La mejoría de los afectados de COVID persistente tras vacunarse abre una nueva incógnita científica

Esther Samper

30 de marzo de 2021 22:24 h

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Entre las diferentes facetas del virus SARS-CoV-2 que aún siguen cubiertas de incertidumbre destacan las secuelas a largo plazo que aparecen tras la infección. Múltiples científicos de diferentes lugares del planeta están realizando un seguimiento estrecho de los pacientes para averiguar cómo evolucionan a lo largo del tiempo y cómo se podrían prevenir o tratar los efectos de la enfermedad. Estados Unidos ha apostado fuerte por la investigación de este asunto. El pasado diciembre el Congreso estadounidense destinaba más de mil millones de dólares a los Institutos Nacionales de Salud (NIH) para financiar durante cuatro años proyectos que estudien las consecuencias para la salud a largo plazo provocadas por la infección del SARS-CoV-2.

El NIH estimó que entre el 10 y el 30 % de las personas infectadas por el coronavirus podían sufrir síntomas a largo plazo. En España, según la encuesta realizada por la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia, el 87 % de las afectadas por la COVID-19 persistente son mujeres, con una media de edad de 43 años.

La COVID-19 persistente, que en la terminología médica se denomina con el acrónimo inglés PASC (Secuelas posagudas por la infección de SARS-CoV-2) engloba a una gran diversidad de síntomas y signos que pueden aparecer tras la infección por el coronavirus y mantenerse durante semanas o meses. A finales de enero aparecían los resultados preliminares de un gran estudio (cuyos resultados aún no han pasado por la revisión por pares ni se han publicado en una revista científica) que analizaba más de 18.000 publicaciones y 47.000 pacientes para reunir el conocimiento conjunto acumulado sobre las PASC. Los investigadores encontraron que alrededor del 80% de los afectados por la COVID-19 sufría uno o más síntomas semanas o meses después de la infección e identificaron más de 50 síntomas/signos diferentes que podían aparecer y mantenerse en el tiempo. 

El síntoma que aparecía con más frecuencia era la fatiga (58% de las personas analizadas), seguidos del dolor de cabeza (44%), el trastorno de la atención (27%), la pérdida de cabello (25%), la dificultad para respirar (24%), la pérdida del gusto (23%) y del olfato (21%), la respiración acelerada y más profunda (21%) y la tos (19%). Por ahora, las causas detrás de esta amplia variedad de secuelas son desconocidas y se barajan hipótesis muy diferentes: una reacción inadecuada del sistema inmunitario que se mantiene tras resolverse la infección, estrés postraumático, persistencia de partículas virales en algunas partes del cuerpo... 

Mejora, ¿casualidad o causalidad?

Con las vacunaciones masivas que están teniendo lugar en múltiples países se añade otra faceta más desconocida sobre las PASC: cada vez son más personas las que comunican que sus síntomas han desaparecido o se han aliviado al poco tiempo de haber recibido la vacuna. Encuestas internacionales y diferentes medios de comunicación como The Washington Post, The Huffington Post, El País o Vozpópuli recogen múltiples casos de personas explicando su evolución tras la vacuna. Especialmente llamativo es el caso de Arianna Einsenberg, de 34 años, que experimentó fatiga, insomnio, dolor muscular y niebla mental durante 8 meses tras pasar la COVID-19. Sin embargo, sus síntomas desaparecieron al cabo de 36 horas después de recibir la segunda dosis de la vacuna contra el virus SARS-CoV-2. ¿Casos como el de Eisenberg son una mera casualidad o realmente las vacunas consiguen aliviar o eliminar los síntomas de la COVID-19 persistente?

Un primer detalle que hay que tener en cuenta al analizar estos casos es que correlación no implica causalidad. Millones de personas en el mundo están recibiendo vacunas contra la COVID-19 y es posible que, por simple azar, los síntomas de la COVID persistente desaparecieran coincidiendo con el tiempo de la vacunación, sin que la vacuna haya tenido nada que ver al respecto. Además, también hay que tener en cuenta a todas aquellas personas que se vacunaron y siguen mostrando los mismos síntomas que antes de recibir dicho tratamiento preventivo.

Desafortunadamente, no es posible distinguir recuperaciones espontáneas de la COVID-19 persistente de aquellas desencadenadas por las vacunas simplemente a través de encuestas, porque no tenemos un grupo de control (personas con COVID-19 persistentes que no han recibido la vacuna) para comparar. Precisamente por ello, son necesarios estudios clínicos que nos confirmen que, efectivamente, las vacunas pueden ser de utilidad para tratar las PASC. Por ahora, las investigaciones al respecto cuentan con importantes limitaciones como para establecer conclusiones, aunque apunten en esta dirección.

En el hipotético caso de que las vacunas, efectivamente, supusieran un beneficio para las personas que sufre las PASC, ¿cuál sería la razón para este fenómeno? Dado que ni siquiera se conoce las causas tras la COVID-19 persistente, cualquier hipótesis al respecto entra dentro del terreno de la pura especulación. En cualquier caso, nunca hay que subestimar el efecto placebo. Sabemos por multitud de estudios que determinadas personas con síntomas como el dolor, la fatiga o el insomnio pueden responder muy bien a placebos, sustancias que no tienen ningún efecto terapéutico, pero que provocan un beneficio en los individuos que lo reciben.

Más allá del mecanismo anterior, podría ser que la respuesta inmunitaria potenciada por las vacunas consiguiera que una hipotética reacción inadecuada del sistema inmunitario, que atacaba a tejidos o células del propio cuerpo humano, se resolviese. Otra posibilidad es que la vacuna consiguiera que el sistema defensivo eliminara las hipotéticas partículas virales que pudieran seguir presentes en el cuerpo. Por ahora, son muchas las interrogantes al respecto, aunque la primera cuestión que tendrá que resolverse y confirmarse es si las vacunas, efectivamente, ofrecen beneficios sobre la COVID-persistente.