[ 1 ]
Digo: suspendo mi cumpleaños de 2020 por el coronavirus. Mi vida se posdatará a 2021, cuando reedite quien era antes de la crisis. Todo yo estoy en suspenso. Lo que hay aquí, esto que simula dialogar con ustedes, es un remedo de existencia. Un yo en emergencia confinada. Tapabocado.
Era una broma, o no —toda memoria es autoficción—, pero en cierto sentido el mundo no empezará pronto para casi nadie. Somos perros con bozal rogando por un paseo en el parque. Amo —presidente, gobernador—, ¿si muevo la cola suficiente me gano el derecho a correr tras una pelota de tenis? Cada rayo de sol que nos toca es un remedo de algún verano. Cada hora fuera, un intento por absorber todo el aire —y esos cielos, madresanta, esos cielos azules— de un sorbo.
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Algunos, autorizados por las autoridades, regresan al trabajo, que la mayoría asocia con volver a la normalidad. Podría detenerme en cualquier teoría de la alienación pero dejémoslo pasar: convengamos que, para quien logra finalmente salir de casa tras semanas encerrado, marcar tarjeta por salarios de relativa supervivencia equivale a la libertad. Fair enough.
Para la mayoría, eso es futuro, y el futuro nunca existe. Cuando salgamos indemnes de esto, supongo yo, volveré a funcionar en tiempo presente, otra inexistencia. Ahora me sostengo en una viscosidad atemporal que comenzó el día de mi confinamiento y acabará no cuando se levanten las restricciones sino cuando yo mismo decida dejar de restringir al mundo. Porque el virus me (nos) envió a casa, pero nosotros ponemos a distancia al resto.
No puedo quejarme de quien soy. Me he entrenado en la soledad. Gozo de la distancia. No preciso más imbécil que yo mismo y si ese comportamiento se multiplica, porque, antes en El Mundo Que Existió Antes del Virus de Mierda, coincidía con alguien, siempre he tenido la socialmente reprochable habilidad de huir de la manera más presta, así no fuera de un modo delicado.
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Me dicen: estamos encerrados perdiendo el tiempo, o aceptando que lo perdemos. Digo: es que no hay tiempo. Saldremos de esta caverna a algo que ni reconoceremos. La línea temporal que era nuestras vidas normales se acabó cuando la Covid-19 salió en modo stealth de caza. Esta vida que sobrevivimos es una ruptura de esa línea, una reescritura imprevisible de la Historia. Quienes fuimos acabó el día en que nos confinaron, una o varias semanas después de que todos supiéramos que existían Wuhan, las sopas de murciélagos y los acorazadamente bellos pangolines.
¿Me animo a decir que todo es nuevo ahora? No, pues hay arrastre —quién pudiera separarse de la conciencia, cáspita. Nuestros cuerpos, nuestras ideas —de lo privado y lo público, lo deseable y posible—, las relaciones sociales: todas mutaciones en proceso.
No sé qué encontraré fuera. El mundo de los últimos tiempos nos dio incertidumbre. Esa sensación de fragilidad, un sillón tan propio como incómodo para quien vive en el mundo de las ideas, se intensificará en los tiempos por vivir. La naturaleza, con uno de sus organismos más insignificantes, nos demostró nuestra vulnerabilidad. El Virus de Mierda es un correctivo para nuestra pretensión de dominio total de la técnica y, con ella, de la naturaleza: siempre estuvo allí, agazapado. Nosotros empujamos la frontera y el salto de especies nos estaba esperando. Ahora sabemos que hay miles como él anidando en animales domésticos o salvajes. El miedo, y no alguna ética, nos está enseñando que debemos pisar con cuidado este planeta. ¿Tendremos que apropiarnos del miedo —sentir el miedo— para acordar alguna ética que nos salve la vida?
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La única certeza que tengo, y quizá esa seguridad sea compartida, es la incerteza.
El Virus de Mierda ha puesto en un lugar menos honorable a los profetas del determinismo. PB Preciado, Agamben, Zizek, Bifo entraron a saco a categorizar al virus con certezas incombustibles travestidas como duda filosófica. Todos aplicaron categorías acartonadas al inicio mismo de la crisis, desesperados por dar una respuesta fastfoodiana —al cabo, son posmodernos— a la pandemia. Como son profetas de categorías inamovibles, la novedad del virus los dejó con el culo al norte. La ciencia se encargó de destruir en una semana sus apuros por acusar la creación neoliberal-excepcional de la pandemia o por llamar a una especie de neo-ruralismo desconectado sin móviles ni internet. Tal vez encarrilen, tal vez no.
