El 'lawfare' de los años 30: así fue el sabotaje de los jueces a la Segunda República

Marta Borraz

25 de agosto de 2024 22:19 h

0

Es conocido que la proclamación de la Segunda República tuvo que enfrentarse a la resistencia de fuerzas políticas y sociales que no veían con buenos ojos el cambio de régimen. Mucho se ha escrito de la férrea oposición que los carlistas, la derecha monárquica, los anarquistas, la Iglesia o el Ejército agitaron contra el nuevo sistema democrático, pero apenas se ha investigado sobre el papel que desempeñó el poder judicial. Eso a pesar de que también se erigió como uno de los sectores saboteadores del ambicioso programa de reformas que intentó desarrollar la República hasta la sublevación militar franquista.

Así lo recoge el profesor de Historia del Derecho de la Universidad de Granada Rubén Pérez Trujillano en Jueces contra la República. El poder judicial frente a las reformas republicanas (Dykinson, 2024), una minuciosa radiografía en la que sigue el rastro a tribunales y audiencias de toda España. El experto ha buceado en archivos y analizado “miles” de sentencias para llegar a una conclusión: los jueces “desactivaron de manera sistemática el carácter normativo de la Constitución republicana y las normas que buscaban darle cumplimiento” a través de fallos en los que “anteponían” su sistema de creencias y valores ideológicos.

Esta instrumentalización política de la justicia –que conocemos popularmente con el término lawfare– fue “sin duda generalizada”, sostiene Pérez Trujillano. Y tuvo el objetivo de “frenar desde los tribunales el constitucionalismo social y democrático del periodo de entre guerras” y “cortocircuitar el régimen”. No es que no existieran magistrados que aceptaran el nuevo orden salido de las urnas; de hecho, algunos como Manuel Pedregal fueron asesinados por los fascistas, pero las tendencias jurisprudenciales de aquellos años (1931-1936) fueron “bastante uniformes y homogéneas” sin grandes diferencias entre unos tribunales y otros, explica el experto.

La Constitución republicana, aprobada en diciembre de 1931, implicó una ruptura profunda con el régimen monárquico anterior. Por un lado, el texto pasó a la cúspide de la jerarquía normativa y adquirió un valor que, en teoría, debía implicar que todos los poderes del Estado se sometieran a ella. Por otro, desplegó una batería de derechos, libertades y reformas de orientación social nunca vistas hasta entonces. Establecía en concreto que la clase social o riqueza, las ideas políticas, las creencias religiosas o el sexo podían ser “fundamento de privilegio jurídico”, pero “la decisión de los jueces fue no acompañar estos cambios”, afirma el historiador.

El también autor de Ruido de togas. Justicia política y polarización social durante la República (Tirant lo Blanch, 2024) considera que durante la República primaba una “cultura jurídica” heredera del pasado con magistrados y fiscales formados bajo la monarquía y la dictadura de Primo de Rivera que “tendían a interpretar el Derecho de forma preconstitucional” y a “anteponer” su propio sistema de valores: “En la práctica, defendían una concepción nacionalista y burguesa, la familia tradicional, la moral y culturas católicas, la subordinación al poder militar o la creencia de que cualquier alternativa al capitalismo era directamente la barbarie y ponía en jaque el corazón de la civilización”.

Delitos que eran pecados

La República declaró la laicidad del Estado y su separación de la Iglesia católica, lo que implicaba, por ejemplo, dejar de pagar del erario público los salarios de los sacerdotes, eliminar simbología religiosa de los espacios públicos o intentar vetar a las órdenes religiosas de la enseñanza. Lejos de intentar garantizar su cumplimiento, la judicatura prefirió “adherirse decididamente a los intereses de la Iglesia”, cuando no poner en práctica un “catolicismo militante”, ha demostrado Pérez Trujillano. Jueces y fiscales “perseguían pecados como delitos” y llegaron a “elevar la moral católica al rango de moral judicial”.

Así, numerosos fallos interpretan restrictivamente el delito de “escándalo público” para censurar viñetas y textos en libros y publicaciones que supuestamente ofendían los sentimientos religiosos. También era común que la responsabilidad penal se agravara cuando el sujeto pasivo de un delito era un religioso en casos como las amenazas de muerte. Al revés, ocurría lo mismo y había cierta indulgencia cuando los delitos los cometían miembros del clero. Por ejemplo, el presbítero de Tabérnolas (Barcelona) fue acusado de injurias graves en misa contra una maestra que impulsó la retirada de signos religiosos de la escuela pública. El juez le absolvió aduciendo que los sermones se enmarcaban en aquel “estado de anormalidad extraordinaria” que desató la Constitución entre maestros y sacerdotes.

La “simpatía del poder judicial con la Iglesia” se percibe también en cómo los tribunales se evadieron de las demandas interpuestas contra el ocultamiento o alzamiento de bienes que miembros del clero llevaban a cabo para “entorpecer” la política de incautaciones llevada a cabo por el Gobierno republicano al decretar la disolución de la Compañía de Jesús. También en las fórmulas de pleitesía que usaban los magistrados al dirigirse a religiosos y en cómo solían compartir con ellos información reservada sobre las investigaciones judiciales en curso. Fue además común que desde la justicia se pidiera a los párrocos informes de moralidad de los candidatos a jueces municipales.

