermedad del sueño. Al eliminar la infección en humanos, se disminuye el riesgo de que las moscas tse-tsé portadoras del parásito transmitan este entre personas (puede transmitirse también a partir de otros animales).
Hace apenas una semanas, la OMS confirmaba que la enfermedad del sueño se había eliminado en Costa de Marfil como problema de salud pública. Se trata del segundo país de África en conseguirlo, tras Togo. Tras siglos provocando incontables muertes, la tripanosomiasis se limitaba a menos de 1.000 casos en todo el mundo a lo largo de 2020. Así, las esperanzas de que esta enfermedad se pueda erradicar de África en un futuro próximo son cada vez mayores.