Natalia (nombre ficticio) trabaja cuatro horas diarias como contable en un pequeño despacho de abogados. Tiene un contrato temporal a tiempo parcial. Echa cuentas, pero nunca salen. Los 400 euros que ingresa al mes en su cuenta bancaria no le llegan para pagar los gastos del día a día. Por si fuera poco, a sus 39 años también carga con una hipoteca cercana a los 500 euros mensuales y dos hijos menores de edad.
La situación de Natalia no es única en España. Según los datos de paro registrados en el mes de julio, el 35% del empleo que se generó durante el mes pasado tuvo como fórmula más repetida el contrato temporal de jornada parcial. Esto es, una suerte de minijob que, en el caso de la temporada estival, suele estar vinculada a la hostelería.
Es precisamente en este sector en el que esta trabajadora social ha encontrado un pequeño respiro económico. Desde que se diplomó en 2011, Natalia no ha encontrado ni un solo empleo relacionado con su formación. Ni siquiera ha tenido la oportunidad de asistir a una entrevista. Ahora, además de realizar labores como contable de lunes a viernes, trabaja los fines de semana en un bar cercano a su casa. No tiene contrato y cobra en función de la caja que se hace cada día. “Somos tres personas trabajando los fines de semana. Cada una nos llevamos un 10% de la caja. Con 60 euros salimos más que contentas”, explica. Los días en los que la caja está floja vuelven a casa con 20. “Aun así me compensa. Todo lo que sea un ingreso adicional, por mínimo que sea, se agradece”.
Tener un empleo y estar en riesgo de exclusión social ya no es un contrasentido. Como ya publicó eldiario.es, la subida de precios, la pérdida de poder adquisitivo, el empeoramiento de los servicios públicos y los trabajos precarios han provocado el crecimiento del número de personas que, a pesar de tener un trabajo, rozan la pobreza. Según un estudio de la Fundación Alternativas sobre la desigualdad en España, entre 2007 y 2012, la denominada tasa de pobreza pasó del 10,7% al 12,7%.
La pensión de M., el padre de Natalia, y la ínfima prestación por desempleo de su pareja han evitado poner a su familia al borde del precipicio. “Todo lo que entra en mi cuenta bancaria lo dedico a pagar las facturas y la hipoteca. Mi salario no llega ni para sufragar los gastos básicos”, comenta con entereza Natalia. “Es mi padre quien se hace cargo de hacer la compra diaria. Yo, si es que en una semana he tenido más ingresos, puedo permitirme ir a por leche o huevos”.
Inestabilidad emocional y sentimientos de inferioridad
Como cada día a las cuatro de la tarde, Natalia acude al pequeño piso que hace las veces de oficina. Minutos antes, como suele ocurrir, comenta que quiere dejarlo, que no aguanta más. Es consciente de lo necesario de su flaco salario en un momento en el que su familia vive prácticamente de la pensión de jubilación de su padre.
A su pareja, actualmente en paro, le resulta cada día más insoportable “ver cómo la humillan por 400 míseros euros”. Desde 2012, año en el que ingresó en la empresa, Natalia ha ido firmando contratos de una duración máxima de 6 meses. Antes, trabajó durante un tiempo en una oficina que no llegó a pagarle ni un euro. “Cambié de empleo con vistas a mejorar mi situación y, la verdad, no sé si ha empeorado”.
Marcelo Amable, doctor en Salud Pública de la Universidad Pompeu Fabra, ha definido las diferentes dimensiones del concepto de precariedad laboral. La inestabilidad del empleo, unida a la “indefensión de los trabajadores ante la capacidad de disciplina inherente a la relación salarial” y al “conjunto de relaciones sociales de poder en el ámbito de trabajo” configura una realidad que sufren día a día en sus empleos millones de trabajadores.
El aumento de la precariedad laboral, la carga de unas hipotecas cada vez más caras y la pérdida de valor de la vivienda hacen crecer la desazón de multitud de personas cuya salud puede verse afectada por sus condiciones de vida. “Mi puesto actual me ha creado mucha desconfianza en mí misma. Me siento maltratada cuando me tratan con tanta soberbia”, manifiesta Natalia. La inestabilidad emocional o la aparición de sentimientos de inferioridad se han convertido en el día a día de esta madre de familia que cada semana se plantea dejar su empleo.
En la víspera de empezar sus vacaciones, recogió todas sus cosas de la oficina en la que trabaja. “En cuanto me salga una oferta, me voy. Mi idea es no volver en septiembre”, explica con firmeza. Desde el principio, su jefa le advirtió de que no cobraría ninguna de las pagas extras. Ella ya ni le pregunta por el tema y se resigna: “Si tengo suerte, a lo mejor ese dinero me lo incluye en la liquidación”.
Salir a cenar o ir al cine se han convertido en actividades fuera del alcance de Natalia. “Cuando alguien me propone salir a tomar algo, no sé qué decir”, explica. En alguna ocasión muy puntual y por el mero hecho de relacionarse acepta. “Y, claro, para una vez que digo que sí, me da una vergüenza tremenda no pagar una ronda, como suele hacerse con amigos”. Se queda pensativa y reflexiona en voz alta. “Entonces lo hago. Después llego a casa con 30 de los 40 euros que había cobrado ese domingo y me arrepiento”.