Una de las primeras cosas que hacía José Alcubierre cuando alguien le preguntaba por su terrible pasado era desabrocharse el botón del cuello de la camisa. Sus arrugadas pero firmes manos buceaban bajo su barbilla hasta dejar al descubierto una fina cadena de la que pendía un pequeño triángulo dorado: “Lo llevo siempre colgado del cuello —decía con la voz quebrada por la emoción—. Tiene grabados dos números: el 4.218, el número de prisionero que mi padre tenía en Mauthausen, y el 4100 que era el mío”.
Miguel Alcubierre fue asesinado por los nazis en marzo de 1941; su hijo José pasó cerca de cinco años encerrado entre las alambradas de ese siniestro campo de concentración alemán. Consiguió sobrevivir, pero durante el resto de su larga vida siempre arrastró un intenso dolor por todo lo que vio y sufrió; y muy especialmente por no haber podido hacer nada para salvar a Miguel. Este jueves, en el mismo momento en que comenzaba la noche más mágica del año, José falleció en la localidad francesa de Angulema y pudo, por fin, seguir los pasos de su padre.
Deportado a un campo nazi con 14 años
Nacido en Barcelona en el seno de una familia republicana, José Alcubierre solo tenía 10 años cuando se produjo la sublevación fascista. Durante la guerra perdió a uno de sus hermanos en el frente de Aragón, al tiempo que otro de ellos ocupaba un puesto de responsabilidad en la Generalitat de Cataluña.
En febrero de 1939, ante el ya imparable avance de las tropas franquistas, José y sus padres huyeron a Francia. Allí fueron recluidos primero en el campo de refugiados de La Combe Aux Loups y, finalmente, en Les Alliers, un recinto situado junto a la localidad de Angulema. Fue en este lugar donde les sorprendió la invasión alemana y en el que comenzó su viaje hacia el infierno.
El 20 de agosto de 1940, los soldados nazis obligaron a los habitantes del campo a subir a los vagones de ganado de un tren que les condujo hasta Mauthausen. “No sabíamos adónde nos llevaban —relataba Alcubierre—. Algunos decían que a Noruega, otros a Alemania... Hoy día lo puedo decir: si hubiésemos sabido lo que íbamos a sufrir, muchos nos habríamos tirado del tren o hubiéramos intentado escapar. Lamentablemente no lo sabíamos y no lo hicimos”.
Después de cuatro interminables días, el convoy cargado con 927 españoles se detuvo en la estación de un pequeño pueblo austriaco llamado Mauthausen. Las mujeres y los niños menores de 13 años permanecieron en el tren, mientras los SS obligaban a bajar al resto de los pasajeros. Entre ellos estaba José Alcubierre y su padre Miguel: “Empezaron las mujeres a chillar: ¡Mi marido! ¡Mi hijo! Aún parece que estoy oyendo los gritos de las mujeres, entre ellas mi madre”, recordaba, con lágrimas en los ojos, 75 años después de aquel dramático momento.
Padre e hijo pasaron juntos sus cinco primeros meses de cautiverio. A sus 14 años, José tuvo que afrontar una doble tortura: la que padecía en sus propias carnes y la que le provocaba contemplar las penurias y los malos tratos que sufría Miguel: “Yo tenía una admiración especial por mi padre. Esos meses junto a él fueron los más duros, moralmente fueron los peores. Yo le veía cada día subir de la cantera agotado, con la edad que tenía... Y cuando llovía le veía empapado, calado hasta los huesos…”.
José recordaba con especial angustia el día en que el hambre le empujó a hacer algo de lo que se arrepentiría el resto de su vida: “Una mañana viene mi padre y me da un pañuelo en el que estaba envuelto un pedacito de pan. Yo le dije: «Papá, ¿no has comido tu pan?»; y me dijo: «Cómetelo tú y ya está bien». Traté de replicarle pero insistió: «¡Cómetelo!». Yo no sé si por obedecer o porque tenía hambre me comí su pan. Yo, su hijo, me comí su pan”.
Héroe olvidado por su patria
El 24 de enero de 1941 Miguel Alcubierre fue seleccionado por los SS para ir a Gusen, un subcampo situado a cinco kilómetros que acabaría siendo conocido como El Matadero: “Me tiré a él. Nos agarramos los dos, nos estrechamos muy fuerte. Y cuando vi que dos SS venían a por mí, me dijo: «Cuídate mucho, mi hijo». Yo le contesté: «¡No! ¡Cuídate tú papá!» Y se marchó, lo vi marchar... se acabó. Y nunca más vi a mi padre”.
Solo dos meses después, Miguel fue apaleado hasta la muerte. José tuvo la suerte de su lado y, sobre todo, la fortaleza que le daba su juventud. Los años pasaron y se cobraron la vida de cerca de 5.000 españoles solo en Mauthausen. En los momentos finales de la guerra, el joven Alcubierre participó en una operación secreta, liderada por el prisionero catalán Francesc Boix, para sacar del campo las fotografías que probaban los crímenes cometidos por los SS. Jesús Grau, Jacinto Cortés y José Alcubierre, tres deportados españoles, se jugaron la vida para poner a buen recaudo decenas de negativos y copias. Tras la guerra, esas fotografías serían exhibidas en Núremberg, durante el juicio a que fueron sometidos los principales dirigentes del III Reich.
Tras la liberación, José regresó al lugar en que comenzó su pesadilla: Angulema. Allí rehízo su vida, se casó y formó una gran familia. Durante siete décadas recibió diversos reconocimientos y reparaciones por parte de Francia y Alemania. El último de ellos fue, a la vez, el más importante: en marzo del pasado año fue declarado Caballero de la Legión de Honor francesa. Un título que recibió con una sensación agridulce, porque ponía aún más en evidencia el olvido al que le había sometido su patria. España le ignoró a él, a su padre y los más de 9.300 españoles y españolas deportados a los campos nazis. Hombres y mujeres que son considerados héroes en toda Europa y que permanecen enterrados en nuestro país bajo un manto de desmemoria. Si algún día se corrige esta manifiesta injusticia, puede que no haya ni un solo superviviente para disfrutarlo. Ayer, después de 70 años, José Alcubierre se cansó de esperar el reconocimiento de su querida España.