Esta es la historia de un convoy fantasma, uno de los muchos que hubo durante la Segunda Guerra Mundial. Un convoy en el que los asustados prisioneros no hablaban en hebreo sino que lanzaban agónicos gritos en español con acento de Andalucía, Aragón, Albacete o Valencia.
En medio de tanto horror concentrado en esos años, su triste epopeya ha pasado desapercibida para expertos, historiadores y periodistas… hasta ahora. Gracias al inédito manuscrito del albaceteño José Carreño, viajamos a una calurosa tarde de agosto de 1941; 59 prisioneros, 22 de ellos españoles, han pasado cuatro días en un tren para recorrer los 750 kilómetros que separan la prisión nazi de Klagenfurt de la ciudad de Weimar. Allí les espera una unidad de las SS que les traslada a pie hasta el campo de concentración de Buchenwald.
“A puntapiés y golpes de fusil nos hacen colocarnos en el interior de la columna. Detrás vienen otros soldados, dos de ellos con unos enormes perros de presa que a veces nos muerden la ropa… Famélicos, sedientos, cargados con nuestros equipajes y con un sol abrasador es insoportable continuar la marcha. El que cae a tierra desvanecido es bárbaramente pisoteado, arrastrado... Y si por este procedimiento, característico de la Waffen SS, no reacciona, entonces es lanzado como un guiñapo en el interior de la ambulancia… Nos paramos ante una enorme puerta de hierro; en lo alto de la entrada hay una torreta con un reloj que marca las 5 menos 20 de la tarde. Pasa entre nosotros el Rapportführer y pregunta de dónde somos: unos responden ”polacos“, otros ”alemanes“, otros ”españoles“. ”Spanien?“, pregunta asombrado… Saca su pistola, apuntando hacia nosotros y nos amenaza de muerte.”
El especial odio del SS, según relata Carreño, obedecía en primer lugar a que era un veterano de la Legión Cóndor que había combatido en diferentes frentes de la Guerra Civil de España. Pero su sorpresa, al encontrarse cara a cara con prisioneros republicanos españoles, tenía otra razón de fondo: esos hombres no debían estar allí. Buchenwald no era un destino lo suficientemente duro para ellos.
Mauthausen, campo de categoría III
A esas alturas de la Segunda Guerra Mundial, la inmensa mayoría de los españoles que habían sido capturados por las tropas de Hitler durante la invasión de Francia se encontraban ya internados en el campo de concentración de Mauthausen. Eran cerca de 6.000 hombres de los que dos tercios serían exterminados.
Todos ellos, en un primer momento, habían recibido de las autoridades militares alemanas el estatus de prisioneros de guerra, ya que habían participado en la contienda alistados en el Ejército francés. Como tales habían sido confinados en stalags, campos donde se respetaban relativamente los derechos humanos y compartían cautiverio con soldados franceses, holandeses o británicos.
Allí habrían pasado toda la contienda de no ser por la intervención directa de las autoridades franquistas. Madrid, igual que pidió a Hitler la detención y entrega de ministros y líderes republicanos refugiados en Francia, determinó que esos miles de prisioneros españoles no merecían otra cosa que la muerte.
Tras la visita a Berlín en septiembre de 1940 del cuñado y ministro de la Gobernación de Franco, Ramón Serrano Suñer, la Oficina de Seguridad del Reich cursó una orden a todas las sedes de la Gestapo para que sacaran a los españoles de la relativa comodidad de los stalags y los enviaran a campos de concentración.
Aunque en la práctica, salvo los campos de exterminio, los campos de concentración variaban poco en cuanto a dureza y letalidad, los nazis los habían dividido en categorías. Buchenwald obtuvo la II porque los reclusos que recibía eran considerados peligrosos pero “podían ser reeducados”.
Solo Mauthausen fue catalogado de categoría III, la más dura, porque estaba destinada a los prisioneros que, según los nazis, no tenían posibilidad alguna de rehabilitarse. Y es allí y solo allí donde Heinrich Himmler, tras hablar con Serrano Suñer, envió a los españoles. Eso suponía también que el “convoy de los 22” había llegado al lugar equivocado.
Viaje de ida y vuelta
El paso por Buchenwald fue fugaz para el pequeño grupo de prisioneros españoles, pero suficiente como para empezar a conocer la cara más negra del sistema de campos nazi: “El crematorio destinado a la inhumación de cadáveres… vomita constantemente grandes nubes de negruzcos humos envuelto en una lenta llama de fuego. Despide un olor a carne quemada irrespirable”, remarcaba en su manuscrito José Carreño. 16 días después de su llegada, los españoles son subidos a un tren para desandar los 750 kilómetros que les separan del penal de Klagenfurt. Allí apenas pasan una semana antes de ser enviados, en compañía de otros 4 compatriotas más, rumbo a Mauthausen.
Del “convoy de los 22” solo seis hombres consiguieron sobrevivir a los cerca de cuatro años que transcurrieron hasta la derrota de la Alemania nazi. Los otros 16 perecieron, mayoritariamente, entre noviembre y diciembre de 1941. José Carreño tuvo mucha suerte. Solo un mes después de su llegada fue trasladado al subcampo de Gusen, situado a cinco kilómetros y conocido como “el matadero”.
Su fatal destino parecía estar sellado pero su oficio de relojero le sirvió para granjearse las simpatías de los SS y de los sanguinarios prisioneros, la mayoría polacos, que se encargaban de la seguridad interior en el campo. Reparando relojes logró raciones extra de comida que no dudó en compartir con otros compañeros que trabajaban en los destinos más duros: las canteras; así logró llegar con vida hasta que el 5 de mayo de 1945 las tropas estadounidenses liberaron el campo.
Fue entonces cuando José descubrió que aquel lugar llamado Buchenwald en el que no le quisieron, también acabó aceptando prisioneros españoles. Los nazis no distinguieron nacionalidades a la hora de deportar a los hombres y mujeres que formaban parte de la Resistencia. Por ello, desde 1943 también hubo republicanos y republicanas en Auschwitz, Dachau, Sachsenhausen, Bergen Belsen o Buchenwald.
En este último infierno, del total de 50.000 seres humanos exterminados, al menos 133 fueron españoles. En Mauthausen las cifras fueron más estremecedoras: entre 120.000 y 150.000 hombres, mujeres y niños exterminados, de los que casi 5.000 eran españoles.
Hasta su muerte en 2011, José Carreño luchó por mantener viva la memoria de sus compañeros asesinados. Además de plasmar sus recuerdos en un manuscrito, conservó una serie de fotografías que han permanecido prácticamente inéditas hasta el día de hoy. Gracias a su empeño y al de sus descendientes, las terribles imágenes ayudarán a preservar la negra historia de Mauthausen: el lugar que Berlín y Madrid eligieron para que fuera la tumba de miles de republicanos españoles.