El Renacimiento que eclosiona en Italia y se expande por Europa trae consigo la imprenta, el telescopio, el reloj… y unos cánones de belleza más estrictos para las mujeres. Se crea una cultura de la belleza asociada a la idea de que la hermosura va de la mano de la virtud y se establecen imperativos sociales: maquíllate, pero que parezca natural; ¿tienes pelo en el pubis? Tan natural tampoco, depílate.
¿Nos suena? Jill Burke, investigadora de la Universidad de Edimburgo y autora de Cómo ser una mujer del Renacimiento. Mujeres, poder y el nacimiento del mito de la belleza (Crítica, 2024), ve paralelismos entre el ideal de belleza renacentista y el actual, ambos “difíciles de alcanzar para la mayoría de las mujeres”. Un elemento que se ha mantenido con el paso de los siglos, asegura, es el parecer rica y ociosa: “En el Renacimiento eso significaba piel pálida, cutis claro y cuerpo carnoso; ahora es una persona esbelta que se note que tiene tiempo para hacer ejercicio y dinero para comprar cosméticos caros”, explica la historiadora.
Los avances tecnológicos del Renacimiento y una mayor preocupación por la hermosura que vino de la mano del arte creó una ‘cultura de la belleza’ que oprimía a las mujeres
Entre los inventos que trajo a Europa el Renacimiento está el espejo de cuerpo entero, que supuso que, por primera vez, las personas podían saber exactamente cómo se les veía desde fuera. Esto se unió a una mayor preocupación por la belleza que vino de la mano del arte y la invención de la imprenta, que permitía reproducir folletos asequibles sobre cosmética, lo que dio lugar a una “cultura de la belleza” generalizada que, cuenta Burke, ya oprimía a las mujeres de la época.
La sprezzatura: el “que parezca natural” renacentista
En 2019, un equipo de profesionales de la psicología de la Universidad de Bruselas publicó un estudio que sostenía que a las mujeres que llevaban cosméticos faciales muy visibles se les consideraba “menos humanas” que a las que iban menos maquilladas.
En su libro, Burke hace un paralelismo entre ese estudio —“que divulga tópicos misóginos sobre el maquillaje”, añade— y la visión que tenían los médicos del Renacimiento de los cosméticos: cualquier “pintura facial” era símbolo de una “sexualidad descarriada”. Lo que el canon de la belleza exigía a las mujeres renacentistas era la sprezzatura, la idea de que la hermosura debe tener apariencia de lograrse sin esfuerzo. El “antepasado directo” del “maquíllate, pero que no se note” actual, apostilla Burke.
A la vez que los médicos italianos de los siglos XV y XVI repudiaban el maquillaje, la sociedad exigía a las mujeres amoldarse a los cánones de belleza. Era un periodo histórico en el que muchas carecían de un amplio abanico de derechos o poder adquisitivo por el hecho de ser mujeres, y la única forma de acceder a esa vida plena en sociedad o un sostén económico era a través del matrimonio. No comprometerse con la sprezzatura y la belleza no era opción, pues los potenciales maridos tenían en cuenta los dictados de la fisonomía del momento, que afirmaba poder conocer por los rasgos de una mujer si sería una esposa obediente o fértil.
La obsesión renacentista por la belleza obligaba a las mujeres de la época a tratar de alcanzar el canon, pues era necesario para casarse en una sociedad en la que tenían menos derechos que los hombres
Las primeras cirugías estéticas
La nariz tenía un lugar privilegiado en el ideal de belleza renacentista. Un escritor milanés repetía en 1581 las palabras de Aristóteles: una nariz bien dispuesta equivale a un gobierno bien dispuesto; y mutilar la nariz es destrozar toda la cara. Además, el apéndice nasal era blanco habitual de ataques que buscaran deshonrar a la víctima.
Por esto, la medicina de la época encontró demanda social para las rinoplastias, posibles gracias a las técnicas desarrolladas en el sur de Italia a finales del s.XVI. No era la operación sencilla que es hoy, sino que realizaban reconstrucciones completas de la nariz en casos de estricta necesidad: no cualquiera soportaba los días que duraba el proceso de injertar la piel del brazo en la cara con la anestesia y analgesia “muy rudimentaria” con la que se contaba, explica la autora.
Las labioplastias podían realizarse por motivos estéticos –al considerar al genital “feo”– pero también tenían otros objetivos: construir una vulva normativa para las personas con desarrollos sexuales diferentes —al estilo de la mutilación genital que se hacía en España a bebés intersex hasta hace un año—o extirpar el clítoris o los labios menores, pues algunos médicos entendían que cuando eran demasiado grandes para la norma podían ser señal de lesbianismo e hipersexualidad. “Por un lado, la demanda de modificación corporal estaba obligando a la ciencia a buscar soluciones; por otro, las personas podían verse sometidas a intervenciones a veces dolorosas o perjudiciales para cumplir el canon”, apunta Burke.
Vello corporal, brujas y protofeministas
En 1485, en la ciudad italiana de Como se celebró un juicio por brujería en el que 41 mujeres fueron reducidas a cenizas. Un hecho que podría ser un ejemplo más de la caza de brujas en Europa, si no fuera por un detalle: antes de quemarlas, les afeitaron el vello de todo el cuerpo. Las “brujas” se salían de la norma patriarcal y, en este caso, al castigarlas el sistema, se encargó también de devolverlas al canon estético.
No es que se considerase brujas a todas las mujeres que no se depilaban, pero este afeitado se estableció como norma a mediados del siglo XVI, y cualquier desviación de esta podía ser sospechosa. El tratado sobre brujería Malleus Maleficarum recomienda eliminar el vello corporal de las personas sospechosas de malas artes porque “a veces guardan amuletos entre sus ropas o los pelos del cuerpo”.
Existían autoras protofeministas a favor y en contra de tratar de alcanzar la belleza, pero la mayoría de ellas defendía el derecho de las mujeres a embellecerse frente a una sociedad patriarcal
Pociones aparte, las brujas eran en su mayoría mujeres que ejercían una ciencia práctica siguiendo conocimiento no científico. Por ejemplo, curas a base de plantas, fundamentales en una época en la que la mayoría de las dolencias se trataban con remedios caseros.
Las mujeres del Renacimiento no solo sufrían estas imposiciones sociales, sino que –a veces– trabajaban, establecían lazos con otras mujeres y debatían sobre sus propios intereses, como podían ser la belleza o los cosméticos. Algunos de los argumentos en estos debates se publicaron y nos han llegado.
Varias autoras que podríamos considerar protofeministas —rechazaban la supuesta inferioridad de las mujeres y reclamaban la igualdad— condenaban a las mujeres por su interés en la belleza, argumentando que deberían dedicar más energía a “superarse” a través de la lectura, explica Jill Burke.
Otras creían que la cosmética era útil para las mujeres, ya que les permitía tener un área de especialización, una salida para la creatividad y algo divertido que compartir con las amigas. Ambas posturas convivían en el Renacimiento, aunque la mayoría de las protofeministas defendían “el derecho de las mujeres a embellecerse frente a una sociedad represiva y patriarcal y, a menudo, frente a la condena de la Iglesia”, termina Burke.