ADELANTO EDITORIAL

¿Somos intensas? Puede, ¿qué hay de malo?

16 de mayo de 2023 23:32 h

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Hay pocas cosas que me hagan sentir más libre que estar en el aire, cruzando el cielo hacia algún destino mientras miro las nubes y casi puedo notar su textura en la piel cuando el avión las atraviesa. Es la suavidad y el ajetreo de lo nuevo, es la ternura y la convulsión del cambio de temperatura, de lo desconocido, la agitación del miedo y del deseo a la vez.

Estaba a punto de aterrizar en Buenos Aires. Me sentía incrédula. Hay algo mágico en pensar que hace solo unas horas vivías los últimos coletazos del invierno en Madrid y trece horas después estás al otro lado del mundo, en el sur, llegando al final de un verano. Hay algo mágico en pisar un lugar muy deseado, en saber que estás a punto de conocer el aspecto y el olor de una ciudad que llevas años anhelando. Es la misma sensación que experimentas poco antes de besarte con alguien: ¿cómo será?, ¿me gustará o me decepcionará?, ¿sentiré indiferencia, placer, alegría, conmoción?, ¿a qué sabrá su saliva?, ¿cómo chocará su lengua contra la mía?

El pellizco en el estómago cuando el avión desciende, poco a poco, y se abre paso sobre un cielo que amanece y una ciudad que despierta es el mismo que el del enamoramiento. O casi mejor. Allí solo estoy yo, este es mi corazón ana requena aguilar 14 palpitante, estos son mis ojos brillantes, mi piel dispuesta al descubrimiento, el temblor de mi entrepierna que se frota contra una idea. Soy yo y mi deseo, no hay otro que gestionar. No hay somnífero que pueda con la emoción de saber que estás haciendo exactamente lo que tienes que hacer en el lugar y el momento precisos.

Allí, al otro lado de donde está mi hogar, la intensidad de Buenos Aires es la mía. Las avenidas anchas como mis caderas, cuando se abren, las cuadras interminables, el cielo inmenso, el vino bravo, la carne tierna y delicada, el pulso, las aceras, el ingenio, los helados, las librerías, la-misma-calleel-mismo-bar, la marcha del 24 de marzo, bailar en el Konex, sos relinda, el pasado presente, el presente rugiente, el pañuelo verde, entenderte con quien no conocés y recorrer Corrientes y San Telmo, y no saber si es Baires o Madrid.

Las amigas, las de antes y las nuevas. Hablamos del amor y de los chongos, de la muerte, del deseo, del miedo, de los precios que pagamos, del jugo que se licua entre las piernas. Comemos facturas y sánguches de milanesa, pizza en Las Cuartetas, ravioli de calabaza, helado de menta granizada, choripán, churros, lentejas y, por supuesto, muchas mediaslunas. Ellas me guían por la ciudad y por la treintena. Flor me abraza en plaza de Mayo y lloramos. Lu declara que la amistad es el nuevo amor y yo asiento. Estábamos juntas en Buenos Aires y me pasó lo que sucede cuando te enamoras y las hormonas toman el control sin necesidad de golpe de Estado: no quieres separarte, no quieres que aquello acabe, no quieres otra cosa sino buscar la fusión en cada abrazo. Mi hambre allí, física y metafórica, parece insaciable.

Me inicio en el fernet con cola. Hago incursiones en la noche, en la cumbia, en la cancha, en las camas. Acojo todo lo que me dan a probar. Cuando duermo, lo hago ferozmente. Solo así puedo recuperarme de este ritmo frenético. Ni mi cuerpo ni mi cabeza piden más, no tienen tiempo. «¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón». Pero es solo por un rato. Dejaré en Buenos Aires mi olor en las esquinas, pero me llevaré el corazón de vuelta, más grande y bombeando aún más sangre, amando más fuerte todavía.

