Harta de su “mal comportamiento”, Mareleyn, una joven de 15 años de mirada dulce y una sonrisa tímida pero tierna, decidió dejar su casa y recluirse de “forma voluntaria” en un refugio. Un juez la envió al Hogar Virgen de la Asunción, el “hogar seguro” en el que murieron calcinadas 35 niñas. Ella, una de las que ha perdido la voz, recibe el último adiós de su familia.
Cuando María Antonia empezó a escuchar los primeros rumores de una tragedia en el centro de menores dónde estaba recluida su nieta, el cielo se le cayó encima. Apenas había salido el sol cuando la mujer, de 73 años y acompañada por sus dos hijas, puso rumbo al refugio. Casi con lo puesto.
La niña llevaba tres meses en el centro. Cuando tenía tres años, cuenta su tía Isabel, su madre falleció asesinada por no pagar una extorsión que le exigían a la familia, comerciantes de ropa de casa y zapatos usados en un popular mercado de la capital. Desde entonces su abuela la cuidaba, al igual que a su hermana, de 12 años.
Mareleyn Patricia, una chica risueña a la que le encantaba bailar reguetón, era “rebelde”. Ella misma pidió a un juez “que ya no quería estar en la calle”, quería redimirse y cambiar su mala conducta, pues según su abuela no ayudaba en casa y no obedecía. “Era por la edad”, completa su tía.
No saben lo que pasó el miércoles, cuando un incendio, que supuestamente iniciaron las mismas muchachas para protestar por las agresiones físicas, sexuales y verbales que padecían de forma continuada, arrasó con más de tres decenas de vidas, mientras una veintena luchan por vencer a la muerte.
Pero sí conocen lo que su pequeña les contó. “Fíjese que cómo nos pegan mama. Nos tratan mal”, recuerda su abuela frente a su vivienda, una pequeña casa azul de un nivel en la que decenas de familiares y vecinos velan los restos de la muchacha, en la colonia 4 de Febrero, una de las zonas más pobres de la capital.
Lo que no es capaz de entender María Antonia es cómo la gente no las escuchó pedir auxilio. No comprende por qué les pegaban a los varones que intentaban socorrer a las niñas tras pasar una puerta que separaba a los dos sectores.
“Dicen que no hicieron nada (los cuidadores). Ni apagaban el fuego ni dejaban que lo apagaran. Gran gritazón que había”, narra la mujer, con un delantal gris sobre una falda negra y la mirada perdida. Y culpa, sin temor, a los celadores y cuidadores que las habían “castigado” y encerrado bajo llave: “¿Cuántas niñas no se quemaron?”.
Mareleyn fue una de las 19 chicas que murió en el lugar de los hechos. Sin su padre, que nunca se hizo cargo, y con su madre fallecida, es su abuela la que pone el grito en el cielo por la memoria de su “nena”, a la que iba a ver cada 8 o cada 15 días y que pensaba regresar a casa a finales de este mes.
“Dios primero que salga de aquí voy a estudiar y te ayudo a trabajar”, le dijo la joven en uno de sus últimos encuentros a su abuela, una mujer trabajadora que se levanta cada día a las 5 de la mañana para ir al mercado. Antes, su otra nieta le tiene caliente el café.
Buena estudiante, la joven fallecida cursaba sexto de primaria. Era muy participativa y su sueño era seguir formándose. Truncada su vida, la abuela, convertida en madre por segunda vez, denuncia que su niña sufría malos tratos y reconoce que la comida era inhumana.
“Si ahorita cometieron ese error más adelante van a seguir (...). ¿Dónde está el cuidado que tenían para todos los niños?”, se cuestiona la mujer, que no cesa su llanto para exigir justicia, pues aunque el Gobierno ha pagado los gastos del sepelio eso no es suficiente.
“Tampoco se va a quedar así. No fueron animalitos, eran niños”, grita al lado la tía con las manos en los bolsillos y mirando de reojo a un pequeño niño que juega en el vecindario con sus amigos. Aún así saben que tiene que seguir adelante.
La chica será enterrada el viernes a mediodía en un cementerio de la capital. Mientras, los suyos la despiden en silencio recordando la vida que tenía por delante. Rodean el féretro, custodiado por varios ramos de flores y dos velas que se van apagando lentamente y comentan, casi en susurros, “lo guapa que era”.
No es la única a la que sus familiares han empezado a llorar. En la zona 8 del municipio capitalino de Villa Nueva, en Ciudad Peronia, amigos y conocidos velan a Siona, de 17 años y que llevaba en el centro desde el 29 de septiembre.
Otro de los nombres propios que identifican a las 35 vidas truncadas por una catástrofe para la que la sociedad demanda encontrar culpables.