En otras ocasiones, los magistrados interpretaban leyes o preceptos “conforme a la cultura y la religión católica”, como ocurrió con el divorcio, aprobado por primera vez en España en 1932 bajo determinados supuestos. Según ha documentado Pérez Trujillano, “muchos magistrados dificultaban de manera clara los divorcios y los convertían en procesos muy arduos” porque, en la práctica, restringían al máximo las causas contempladas en la ley para aceptarlo si no era de mutuo acuerdo.

Una “doble vara de medir”

Al igual que con la Iglesia, el poder judicial “fue más indulgente” y actuaba “más escrupulosamente” con la violencia de la extrema derecha y “solía castigar con más dureza” la perpetrada por fuerzas de izquierda. “Se ve claramente con las penas impuestas por el golpe de Estado de Sanjurjo de 1932, que tuvo una trama militar y otra civil que se dejó sin juzgar”, afirma el historiador, que apunta a “una doble vara de medir” según la ideología de quien se sentara en el banquillo. Pérez Trujillano ha encontrado, por ejemplo, que también la actividad sindical “era castigada con más dureza” a pesar de que la libertad de sindicación estaba reconocida en la Constitución.

En realidad, se perseguía a todos los que eran considerados enemigos del orden social tradicional, para lo que se utilizó de “una forma arbitraria” la Ley de Vagos y Maleantes aprobada en 1933. Esta norma, que heredó y modificó después Franco, fue concebida con la idea de sustituir el castigo penal por intervenciones y medidas de otro tipo cuando aquellas personas consideradas antisociales (sin hogar, con adicciones...) cometían un delito. Sin embargo, en la práctica, se convirtió en un instrumento de control y criminalización de la pobreza mientras “jueces, policías y fiscales” la aplicaron “como herramienta represiva” contra militantes de izquierdas, como ocurrió con un grupo de anarquistas encarcelados, entre ellos Buenaventura Durruti, acusados de haber provocado un “relajamiento de la disciplina” entre el resto de presos.

El historiador analiza en el libro cómo el poder judicial también “llegó a obstaculizar” otros elementos centrales para el régimen republicano como la autonomía territorial –“dificultando el uso de idiomas en sus respectivos territorios”, ejemplifica– o las reformas que tenían que ver con el campo. “Debido a que la situación era insostenible, el Gobierno aprobó varios decretos de urgencia para intentar suspender los desahucios de colonos y labradores que alquilaban parcelas o fincas, pero el poder judicial no acompañó esta medida y no puso en suspenso los desahucios”, cuenta el experto.

También “respaldó” el poder judicial de los llamados arrestos gubernativos, una práctica por la que, por orden de una autoridad, se arrestaba discrecionalmente a quienes eran considerados una amenaza. Estas detenciones podían ser de un máximo de 24 o 72 horas, pero, según explica Pérez Trujillano, se tendía a abusar de ellas. Esta lógica, heredada de la monarquía, siguió sin embargo prevaleciendo durante el régimen republicano, “en parte –cree el experto– por la pasividad del poder judicial ante los abusos, que fue clave para que se cronificara”, por ejemplo, a la hora de “reprimir movimientos huelguísticos”.

El Gobierno no actúa

La República, sin embargo, no atajó el problema de fondo, por lo que siguió reproduciéndose durante todo el régimen. En este sentido, las reformas se centraron en otras cuestiones consideradas más acuciantes, como el Ejército, aunque “a juzgar por lo que pasó el 18 de julio no tuvieron gran efecto”, sostiene Pérez Trujillano. “Además, la República entiende que el principio de derecho y la independencia judicial son irrenunciables y fue cauta con esto, pero también se dieron cuenta, sobre todo los reformistas del primer bienio, que en realidad no existía un recambio judicial funcional al nuevo sistema normativo”, añade.

Son ilustrativos dos ejemplos que el historiador analiza en el libro: por un lado, el del presidente del Tribunal Supremo, Diego García Medina, un magistrado abiertamente conservador y nacionalista “muy cerrado al constitucionalismo social” que el Gobierno republicano aceptó a propuesta de la asamblea de composición mixta mandatada para ello “porque no era un militante reaccionario y se pensaba que no había una alternativa mejor”.

Otro caso es el del magistrado José Castán Tobeñas, que acabó siendo miembro del Alto Tribunal después de que el Gobierno republicano abriera la posibilidad de que lo integraran expertos en Derecho aunque no fueran jueces de carrera, como era su caso. “Entendían que tenía una cultura jurídica y formación porque también se daba el problema de que había cierto anquilosamiento en el poder judicial”, explica Pérez Trujillano. Su carácter reaccionario era tal que formó parte de la quinta columna, la red de espías y saboteadores que trabajaba para los franquistas infiltrándose en terreno republicano. Su adhesión a los sublevados fue premiada y acabó promocionando y siendo elegido presidente del Tribunal Supremo “y el gran jurista del régimen” durante la dictadura.