El 1 de agosto de 1022 los ciudadanos (entonces ni siquiera lo eran) no paraban por vacaciones así que no había necesidad de lanzar serpientes de verano para alimentar a una opinión pública, que por entonces tampoco existía. Ese día, hace justo un milenio, Papado e Imperio promulgaron una norma que, diez siglos después, sigue estando vigente, y sigue siendo discutida: prohibir el matrimonio de los curas.
Lo primero que hay que aclarar es que el celibato obligatorio no es un dogma de la Iglesia, sino una disposición del Derecho Canónico, que se estableció fruto de un acuerdo entre el Papa Benedicto VIII y el Emperador Enrique II, que estaban muy unidos (el monarca repuso al pontífice, que había sido depuesto pocos meses después de ser elegido, y el Papa le coronó en Roma como emperador, en un acto que unió, por primera vez, la corona, el globo y la cruz, como símbolo del poder universal).
Ambos acordaron introducir de forma definitiva en el credo niceno-constantinopolitano la procedencia del Espíritu Santo del Padre “y del Hijo” que desembocará años más tarde en el Cisma de las Iglesias de Oriente y Occidente, tan en boga hoy con el conflicto en Ucrania.
La que ha cumplido un milenio este lunes es la historia del Sínodo de Pavía, planteado como una suerte de reforma de la Iglesia y que se celebró bajo la presidencia de Papa y emperador, concluyéndose que el alto clero (hasta su subdiaconado) debía ser obligatoriamente célibe y que sus hijos habrían de convertirse en sacerdotes para no peligrar la herencia de los bienes eclesiásticos: el dinero, los terrenos y los templos. También se condenaron la simonía (compra de cargos) y el nepotismo, pero donde sí se cumplió a rajatabla, durante siglos, la norma, fue en lo tocante al celibato.
Política y religión, indisolubles
Ahora se llama tradición, pero lo cierto es que, durante el primer milenio de la Iglesia, era natural que los sacerdotes contrajeran matrimonio. De hecho, casi todos los apóstoles de Jesús (el primer Papa, Pedro, también), excepto Juan, estaban casados y muchos tenían hijos.
Sin embargo, la creciente unión entre el poder religioso y el poder político, consagrada por Constantino en el año 314, hizo que conviniera más a la institución que el clero estuviera únicamente reservado a varones, solteros y –como se ha encargado de recordar reiteradamente la normativa– heterosexuales. De momento, como recomendaciones, que después se convirtieron en reglas, más o menos encubiertas.
Con todo, no fue norma oficial de la Iglesia hasta este momento, hoy hace un milenio. Posteriormente, las normas fueron endureciéndose más y más, pese a los sucesivos cismas (el de Oriente, de 1054; o el provocado por Lutero en 1521, y al que se sumó Enrique VIII, precisamente, para poder volver a casarse), hasta llegar al Segundo Concilio de Letrán, en 1139, que declaró nulos los matrimonios sacerdotales.
Ya en Trento, como respuesta a la reforma de Lutero, se confirmó la exclusión de casarse después de la ordenación, pero no negó la posibilidad de ordenar a hombres ya casados, algo que, todavía hoy, se permite en muchas iglesias cristianas (y en hasta 23 ritos permitidos por la Iglesia católica, como el caso de los curas anglicanos que vuelven a Roma y siguen siendo sacerdotes sin tener que abandonar mujer e hijos). Lo que sí hizo este Concilio fue impedir la entrada a las órdenes sagradas de hombres no célibes.
âEl Código de Derecho Canónico de 1917 declaró “simplemente impedidos” para recibir las órdenes sagradas a los que “tienen esposa” y el Código que actualmente está en vigor, el de 1983, prohíbe a los hombres casados ser ordenados sacerdotes (aunque sí pueden ser diáconos), y a éstos “observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los Cielos”. Una regla que, como decíamos, tiene excepciones.
La crisis creciente de vocaciones
¿Y qué piensa el papa Francisco? En febrero de este año, en plena polvareda por la petición del Camino Sinodal Alemán para acabar con el celibato obligatorio (algo que también ha sucedido en varias diócesis españolas, aunque la Conferencia Episcopal haya 'afeitado' convenientemente esta y otras demandas en la síntesis enviada a Roma), Bergoglio defendía el celibato sacerdotal como “un don” que “requiere relaciones sanas” para “no convertirse en un peso insoportable”. Las voces que reclaman acabar con esta norma crecen.
“Me viene a la mente una frase de San Pablo VI: 'Prefiero dar mi vida antes que cambiar la ley del celibato'”, dijo el Papa a la vuelta de un viaje a Panamá, aunque también reconoció que “no es un dogma” y que, como tal, puede modificarse.
Tal vez no sea necesario derogar la norma creada hace hoy mil años, pero sí llenar el Derecho Canónico de excepciones (los viri probati de la Amazonía, o cristianos de reconocido prestigio en zonas despobladas, donde es imposible la llegada de curas) que, unidas al creciente crisis vocacional, puedan convertirse, con el paso de los años, en norma. Aunque no hay Iglesia que soporte aguantar así otro milenio.
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