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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

José Américo, el preso que logró fugarse del Valle de los Caídos y acabó en Cuba

Durante los años cuarenta, los más duros de la construcción del monumento emblemático de la dictadura, numerosos presos trataron de escapar de los destacamentos penales de Cuelgamuros, aunque pocos lo lograron. No solo se trataba de abandonar un recinto sin vallado perimetral y custodiado por un exiguo grupo de funcionarios y guardias civiles. El problema era qué hacer después. La vigilancia en carreteras y caminos, estaciones de autobús y de ferrocarril era grande, y aunque los fugados pudieran franquear la barrera natural de la sierra, sus posibilidades de éxito eran pequeñas si no disponían de ayuda exterior.

Ser capturado y regresar a las cárceles de Madrid, donde reinaba el hacinamiento, el hambre y las enfermedades, era una posibilidad que muchos descartaron, porque en cierta medida les compensaba esperar la caída del régimen, que se aventuraba cercana por la evolución de la Segunda Guerra Mundial. La resonancia que alcanzó la fuga de Nicolás Sánchez Álbornoz y Manuel Lamana -reconstruida para el cine por Fernando Colomo en Los años bárbaros- opacó otros muchos intentos. La evasión más numerosa tuvo lugar el 11 de septiembre de 1944, cuando se fugaron de manera simultánea once presos. Otros muchos lo intentaron individualmente o en pequeños grupos, pero la mayoría fracasó. Quien sí lo logró fue José Américo Tuero, cuya fuga es una de las menos conocidas, a pesar de tener tintes novelescos.

Su familia, de humilde extracción obrera, había emigrado a Argentina y regresado a Asturias cuando aún era un niño. Su participación en movilizaciones sociales y huelgas a finales de los años treinta forjó su espíritu autodidacta, combativo y revolucionario. Era aficionado al ciclismo, ganó carreras e incluso corrió la vuelta a España (quedó decimonoveno en la edición de 1935). En la guerra se afilió al PCE y combatió en diferentes unidades del Ejército Popular Republicano. El caótico final de la guerra le impulsa a huir a Valencia pero cambió de opinión y se quedó en la clandestinidad, en Madrid y León. Desde esta ciudad regresa una noche en bicicleta para inscribirse en el registro consular argentino y obtener documentación acreditativa de su ciudadanía de origen. Participa en la reconstrucción del partido, hasta que, en el invierno de 1941, es detenido por la Brigada Político-Social. Después de dos meses en los calabozos de la Puerta del Sol, donde sufre golpes y humillaciones, es trasladado a la prisión de Torrijos y luego a Porlier.

Consejos de guerra

Son meses difíciles para los presos políticos, la mayoría a la espera de consejos de guerra que mayoritariamente dictan sentencias de fusilamiento. El 22 de marzo de 1942 comparece en juicio sumarísimo. A partir de acusaciones, sin pruebas incriminatorias y sin defensa, cuatro de los veinte juzgados son condenados a muerte, Tuero entre ellos. Logra hacer llegar una carta al embajador argentino y después de ochenta y cinco días en la “galería provisional” (el 'corredor de la muerte' de Porlier), su pena capital es conmutada por la de treinta años de trabajos forzados. Se le traslada al campo puesto en marcha para construir la estación ferroviaria de Chamartín, y de ahí al destacamento penal de la empresa Banús, adjudicataria de la construcción del viaducto y la carretera de acceso al Valle de los Caídos.

Se integra en el grupo de presos comunistas, que aprovecha las misas dominicales para organizar una estructura jerarquizada. Crean comunas para compartir alimentos, cigarrillos y el poco dinero que envían los familiares, hacen circular en secreto noticias que facilita la organización y ejercen gran influencia sobre la población penal. Entre sus estrategias está acceder al destino de oficinas, donde el trabajo burocrático se realiza a mano y donde están los libros de registro de correspondencia, con lo cual tienen conocimiento de cambios, órdenes, instrucciones, traslados, libertades y sanciones antes de que se apliquen. Los oficiales se limitan a revisar por encima y firmar. Incluso el director de su destacamento suele dejar documentos firmados en blanco, entre ellos órdenes de libertad que los presos que se han ganado la confianza de los funcionarios van acumulando para usarlos cuando sea necesario.

En la primavera de 1944, los presos llegan a la conclusión de que pueden poner fin a su cautiverio adueñándose de Cuelgamuros. La célula comunista elabora un plan para apoderarse del armamento de los custodios y de la dinamita del polvorín de la futura cripta. Quieren organizar un frente guerrillero en Guadarrama. Para conocer mejor las montañas adyacentes, proponen exhibiciones y concursos de escalada, que son incluidos en las fiestas religiosas, sin levantar sospechas. Un domingo, su esposa Pilar le hace llegar, ocultas en una cesta de comida, las dos pistolas y la munición que Tuero había escondido en su casa. Solo queda el visto bueno de la dirección del PCE en el interior. Después de un mes de espera, el enlace les informa de que el Partido no aprueba constituir la guerrilla, pero autoriza su fuga. No era la idea de Tuero en aquel momento, porque tenía la convicción de que el régimen de Franco no podía durar más allá de la derrota del nazismo.

