Miguel Ángel Ortega se plantó aquel día tras ver sobre el plato el enésimo filete de pollo crudo. A partir de entonces, cada vez que la comida no estuviera en buenas condiciones habría una protesta en el comedor. “Consiste –escribió en un documento de Word que después colgó en el tablón de anuncios con una chincheta– en ponernos de pie, los que podamos, hasta que retiren el alimento servido, tomando asiento de nuevo para recibir el segundo plato. Esta protesta pacífica será grabada junto con el plato servido”. Al día siguiente, en la mesa había otra vez garbanzos duros. “La gente me miró. Un compañero se levantó, se acercó y me preguntó en bajito: ¿qué hacemos?”. La pequeña rebelión propuesta en la residencia pública Santiago Rusiñol de Madrid nunca se escenificó. “A la hora de la verdad nadie quiere líos porque viven allí”, asume Ortega.
Es el mal que persigue a los consejos de usuarios, unos órganos de participación y control, desconocidos para la mayoría, que existen en las residencias de mayores para velar por los derechos de los residentes. En la teoría, aunque no se replican en todas las comunidades autónomas, la idea es buena: garantiza una cierta democracia interna porque es una vía para canalizar –no de forma individual sino con una herramienta colectiva, a semejanza de un comité de empresa o del consejo escolar de un colegio– quejas y reclamaciones a través de la organización de los propios residentes.
Sin embargo, lo que pone en el papel se topa con una realidad en la que todo rema a la contra: la mayor parte de la población institucionalizada tiene problemas cognitivos y físicos, los familiares no pueden participar salvo si son tutores –excepto en alguna comunidad– y los que están en mejores situaciones de salud temen posibles represalias por significarse.
“Los consejos somos incómodos porque pedimos que nos enseñen el almacén de la farmacia, ver los comedores y entrar en las lavanderías. Puede que algún consejo esté domesticado, pero es difícil”, sostiene Domingo Cezón, miembro hasta hace poco más de un mes, cuando sufrió un infarto, del consejo de usuarios de la residencia Mirasierra (Madrid), donde vive su hermana.
En las últimas semanas, cuenta, la residencia gestionada por OHL e Ingesan ha estado tres días sin pañales: “Son cosas de las que el consejo no se entera. Lo hemos sabido porque las trabajadoras lo han dicho, pero bastante tienen ellas. Al final sale mejor sacarlo hacia afuera, hacia los medios, que solucionarlo dentro”.
Los consejos somos incómodos porque pedimos que nos enseñen el almacén de la farmacia, ver los comedores y entrar en las lavanderías. Puede que algún consejo esté domesticado, pero es difícil
“No les interesa nada que se formen porque significa unión y la dirección boicotea”, asegura Beatriz Cano, secretaria del consejo de la residencia Usera, ubicada en un barrio de Madrid. Tiene 73 años y vive en la institución desde hace más de una década. Dice que reza para que no se muera ni ella ni ninguno de sus dos compañeros de lucha, todos residentes, porque eso significaría volver a convocar elecciones. Y no hay quien consiga candidatos. “Impera el miedo y vamos mendigando para buscarlos. Preguntamos a familiares pero nadie se quiere meter por miedo a que sufran represalias”, dice Cezón. Este medio se ha puesto en contacto con los dos centros residenciales mencionados sin obtener respuesta.
Una regulación para cada comunidad
La Comunidad Valenciana dio un paso adelante en la anterior legislatura a favor de mejorar estos órganos: permite la entrada de familiares e incluye en ellos también representantes de los trabajadores. Sin embargo, la Asociación de Residencias Dignas de la Comunitat Valenciana (ReCoVa) estima que apenas la mitad de las residencias tiene un consejo en marcha. “Tenemos un problema porque cada residencia lo está haciendo a su medida y conocemos casos en los que se está poniendo a dedo a quien la dirección quiere o se dificulta que se formen”, señala la presidenta Ester Pascual. Los consejos de centro, el nombre que reciben en esta comunidad, tienen además que ser informados sobre los convenios, los contratos, el resumen económico del año y el reglamento de régimen interior, según la normativa valenciana.
En Madrid, los consejos de residentes existen por norma desde el año 1993 aunque solo tenían derecho a formarse en residencias de gestión pública, un modelo minoritario en la región. Veinte años después, en 2013, su creación se extendió a todos los centros residenciales sostenidos con fondos públicos tras una queja al Defensor del Pueblo por parte de familiares y residentes.
“Fue un paso importante pero nos quitaron, a cambio, la mayor competencia que tenían los consejos: el derecho a conocer el presupuesto del centro, es decir, en qué se gastan el dinero. Ahora las competencias son pequeñas pero aun así cuesta mucho porque es complicado que los residentes se organicen teniendo en cuenta la situación en la que están”, asegura Miguel Vázquez, presidente de Pladigmare (Plataforma por la Dignidad de las Personas Mayores en las Residencias). Según los datos que maneja la asociación que agrupa a familiares de residentes, 123 de los 229 centros de la región tienen un consejo de usuarios. El número ha crecido exponencialmente desde 2019, cuando solo 26 contaban con este órgano.
