Neoliberalismo, burocracia y Robert Maxwell: cómo las revistas científicas primaron el negocio sobre el saber
La Ciencia no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que los investigadores no pagaban por publicar, en el que las revistas científicas no eran un pingüe negocio y se centraban más en el conocimiento que en los ingresos. Pero una lluvia de dinero, el aumento del volumen de trabajo y por tanto de la carga administrativa y la ambición de Robert Maxwell en la Europa de la posguerra transformaron el sector.
Hoy los científicos tienen que costearse sus propias publicaciones con fondos que en teoría son para investigar, editan el trabajo de sus colegas gratis y, en ocasiones, tienen que pagar de nuevo –personalmente, los menos, o sus instituciones– por leer el trabajo que ellos mismos generan para que otros se queden con los beneficios.
Pero la Ciencia no siempre fue así, insiste Carlos Chaccour, investigador del ISGLOBAL. “Desde que aparecieron en el siglo XVII las primeras publicaciones científicas y la diseminación del conocimiento, estaba todo en manos de las sociedades científicas. Pero eran simplemente los científicos contándose sus historias y compartiendo hallazgos”, recuerda Chaccour.
Luego vendrían las revistas propiamente, pero el sistema se mantuvo bajo ese modelo hasta mediados del siglo XX. Entonces, en la Europa de la posguerra se juntó todo: un modelo agotado, pequeño, ineficiente e incapaz de dar una respuesta ágil en términos de publicación a la creciente producción científica, que se acumulaba en las sociedades esperando turno, una lluvia de dinero para las instituciones y la irrupción de la persona que cambiaría el mercado para siempre.
Un tipo ambicioso con muchas ideas
Achacar todo el cambio que se ha producido en un sector cualquiera a un solo hombre suele ser complicado –excepto para los Henry Ford de la vida–, y más un cambio tan grande, pero quienes conocen esta historia le ponen nombre y apellido al declive: Robert Maxwell.
Maxwell es una figura intrigante. Checo de nacimiento y británico de adopción, murió en las Canarias en 1991 al, supuestamente, caerse de su barco y ahogarse, una versión cuestionada desde muchos frentes. Pese a que fue multimillonario, falleció sepultado en deudas y tras haber vaciado el fondo de pensiones de sus empleados. Sobre su figura han pesado también sospechas de que era agente del Mossad, el servicio secreto israelí, y tuvo una relación muy cercana con la URSS. Este editor ha pasado a los libros como un magnate de la prensa capaz de rivalizar con Rupert Murdoch –fueron enemigos de negocios y también ideológicos– y fue incluso diputado laborista británico. Entre todas estas actividades encontró tiempo para modificar por completo la estructura de publicación de ciencia y ser considerado el padre del actual sistema de revistas.
La de Maxwell es la historia de un oportunista, una persona con ambición, visión y talento que tras pelear en la II Guerra Mundial con los británicos se encontró en Berlín en 1946, con 23 años y el objetivo declarado de hacerse millonario, según recuerda este artículo de The Guardian. Allí se encontró en el sitio exacto en el momento preciso.
Tras la guerra, el Gobierno británico estaba preocupado por el paupérrimo estado en el que se encontraba el ecosistema nacional de publicaciones científicas, varios años por detrás de un cuerpo científico que incluía apellidos ilustres como Fleming o Darwin (nieto). Así que decidió relanzar la histórica editora nacional Butterworths, uniéndola con la solvente –y alemana– Springer.
Maxwell, que vivía entonces en la capital germana y había colaborado con Springer, encontró en esa fusión su oportunidad. Empezó a trabajar para la nueva empresa y acabó haciéndose con ambas editoriales. El momento fue perfecto. Llamó a la unión de ambas Pergamon Press –años más tarde se la vendería a Elsevier–, y se dispuso a cambiar el sector. El primer gran movimiento, que de hecho empezó su socio, Paul Rosbaud, fue convencer a las sociedades científicas, que históricamente habían controlado sus propias revistas, de que necesitaban más publicaciones, más especializadas, cada una en su pequeño nicho. Para ello bastaba con persuadir a la persona adecuada y, premio, ponerla al frente. El siguiente paso fue vender las suscripciones de estas revistas a las bibliotecas universitarias, boyantes de dinero en aquellos momentos. El sistema estaba montado.
Una nueva revista por semana
Isidro F. Aguillo, responsable del laboratorio de Cibermetría del Instituto de Políticas y Bienes Públicos del CSIC, cuenta que en su momento más álgido el editor llegó a abrir una revista nueva cada semana. “Se dio cuenta del negocio que había”. En 1959, Pergamon editaba 40 publicaciones. En 1965 sumaba 150. Era la cabeza del mercado sin un rival cercano. Fue perfeccionado y ampliando el método: pasó de crear revistas a comprar las que aún editaban las sociedades, o gestionarlas a cambio de una cuota mensual.
También cambió las maneras en la ciencia. Abordaba a los científicos en las conferencias para ficharlos y que editaran o publicaran en exclusiva con él. Lo hacía de manera agresiva u ofreciéndoles lujos (fiestas, viajes en barco) a los que no estaban acostumbrados. Ganó científicos para sus revistas, pero perdió a su socio Rosbaud, que no estaba de acuerdo con sus métodos. El dinero que ponía por delante podía con todo. “Era muy impresionante”, dijo en una ocasión Leslie Iversen, antiguo editor del Journal of Neurochemistry. “Cenábamos y tomábamos un buen vino, y al final nos entregaba un cheque: unos miles de libras para la sociedad. Era más dinero del que nosotros, los pobres científicos, jamás habíamos visto”.