No creo que sea el momento de aferrarse a demasiados dogmas, supongo. Si no podemos soltar los cuerpos, tal vez sea buena cosa soltar las ideas.
Pasemos página de la súper-certidumbre. A otra cosa, pangolines.
[ 5 ]
La única verdad irrefutable que defiendo estos días es que no tenemos —corrijo: no tengo— demasiada idea de qué nos pasó y menos de qué nos espera.
Mi mayor claridad conceptual es voluble y circularmente preocupante: sé muy bien qué futuro tenemos por delante y es uno donde no sabemos muy bien qué futuro tenemos por delante.
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Cada día del confinamiento por el Virus de Mierda es uno solo e inacabable apenas segmentado por las horas de la noche donde ni siquiera descansamos, envueltos en pesadillas irrespirables. En una de ellas, yo escapaba de algo —invisible pero ominosamente presente, por supuesto— y mientras lo hacía me veía sudar, los ojos desorbitados, el pecho a reventar, las piernas temblando, incapaces de dar un paso más: el miedo que pega hasta la parálisis, la suposición de la muerte alrededor. De repente, aparece una puerta y me lanzo sobre ella, abro y cierro en un solo movimiento y me apoyo —películamente— contra la madera para que nadie la abra. Hay un par de golpes y luego silencio. Entonces miro a mi alrededor y todo es oscuro: la misma negritud de la que venía. De inmediato, pasa caminando una persona: soy yo. Ese yo mira hacia donde estoy y luego en derredor, entra en pánico en un suspiro, y echa a correr. Cuando me vuelvo a mirar no veo ya mi cuerpo sino que soy parte de la oscuridad persiguiendo a mi yo. De esa circularidad agobiante desperté sudado, sin ningún deseo de suponerme el virus.
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La ausencia de cambio exterior se prolongó al espacio privado convirtiendo la vida en un mar de sargazos: hemos vivido físicamente estacionados.
En el parking que son nuestras casas apenas se puede pensar. Un mundo inmóvil e inapropiado —en el sentido de que ya no era nuestro— se nos metía por la ventana de casa. El aire que entraba por los paños abiertos de las ventanas era mejor sin nosotros en las calles. Nos regocijamos en nuestro redescubrimiento: oh humanidad, cuánto sanarías el mundo si no te moviera das kapital. Nos revolcamos en un caldo eco-romántico emocionados viendo cómo los mismos animales cuyos hábitats presionamos —muchos de los cuales mataríamos ante su sola aparición amenazante— ahora ocupaban barrios, catedrales, jardines, lagos, ríos y plazas de nuestras ciudades.
Esos son amores de verano, duran lo que dura el encanto, el artificio que los produce. Nuestras mejores intenciones —esa algodonada ensoñación hecha de videos en YouTube con delfines en Cagliari, canales limpios en Venecia, jabalíes en Barcelona, cóndores y un puma en Santiago, carpinchos en Buenos Aires— se habrán vaciado de sentido apenas alguien apriete ON en la rueda general de la economía. Quemaremos petróleo como bestias para ir en busca del tiempo —das Kapital— perdido.
Vivir del deseo es demasiado voluble. No se puede vivir del amor. Cuando despertemos en ese futuro inasible, observaremos que esas esperanzas eran un sueño de papier maché: cine mudo, una película idílica e idealizada. Irrealizable.
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En el confinamiento no somos dueños de nuestras vidas, apenas de su fragmento privado. Aceptamos que los gobiernos se hicieran cargo de la parte abierta del par, el público. Nos ordenaron confinarnos para preservar la vida en sí —privatizaron la existencia—, y enviaron a miles de médicos mal pertrechados a salvarla cuando estuvo en riesgo —de alguna manera, la muerte se socializó.
Así que, en ese encierro privado debimos inventarnos una vida pública. No es que no existiera: Twitter ha sido en estos tiempos un café mucho más activo. (Los dueños de las redes sociales lo saben: mientras la economía mundial se desmorona, sus ganancias son récord).