Una tarde, el jefe del destacamento le anuncia que al día siguiente va a ser trasladado a Madrid. Tuero cree que es a petición de la embajada argentina, pero sus contactos en la oficina le dicen que su nombre no figura en la planilla del día siguiente. Sospecha que quieren aplicarle la ley de fugas, es decir, simular su evasión para asesinarlo. Esa noche traspasa la dirección del grupo a un compañero y pide en la barbería un corte de pelo y un afeitado. En la casa del capataz del viaducto, que era de confianza, le espera una maleta con ropa nueva, zapatos, jabón, máquina de afeitar, cuchillas, colonia y una pluma estilográfica, que le había preparado su esposa. Además, tiene tres mil pesetas que su hermana le había hecho llegar por la venta de una casa y un terreno. Ahora sí está decidido a marcharse.

En la mañana del 17 de agosto, cuando el director le entrega -sin instrucción ni papel alguno- al cabo de la guardia civil encargado del supuesto traslado, tiene la certeza de que va a ser eliminado. Decide echar a correr y se interna en un jaral. Los guardias no tienen tiempo de armar sus fusiles y optan por tratar de capturarle en alguna población cercana, para lo que han de dar aviso a la policía. Como no hay teléfono, han de recorrer varios kilómetros a pie hasta la carretera y luego llegar a algún pueblo en el primer automóvil que pase. Tuero recoge la maleta y sigue montaña abajo. A la estación de ferrocarril más próxima hay doce kilómetros de senderos y una enorme dehesa. Su plan es coger un tren que pasa a las once por Villalba. En la dehesa se lava y se cambia de ropa. En uno de los documentos robados -vacío pero con sello y firma oficiales- escribe que ha sido puesto en libertad tras haber cumplido condena. En la estación compra un periódico fascista, se acomoda en un compartimento del tren y enciende un cigarrillo Camel, cerca siempre de dos guardias civiles, que no sospechan de una persona elegante y, por supuesto, adepto al régimen.

El tren que no cogió

En la embajada argentina se sorprenden con su aparición. Recibe un pasaporte pero no se fía del entonces cónsul general, que le aconseja salir de Madrid en un tren nocturno. Tuero cree que es una trampa. Acude a ver a su esposa, le anuncia que se marcha -aunque le dice, por cautela, que a Francia- y le da indicaciones para gestionar su salida y la de su hija de España a través de la legación argentina. Descarta el tren que le han aconsejado y opta por otro a Galicia, que ya ha salido de la estación del Norte.

En aquella época los trenes tenían que cruzar Guadarrama, lo que suponía una compleja maniobra ferroviaria, y tardaban diez horas hasta Valladolid, mientras que por carretera solo se tardaban tres. Tuero toma un taxi a Segovia y luego un autobús hasta la estación de Valladolid, donde enlaza con el tren. En el viaje disimula como puede sus tremendos nervios. Se aloja en un hotel de Vigo, donde planea variantes de actuación en función de los documentos que lleva, firmados pero en blanco. Decide hacerse pasar por un guardia de Cuelgamuros llamado Tomás Calvo, e inventa que el documento que lleva es provisional, porque ha perdido la cartera.

Gracias a la intervención del cónsul argentino y de un grupo clandestino de guerrilleros cruza en bote la frontera natural del Miño. En Portugal está en situación peligrosamente ilegal. Si la policía del régimen fascista de Oliveira Salazar le detecta, será devuelto a España, con consecuencias fatales. En Lisboa, ni la embajada argentina ni la agencia de los aliados que atiende a los perseguidos por el fascismo le facilita las cosas. Descarta viajar a la Unión Soviética -cruzando Europa en plena guerra o vía África-, a Estados Unidos -le ofrecen nacionalidad a cambio de combatir en el Pacífico contra los japoneses- o a Canadá o Australia -como colono-. Finalmente es detenido por la Interpol y expulsado mediante el procedimiento de embarcarle, provisto de un visado de tránsito en Cuba, en un buque español que zarpaba hacia América.

Después de treinta y cuatro días de navegación, con fuertes medidas de autoprotección por el miedo a ser capturado o incluso arrojado al mar, llega a La Habana, que a la postre sería su destino final. En 1947, dado que las gestiones para su busca y captura habían sido infructuosas, el juzgado número 3 del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo decreta el archivo provisional de su expediente. Tuero había logrado dejar atrás la negra noche del franquismo e iniciaba una etapa nueva, de dedicación plena al PCE y el PCC, en la que vivió acontecimientos históricos como el triunfo de la revolución y la defensa de Cuba durante la invasión de 1961. En 1987, después de dejar escritas sus memorias, que su hija Chely Tuero convirtió en libro autobiográfico (Mi desquite, publicado en Cuba), falleció a los setenta y tres años de edad.