Una de las claves del éxito de Maxwell fue que supo ver (o crear) un hecho clave: el mercado de la publicación científica es infinito. Cuando se entiende que cada artículo es único, que da cuenta de un descubrimiento exclusivo y que no se puede reemplazar por otro, se llega a la conclusión de que crear una nueva revista no le quita negocio a su teórica competidora. Solo lo amplía. Cuando aparece una nueva revista simplemente los científicos pedirán a su institución que se suscriba a ella para estar informados. Y a seguir facturando.
La llegada del neoliberalismo
A Maxwell también se le relaciona, explica Chaccour, con la creación del factor de impacto, el índice bibliográfico más utilizado en Ciencia y que mide la frecuencia con la cual ha sido citado el artículo promedio de una revista en un año en particular. “No aceptaba todo, solo ciertos artículos, lo que favorece que se cite más, más gente quiera publicar en sus revistas y él pueda seleccionar”, explica el investigador.
Según esta teoría, esto modeló el factor de impacto, que se utiliza hoy para evaluar la calidad de una revista. En ocasiones los editores también tiran de este índice para justificar sus precios, tanto para suscribirse como para publicar. Y para indexar una revista en la Web of Science (WoS) o Scopus, los dos sitios de referencia, las empresas tienen más capacidad que las sociedades científicas. Unáse a toda esta corriente el desembarco del neoliberalismo en la Ciencia y la comercialización total de las revistas y salen los ingredientes para el siguiente gran cambio en el sector de la publicación científica.
Vicenzo Pavone, del Instituto de Políticas y Bienes Públicos del CSIC, explica que hacia finales de los 80 “las revistas de referencia estaban gestionadas por las propias comunidades o sociedades científicas, y seguían el mismo protocolo de calidad que se sigue hoy”. Los costes de editar las revistas se cubrían con las cuotas de membresía de los propios científicos que pertenecían a estas sociedades.
Pero a partir de los noventa, continúa Pavone, “las sociedades científicas empezaron a subcontratar o directamente vender sus revistas a empresas como Elsevier. Es decir, la gestión científica (gratuitamente ofrecida) se quedaba en la sociedad científica, pero la gestión técnica y comercial de la revista pasaba a ser tarea de las editoriales”.
En paralelo llegó la sustitución del papel por internet. Antes de esto las revistas ya aplicaban una política de suscripciones particular, que no se basaba en el valor del producto que vendían, explica Aguillo. “Había precios diferentes para suscripciones de revistas. Uno era el individual, que podía ser 40 o 50 dólares anuales. Pero si lo compraba una institución el precio se multiplicaba por 20 o 30 hasta los 900 o 1000 dólares”. Por el mismo producto, una revista en papel.
Y llegó internet: otro soporte, mismo negocio
Internet lo cambió todo, también en este sector. “Aunque lo que cobraban [las revistas] por el papel ya entonces no era real, dejó de ser cierto definitivamente [sin los costes del papel y de imprimir]”, explica Aguillo. Pero a los editores les siguió pareciendo natural seguir cobrando por la suscripción; podía haber cambiado el formato, pero el producto era el mismo.
Sin embargo, ante la proliferación de revistas algunas de las universidades norteamericanas más potentes (Harvard, Stanford) se plantaron, recuerda Aguillo. Pagaban muchas suscripciones y sus científicos les pedían más. No había fondos para todo. “Este fue uno de los orígenes del open access”, asegura el investigador del CSIC.
Ante el pie en pared de muchos clientes y el impulso de las instituciones de la “ciencia abierta”, se creó otro modelo. En vez cobrar por la lectura de los artículos a través de suscripciones, las revistas cargaron los costes a los investigadores que querían publicar. Les cobraban una cantidad en concepto de “procesamiento de artículos” (APC, en sus siglas en inglés), que varía según el factor de impacto de la revista (actualmente puede subir hasta los 10.000 dólares en las de más prestigio) –pese a que todo el trabajo técnico lo hacen, de manera gratuita, los propios científicos–, pero abrían el acceso a todo el mundo.
Pavone lamenta que instituciones como la UE hayan apostado por la ciencia abierta, pero sin plantearse otro modelo al de pagar por publicar que se ha acabado imponiendo. “No se ha esforzado, ni siquiera se ha debatido, en buscar un modelo alternativo. Creo que la solución no es crear nuevas revistas” de acceso libre y sin coste para el investigador, rechaza la idea que proponen algunos científicos. “Las hay muy buenas y son las que la gente lee. Pero si la UE me paga a mí [a través de los proyectos de investigación] para que yo le pague a una editorial, ¿por qué no le pagan directamente a las academias para que gestionen sus revistas?”, se pregunta.
Aguillo recuerda que “el ánimo mercantilista de las revistas no es nuevo, quizá sea más evidente. Pero antes era la biblioteca la que pagaba y estaba presionada por los investigadores para tener las suscripciones y ahora se ha pasado el coste a los investigadores, que se han vuelto más conscientes de lo que supone”. Una evolución que recuerda a la de tantos sectores, que poco a poco han ido desplazando los costes al usuario final.
¿Qué balance global ha dejado el cambio de modelo? “El usuario final de países en desarrollo ha ganado porque tiene acceso ahora a revistas que antes no podía”, opina. “Pero han perdido los investigadores que no tengan un proyecto (sea de manera estructural o coyuntural) y han perdido los jóvenes y por supuesto los investigadores privados, que no tienen una institución detrás que pague por publicar”.
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