La guerra en Ucrania ha mostrado la realidad: Europa todavía es adicta al gas. Para quitarse la dosis rusa de 160.000 millones de toneladas anuales, los países de la UE han buscado suministradores en todo el globo. Así han surgido actores dispuestos a poner miles de millones para sacar y transportar este combustible fósil con vistas a vendérselo a Europa.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha repetido que la guerra en Ucrania demuestra que “las energías renovables no solo son una cuestión fundamental para afrontar el objetivo climático, sino las mejores aliadas para la independencia y autonomía de la Unión Europea”.
Mientras, el deseo de sustituir el hidrocarburo que el presidente ruso Vladimir Putin saca de un Ártico que cada vez está más derretido por el calentamiento de la Tierra ha desatado “una fiebre del oro por el gas”, como la llama Niklas Hönhe, del New Climate Institute, uno de los socios de Climate Action Tracker. Una fiebre para “producir gas fósil, construir gasoductos e instalaciones de gas licuado”, según su descripción.
Los datos le dan la razón. Actualmente están en construcción plantas eléctricas a base de gas que suman 500 gigavatios –la potencia absoluta instalada en España son 110 gigavatios–. También se están instalando bases de importación de gas licuado que suponen 635 millones de toneladas y centrales exportadoras por valor de 700 millones de toneladas.
Esta situación activa una bomba de relojería climática: el gas sí añade emisiones de efecto invernadero y la dimensión y coste de las infraestructuras gasistas, que entrarán en funcionamiento dentro de años, hace que deban operar largos periodos para resultar rentables a quienes las pagaron.
Estas infraestructuras se muestran como solución a corto plazo porque nos encontramos en una situación estresante y la sociedad las acepta por estas circunstancias
“Nuestra sensación es que desde el inicio de la guerra se ha hecho prioritario lo más urgente y no lo más importante”, reflexiona la experta en el sector gasista de Ecologistas en Acción, Marina Gros. “Claro que hace falta una respuesta inmediata, pero, ¿qué se deja de lado? No vale de nada abandonar el gas ruso para hacernos dependientes del gas de otro lado”.
Nigeria, Senegal, EEUU o Canadá han puesto encima de la mesa sus yacimientos. Así que miles de millones de euros van a pagar nuevas infraestructuras para extraer y llevar gas por el mundo. Algunos yacimientos, como la mayoría de los estadounidenses, implican aplicar el fracking (la técnica de la fractura hidráulica, muy agresiva con el terreno).
El gas natural es sobre todo metano que, al quemarse como combustible, libera CO2 (si bien menos que otros hidrocarburos). Además, el propio metano –CH4– “es un gas de efecto invernadero en sí mismo. Hasta 80 veces más potente que el CO2 en los primeros 20 años”, explica el consultor ambiental Carlos Bravo.
El metano utilizado por los humanos llega a la atmósfera mediante fugas y filtraciones en su extracción y transporte (como se vio con el escape masivo del gasoducto Nord Stream 2) o al no quemarse completamente en los motores. “Su efecto climático está subestimado”, añade Bravo. “El engaño consiste en considerar sólo las emisiones directas de CO2 de la combustión del gas, ignorando el impacto de las fugas y filtraciones de metano a la atmósfera”.
Así que, entre las fugas y el CO2 que emite al quemarse, hace que “durante todo su ciclo de vida, tenga un fuerte efecto climático que no se ha evaluado correctamente”, remata Bravo.
La expansión de las infraestructuras de gas pone en riesgo la transición energética, un combustible fósil con alto impacto climático –a menudo escondido por una narrativa engañosa– y que nos ancla a esas infraestructuras
No pocos países y compañías han visto en la crisis energética desatada por la invasión de Ucrania una nueva oportunidad de vender combustibles fósiles como el gas. Contrasta con la promesa de rebajar emisiones de metano que se publicitó durante la COP26 de Glasgow.