Un hombre que ha estado meses detrás de mí, insistente, seductor, adulador hasta que iniciamos una relación, me llama "intensa" porque le pido una conversación cara a cara cuando él empieza a desatenderme en lo más básico

En mi terraza sobre Palermo siento el pellizco del enamoramiento. Es exactamente esa sensación de que el corazón se te va a salir del pecho y quieres permanecer ahí, pegada. Pegada a mí, a esa ciudad, en esa fusión entre lo que creo y lo que quiero. Allí, al otro lado de donde está mi hogar, descubro que estoy bien. ¿Estoy bien? Me da miedo pronunciar esa frase, afirmar con rotundidad que puedo estar bien y que quizá lo que necesito para estarlo es diferente a lo que llevaba tanto tiempo pensando. Nada ha evitado que haya llegado hasta aquí persuadida de que hay algo malo en casi todo lo que hago, digo o decido. Me he desviado de un camino y trato de construir otro con mis manos. A veces sale solo, otras se hace cuesta arriba.

Ocurre cuando, después de una reunión de trabajo en la que hablo con vehemencia y levanto la voz, un compañero me dice: «Así pierdes la razón». O cuando tengo veintipocos y me enfado porque algunos amigos nos dicen que si no queremos que nos miren insistentemente no nos pongamos minifalda. «Venga, no exageres». Un día, en un taxi, me doy cuenta de que me estoy esforzando por sostener una sonrisa y seguir la conversación del conductor a pesar de que no me apetece una mierda. ¿Qué podría pasar de no hacerlo?, ¿que el taxista pensara que soy una desagradable, una amargada, que me animara a sonreír un poco, como tantos otros han hecho alguna vez? Uno de mis primeros novios consigue que me sienta una loca y, lo mejor, logra que los demás lo crean. Yo asisto incrédula porque no sé qué he hecho mientras él despliega muy perversamente sus celos, sus amenazas y sus prácticas abusivas. Será, eso sí, un gran aprendizaje. Muchísimos años después, un hombre que ha estado meses detrás de mí, insistente, seductor, adulador hasta que iniciamos una relación, me llama «intensa» porque le pido una conversación cara a cara cuando él empieza a desatenderme en lo más básico. Ya en Buenos Aires, el reencuentro con un antiguo amante termina conmigo dando un portazo en su coche y enseñándole el dedo corazón mientras me alejo. «Que sí, mujer, vamos viendo». Él es quien tiene el problema, pero es a mí a quien hace sentir inapropiada e intensa. No hay nada que ver, querido, chau, ya no voy a agarrar esa pelota. Para entonces yo ya tengo el «intensa» dándome vueltas en la cabeza y en el estómago.

Que una señorita no debe sentarse con las piernas abiertas. Que si no me maquillo pareceré un fantasma. Que si me enfado, no les gustaré. Si pido, se alejarán. Si un día estallo, estaré exagerando. Si necesito imponerme, seré una histérica

Esta relación de experiencias es solo un índice, una gota, que se suma a todas las veces que vi a otras mujeres señaladas y expulsadas por sentir, por pedir, por querer, por quejarse o hasta por pensar y querer demostrarlo. Pero allí, al otro lado de donde está mi hogar, descubro otro hogar. Es el que me ofrece mi cuerpo y mi espacio, es el hogar que de repente nace de sentirme bien, segura, vibrante, intensa. Eso es, soy intensa y el pellizco que siento dentro —algo muy parecido al amor, o quizá es que esto es amor— es un acto de rebelión contra los malestares difusos. La insumisión ante esa sombra perenne que nos acompaña a las mujeres. Es posible que nos cueste definir ese malestar, incluso reconocerlo. Yo he dudado mucho de mí y de lo que siento y de lo que quiero y de lo que está bien o mal.

El demonio a mi derecha son los mandatos que he interiorizado desde pequeña. Son como el agua, tan claros y tan fáciles de encontrar al abrir el grifo que ni te los planteas. Y, cuando lo haces, has aprendido a beber tantos vasos de agua para saciar la sed del día a día que cuesta aprender a hacerlo de otra manera. Al fin y al cabo, beber agua es lo natural para calmarla. Los demás beben agua, el agua está ahí, a mano, al menos para quienes vivimos a este lado del mundo. No hacerlo, no tomar vasos y vasos de agua, es, nunca mejor dicho, sentirte siempre contracorriente. ¿A qué le tengo miedo?

