Larisa es la única niña de El Gallinero que lleva pantalones largos. Está a punto de cumplir 14 años y no quiere ser madre, sino peluquera. Sus progenitores, Livia y Elvis, quisieron ponerle falda larga cuando le bajó la regla, como es tradición en la cultura rumana gitana. Dijo que no, con convicción adulta. También se negó a casarse. Ellos saben que si no lo hacen pronto, perderán la dote. “Primero quiero estudiar y trabajar para que mi madre ya no tenga que salir a pedir dinero en la calle. No quiero ser como el resto de chicas que se casan tan pronto”, explica Larisa.
Su hermana Alicia, de nueve años, ya lleva falda larga. “Es una manera de mostrar respeto frente a los chicos”, dice Larisa, “pero a mí es que ahora no me interesan los chicos”.
El Gallinero es un poblado chabolista de familias rumanas de etnia gitana asentadas a solo 12 kilómetros del centro de la ciudad de Madrid. Aquí llegaron a convivir hasta 500 personas, pero los derribos y la imposibilidad de mejorar sus vidas han provocado que la mayoría emigrase a otros países como Francia o Gran Bretaña. Ahora quedan apenas cuarenta niños con sus padres y madres.
A unos 20 metros de la chabola en la que viven Larisa y su familia, está la de España, una cría de 16 años que se casó a los 13 con Ricardo, un joven unos años mayor que ella. A los 14 dio a luz a su primer hijo, Kevin. Hasta entonces, iba al colegio y veía telenovelas como cualquier niña de su edad. Reconoce que, de momento, no quiere tener más hijos pero dice que no depende de ella. “Si viene, viene... Qué voy a hacer”.
“No me gustaba demasiado estudiar, así que me casé”. España habla con frases cortas, no le gusta exponer su intimidad y cuando su suegra entra en la chabola, calla. Hace tan solo dos años, cuando Kevin era un recién nacido, España decía: “Me gustaba ir a clase, escuchar música, bailar… pero ya no tengo tiempo de eso, tengo que cuidar del niño”. Su marido asentía.
Repudiadas por denunciar malos tratos
“Es muy difícil conseguir que estas chicas tan jóvenes, que son niñas, rompan con la tradición. Les cuesta hablar del tema. Hace unos meses, dos mujeres de El Gallinero denunciaron a sus maridos por malos tratos. Ahora las repudian, ya no pueden volver al poblado”, explica Paco Pascual, profesor jubilado y voluntario de la Parroquia de Santo Domingo de la Calzada. “En cuanto las casan, dejan de estudiar y ya no hay nada que hacer”, añade Pascual, que lleva casi una década trabajando para que los menores de El Gallinero no sigan el patrón de sus mayores.
Violeta desayuna pescado del día anterior en un banquito que hay junto a su chabola. Lo desmenuza y coge los trocitos con los dedos. Come un poco y el resto se lo da al bebé que lleva en brazos. Tiene 18 años y tres hijas. “Me gustaba un chico y me casé [a los 12]. Todas las chicas aquí lo hacen así. Mis hijas también lo harán así”, explica.
A veces ni siquiera saben cómo evitar un embarazo: “Yo no uso nada. Simplemente cuando me quedo embarazada, me quedo y ya está. Yo no decido”, reconoce Violeta. “Por eso es tan importante la educación, cuando van al colegio salen de su mundo, ven otras cosas. Sobre todo, las niñas se dan cuenta de no tienen por qué resignarse a ser solo madres. Cuando dejan de ir al colegio porque ya empiezan a tener edad de casarse es cuando se echa todo a perder”, apunta Paco Pascual.
Una dote de 10.000 euros
Las bodas no lo son como tal a efectos legales: son ceremonias familiares simbólicas en las que hay un intercambio de dinero. La familia del novio paga cerca de 10.000 euros a la familia de la novia. “Normalmente, todo lo que consiguen de ayudas del ayuntamiento o lo que ganan con el cobre lo guardan para cuando tengan que dar la dote”, señala Pascual.
Diagrama tiene 24 años y es la tía de Larisa. Entre ella y su sobrina hay solo 10 años de diferencia, pero las expectativas vitales son antagónicas. Diagrama ya tiene cinco hijos, pero quiere más. Larisa, que debe cuidar de sus hermanas al salir del colegio, no imagina un bebé en su vientre. “Mis profesoras, Elena, Leonor e Isidora, me dicen que yo puedo ser lo que quiera”.
Una de sus docentes le recomendó el libro No eres una lagartija, una metáfora sobre cómo combatir la identidad que el entorno configura sobre uno mismo: “Es mi favorito porque parece que habla de mí. Una vez soñé que yo trabajaba de secretaria, como una chica de una película. Y ella no tenía hijos ni nada. Pensé: ‘Quiero ser ella’. Yo antes pedía dinero en la calle, ¿sabes? Pero ya no quiero ser esa persona”.
La vida en El Gallinero sucede al margen de todo evento político y mediático relevante. Igual que las mujeres barren el polvo para sacarlo fuera de sus chabolas, la política barre fuera de casa.
El día en que Cataluña se proclamaba independiente, España alimentaba a su hijo y preparaba la comida para su suegra y su marido. “El ayuntamiento de Carmena al menos ha asfaltado algunas zonas y ha puesto letrinas. Que está bien. Está bien porque al ver que no derriban sus chabolas pues las familias empiezan a echar raíces. Y si echan raíces, en vez de estar dando tumbos de un lugar a otro, es cuando los niños empiezan a tener una rutina. Pero hay que hacer más, si las niñas se siguen casando y pariendo significa que todo lo que hacemos aún es insuficiente”, critica Paco Pascual.