Aunque las cifras han mejorado, cuenta Vázquez que el ex director general del Mayor en la Comunidad de Madrid, Juan José Ferrer, les deslizó en una reunión que entre las residencias está extendida la sensación de que estos órganos complican la vida a la dirección. “Nos dijo que tenía que convencer a las empresas de que no era algo perjudicial”.
La patronal que agrupa a las empresas que prestan los servicios, AESTE, asegura que, “bien organizados y entendidos”, los consejos de usuarios “permiten un mayor nivel de satisfacción en los usuarios” y “dotar de transparencia nuestros servicios”. “Valoramos positivamente cualquier espacio de participación de usuarios que suponga la posibilidad de elevar sugerencias y valorar el servicio prestado”, apunta Josune Méndez, secretaria general de AESTE, que admite que los órganos están más desarrollados en algunas comunidades que en otras.
El panorama es, efectivamente, muy desigual en función de la comunidad autónoma porque las competencias recaen en este nivel. En Catalunya se llaman consejos de participación y están formados por dos representantes de la Generalitat, uno del ayuntamiento que corresponda, un familiar, dos trabajadores y cuatro usuarios. “Hacemos una reunión solo una vez al año, al final el órgano es un poco florero. Hemos pedido que haya más periodicidad y también que se abra a la participación de las asociaciones vecinales”, cuenta María José Carcelén, presidenta de la Coordinadora de Residencias 5+1. Introducir a los vecinos, razona Carcelén, es una manera de romper con la idea de que las residencias son “espacios herméticos donde solo la gestora toma las decisiones”. “No deben ser espacios cerrados aislados del entorno, sino parte de la comunidad porque, si no, se convierten en búnkeres”, añade.
Hacemos una reunión solo una vez al año, al final el órgano es un poco florero. Hemos pedido que haya más periodicidad y también que se abra a la participación de las asociaciones vecinales para que la residencia no sea un búnker
Para unificar la regulación, la Plataforma Estatal de organizaciones de familiares y usuarias de residencias envió al Ministerio de Derechos Sociales hace un año una propuesta para blindar estos órganos en la ley de dependencia asegurando la participación de los familiares en ellos. De momento, este cambio no se ha producido, aunque el acuerdo aprobado en el Consejo Interterritorial de Servicios Sociales en 2021 para mejorar la calidad de las residencias recoge que “cualquier centro o servicio debe fomentar la participación activa de las personas usuarias y, en su caso, de sus familias y/o personas allegadas de confianza y de sus personas cuidadoras informales en las decisiones relativas a la planificación, prestación y evaluación de los servicios”.
“Aspiramos a que las cosas no empeoren”
A Beatriz Cano le cuesta enumerar los logros de su consejo de usuarios. “Tengo la sensación de conseguir muy pocas cosas o muy pequeñas. Llevamos, por ejemplo, un año protestando por la comida porque hay compañeras que se acuestan sin cenar. La comida es mala y escasa. No podemos permitir que la gente se retire de la mesa con hambre”, asegura esta residente, que se cocina su propio menú porque es alérgica a la lactosa y necesita una dieta especial baja en colesterol. “Cuando bajo, la lío. Ya no aspiramos a que mejoren las cosas, sino a que no empeoren”, continúa.
Los problemas con la comida se replican en varias residencias de Madrid donde sirve los menús la Plataforma Femar, adjudicataria del servicio en los centros de gestión pública. La concesionaria ya ha recibido varias multas por ofrecer productos en mal estado. La última sanción, recién publicada, es de 10.415 euros por servir melones y sandías en mal estado, huevos con mal olor y moscas y una piña que tuvo que ser desechada, según la Cadena SER.
Entre las peleas que sí ganaron, cita Cano, está la de las llaves. Consiguieron que las personas no dependientes tuvieran derecho a una para poder cerrar y abrir su cuarto y “evitar robos”, explica. Para la alegría del resto de residentes, también lograron que el servicio de karaoke estuviera disponible cada dos semanas, y no solo una vez al año: “Cantando se nos pasan todas las penas”.
Ortega, de la residencia Santiago Rusiñol, se ha rendido. Dimitió hace un mes tras un año en el cargo. Dice que necesita un respiro y su hijo le insiste en que no se meta “en líos” para “no salir perjudicado”. Cezón sigue recuperándose de su infarto y en el centro de su hermana necesitarán convocar elecciones de nuevo. Por el momento, una lista de familiares se ha ofrecido a darle el relevo transitoriamente. Están a la espera de saber si la residencia acepta el trato.