El ángel a mi izquierda es el pellizco en el estómago de sentirme libre a pesar del miedo; son las historias de otras que se lanzaron y se golpearon, pero que pelearon por su deseo y reinaron sobre sus vidas. Eso hago yo, pelear por mi deseo y contra el mandato. De ahí emana el malestar difuso: no sé por qué lo siento, pero sé que me encuentro con voces que constantemente me dicen que lo que hago no está bien. Que una señorita no debe sentarse con las piernas abiertas. Que si no me maquillo pareceré un fantasma. Que si me enfado, no les gustaré. Si pido, se alejarán. Si un día estallo, estaré exagerando. Si necesito imponerme, seré una histérica. Si opto por explorar cómo quiero relacionarme, me quedaré «sola» y seré una Charo. Si me pongo por delante, soy una egoísta. Si decido asignarme tiempo para mí en lugar de para mi hijo, soy una egoísta multiplicada por mil. Si decido no seguir adelante con un hombre entregado que se ha enamorado de mí, estoy cometiendo una locura. Si me emborracho y no vigilo mi copa, soy una imprudente.

Con tanto malestar sin nombre, tanta acusación sin rostro claro y tanta duda abriéndose paso cómo no me va a costar creerme que estoy bien o que puedo estarlo, que no hay nada malo en mí, sino todo lo contrario. Cómo no va a ser complicado afirmar que estamos bien, a pesar de que sabemos que un lado y otro forcejean y que no hay nada rotundo ni definitivo, salvo, eso sí, los pellizcos que son de una y de nadie más. Qué complicado darnos el espacio para buscarlos y sentirlos. Qué difícil saber lo que queremos genuinamente y lanzarnos sin escuchar una voz en la nuca que, inquisitoria, susurra: «¿Estás segura?», «te estás pasando», «eres una intensa». Yo en Buenos Aires no la oigo. Creo notar que intenta hablar, pero no llego siquiera a notar un murmullo. Sumerjo la duda en mate y pido otra medialuna.

Casi cualquier cosa parece un exceso cuando la pide una mujer. Casi todo es demasiado cuando lo siente una mujer. Casi todas las frases suenan estridentes cuando las dice una mujer

Estoy bien. Me da miedo pronunciar esa frase, afirmar con rotundidad que puedo estar bien y que quizá lo que necesito para estarlo es diferente a lo que llevaba tanto tiempo pensando. Llegué a creer que era mejor no pedir, no enfadarme, no sentir tanto, no querer tanto. Casi me convencen de que era mejor conformarme, no ser la histérica de turno, la chica pesada que anda siempre poniendo el contrapunto, la mujer a la que debe valerle el amor a cualquier precio.

Casi cualquier cosa parece un exceso cuando la pide una mujer. Casi todo es demasiado cuando lo siente una mujer. Casi todas las frases suenan estridentes cuando las dice una mujer. Soy una intensa en la ciudad intensa. Es la intensidad la que precisamente consigue que mi deseo se imponga a mis miedos. La que me ayuda a salir del molde y recoger las migajas que quedan dentro. La que media con las culpas y negocia con la rabia. La que se convierte en red cuando me siento en caída libre y me pregunto si todo esto merece la pena. La que me anima a poner límites. La que grita la injusticia y alimenta mis peleas. La que me hace decir lo que siento. La que me ayuda a vivir como quiero. La que me guía cuando hay oscuridad y me moja cuando me seco. Soy una intensa en la ciudad intensa o quizá llevo yo la ciudad intensa aquí, dentro. Ahora despliego el mapa que antes permanecía arrugado. Las huellas de las demás me hacen ver que ni soy la primera ni estoy sola. Más bien al contrario, somos una multitud ruidosa a la que continuamente intentan bajarle el volumen.

Sí, lo quiero todo. ¿Soy intensa? Está bien. Lo queremos todo, claro, cómo no. ¿Somos intensas? Puede, ¿qué hay de malo?