Cuando deseaba silenciar el patio virtual —mi vida pública— intentaba alguna pausa en la lectura. Para mí leer fue siempre refugiarme en un no-tiempo y un no-lugar. No conozco mayor suspensión de la física que hundirme en la borrachera de la ficción o el nervio del non-fiction. Como todo libro es pasado, la lectura opera como una actualización de un cadáver exquisito. Y como el pasado suele hacer menos daño que la actualidad, pues fui a ellos en busca de una salvación más firme que los chistes y la simulación de conversación que ofrece Twitter.
Al inicio, creo, todos hemos encarado el propósito con una urgencia casi infantil, el estómago habitado por mariposas multicolores, un reverberar de cosquillas por todo la piel ante la mínima idea de plantarnos frente a la biblioteca a elegir. Pero pronto la ansiedad tomó lugar. Nos introdujimos a toda velocidad en el líquido informativo de la enfermedad. Nos atrapó su viscosidad, acabamos convertidos en esta categoría de analfabeto experto que es el Homus Digitalis. Día tras día descociendo números de muertos y contagiados en nuestra ciudad, en el país, en el mundo. Oh qué mal la lleva España. ¿Acaso habrá Italia tras esto? Nueva Zelanda al gobierno, Taiwán al poder. En nada nos dimos cuenta de que la potencia que dejará de dominar el mundo, Estados Unidos, se despide de su hegemonía escorando el barco con un tarado por capitán —Imbecile-in-Chief y sus inauditas teorías de la tremenda luz y los desinfectantes intravenosos. Y en un mismo giro nos dimos con que la potencia que pronto querrá dominar al mundo, China, tiene una oscuridad y malevolencia indignas, superadoras de todo estereotipo orwelliano.
Al cabo, dejamos de leer, incapacitados de concentrarnos una hora en nada más demandante que un hilo de tuits, y fuimos por nuevo refugio a otra experiencia del pasado: ver televisión como nuestros abuelos y cocinar como nuestras abuelas. Al cabo: gana el sopor. Volvemos a Twitter a exhibirnos con mordacidad estudiada buscando complicidad y una pizca de amor fraternal en tuits y favs gelotofílicos.
Con los días, la dinámica se ha vuelto tan nerviosa como conocida: unas páginas de lectura, unos minutos largos en la red. Más lectura, más tuits. Ambos mundos en coexistencia peleona. Si aceptamos que estamos en suspenso, entonces asumamos que nuestra nueva normalidad ya existía en alguna de sus formas. Somos seres humanos, físicamente gregarios y crecientemente socio-digitales.
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Me contradigo: la suspensión no es tal. Es decir, el mundo se nos ha cerrado, pero no hay vacío en la Historia. Somos espectadores del nuevo mundo en cocción; en el mejor de los casos, protagonistas privados de una construcción en proceso. Nuestra incidencia en la vida pública es relativa. Volveremos a ser ciudadanos —incluido el sentido físico— cuando nos desconfinemos. Quizás sea una curiosa inversión platónica: tras la experiencia ganada en la reclusión —intelectual, si se quiere— deberemos adquirir conocimiento sensorial en las calles.
Seremos invitados a participar de la Nueva Normalidá cuando la desescalada del confinamiento —suena a que bajaremos de una cumbre con poco oxígeno— seleccione nuestro número. Recién entonces la lotería nos permitirá apropiarnos de esa Nueva Normalidá en proceso. Ergo, construirla. Ya veremos qué crear con nuestros más o menos flexibles libertades. Cuando volvamos a ser ciudadanos, menos individuos privados.
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¿Se sienten fatalistas? Yo tengo intriga. Temo, pero, ante el pánico, camino cuando puedo. En redondo, en casa, en la oficina, en el balcón, en el jardín. Cuando sea posible, lo haré fuera. La Nueva Normalidá que construyamos debe incorporar una nueva idea del movimiento. En la vieja normalidá, vivíamos a la carrera, presurosos y apurados. Quizá por eso no nos deteníamos demasiado a pensar adónde iba nuestra trayectoria de alta velocidad.
Ahora, en la dizque suspensión, en realidad desaceleramos. Ojalá podamos ser ciudadanos menos apresurados por las circunstancias, más dedicados a planear que a reaccionar. Caminar me ayudó en la no-suspensión de estos meses. Me ha asistido siempre. Caminar tranquiliza, pone en marcha, suelta las ideas. Keep walking.