Esos combustibles fósiles son los que, según los cálculos científicos, deberían quedarse bajo tierra o en las profundidades oceánicas para evitar que engorden aún más la capa de gases invernadero. De hecho, tendrían que “quedarse sin extraer el 90% del carbón y el 60% del petróleo y el gas metano restantes en el planeta para tener un 50% de probabilidades de limitar el calentamiento global a 1,5ºC”, según calculó un equipo del University College de Londres en septiembre de 2021. “Estimamos que la producción de petróleo y gas debería reducirse un 3% anual hasta 2050”.
Nuevas fuentes de gas implican nuevas instalaciones para perforar, bombear y transportar este compuesto fósil. El riesgo radica en que “las nuevas instalaciones para la producción y el transporte amenazan con sentenciar esta década a ser intensiva en carbono y dejar el límite de 1,5 ºC fuera del alcance”, ha analizado el grupo Climate Action Tracker. Y de acuerdo con los trabajos del Panel Internacional de Expertos de la ONU, las emisiones en estos diez años deberían caer un 50%.
Carbon Action Tracker ha revisado la situación tras la invasión rusa en Ucrania y se ha topado con “una pléyade de nuevos proyectos de gas, muchos de los cuales no estarían construidos a tiempo para suministrar la energía que el mundo necesita ahora, pero que sí incrementarían las emisiones en el largo plazo”.
Un ejemplo: durante el mes de octubre, la combinación de depósitos europeos llenos de gas y temperaturas muy altas –que han reducido el consumo– han dado como resultado un divagar de buques metaneros llenos de gas frente a las costas europeas sin tener donde descargar. Pero el hidrocarburo ya ha sido extraído, licuado embarcado y transportado desde EEUU o Qatar.
Solo por nombrar algunos de los proyectos con novedades recientes: Nigeria ha acelerado mucho su proyecto de gasoducto marino hacia Marruecos y el terrestre hacia Argelia. Senegal ha decidido financiar una nueva fase de desarrollo de los yacimientos de gas en la costa, Australia construirá un nuevo gasoducto de 500 kilómetros en el oeste del país. Se avanzan las plantas metaneras de Alaxandrópolis en el mar Egeo y Paldiski (Estonia) en el Báltico. En México está la planta exportadora de gas de Vista Pacífico. Solo estos suman más de 44.000 millones de euros.
“El nivel de inversión obliga a utilizarlas mucho tiempo. No puede ser una solución a corto plazo”, insiste Marina Gros. “Pero se muestran como tal porque nos encontramos en una situación tan estresante y preocupante que es fácil recurrir a estas soluciones”. Se trata, añade, “de una doctrina del shock de libro: la sociedad acepta estos proyectos en estas circunstancias y ¿a quién beneficia? A las empresas gasistas”.
En este sentido Bill Hare, responsable de Climate Analytics, abunda: “Algo tiene que cambiar. No puede ser que sigamos dando como respuesta a corto plazo de los shocks –ya sea la pandemia o la crisis energética– pasos que incrementarán las emisiones, sin hacer caso a la crisis del cambio climático”.
“La expansión de las infraestructuras de gas pone en riesgo la transición energética”, ha concluido un grupo de investigadores de varias universidades alemanas en un trabajo publicado en julio de 2022 en Nature.
Su estudio explica que “un combustible fósil con alto impacto climático –a menudo escondido por una narrativa engañosa– que obstaculiza la transición hacia la descarbonización y nos ancla a infraestructuras no puede ser la solución para un futuro sin emisiones de CO2”.
Entonces, ¿cuál es la solución?
“Si hay que destensionar el mercado, es decir, los precios, el gran consumidor de gas es la industria. Así que, si la industria pone en marcha una eficiencia de verdad, habrá menos consumo, menos demanda y bajarán los precios”, reflexiona la ecologista Gros. “En los hogares se consume el 18%. No entendemos por qué se pone tanto el foco en el ahorro en las casas, aunque siempre sea bueno”.
Gros añade que para este invierno habría que aislar las casas con rehabilitación de hogares, “pero empezando por los que estén en peores condiciones” y activar una tarifa social térmica.