La pandemia ha afectado al juego de los niños y las niñas, pero ahora toca estudiar de qué manera. “En mi opinión la pandemia ha afectado seriamente a esa parte del desarrollo psicosocial de la infancia que está ligada al juego”, dice Rosario Ortega-Ruiz, catedrática de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad de Córdoba. La valoración de esta experta en el juego infantil va en la línea de un reciente estudio de Beano Brain para Save The Children Reino Unido que ha encuestado a 4.500 niños y niñas británicas de entre 7 y 14 años. Según esta investigación, el 95% de estos menores afirman que su manera de jugar ha cambiado. El dato más preocupante es que la mitad de los niños y niñas admiten que juegan menos en el exterior y con amigos y amigas de lo que lo hacían antes de la pandemia.
Salvo algunas encuestas, todavía no hay estudios serios y sostenidos durante un periodo de tiempo suficiente como para arrojar resultados fiables sobre cómo han afectado las restricciones por la COVID-19 al juego y, según Ortega-Ruiz es una investigación que “debe hacerse” ya que es objeto de preocupación para las familias y “haber perdido un año lúdico es tan importante como perder un año académico”, advierte. En esta línea, el Observatorio del Juego británico tiene en marcha un ambicioso estudio que comprende de noviembre de 2020 a enero de 2022 sobre el impacto ocasionado por la COVID-19.
Según el estudio británico, la pandemia ha reforzado la soledad de alguna criaturas: un 34% dijeron que jugaban solos aún más tiempo de lo que lo hacían antes. Además, un 23% dijo que hacía menos actividades deportivas que antes. No obstante y considerando las grandes diferencias entre el caso británico y el español, a la experta le parece que el estudio inglés apunta en la dirección correcta y coincide con sus intuiciones. Difieren del caso español que en Reino Unido las restricciones sociales han sido más duraderas —con la restauración cerrada y la educación no presencial más extendida— pero en cambio los niños han podido disfrutar de los parques desde que estalló la emergencia sanitaria.
En riesgo, la salud mental infantil
En España, Save The Children preguntó entre enero y febrero de este mismo año a 1.200 familias por los hábitos de juego en la calle de los niños y niñas: un 40% dijo que apenas salía a la calle y un 48% lo hacía únicamente entre 1 y 5 horas a la semana. Los que jugaban al aire libre entre 5 y 10 horas semanales no eran más que el 10%. Pasar más de 10 horas a la semana en la calle, que no es más que una hora y media al día, no lo hace más del 2%. Hay que tener en cuenta que no es una muestra estadística representativa y la pregunta se hizo en invierno, pero es un indicativo que apunta hacia el mismo lugar que el resto de estudios hasta la fecha: no se viven los parques como se hacía en 2019 y aunque los peques expresaban durante la cuarentena su deseo de volver a verse, luego no lo han hecho tanto como esperaban.
Los expertos explican estos números con una parte de hábito y otra de miedo. El recelo tanto de los menores como de sus familias a recuperar el juego en exteriores puede que hunda sus raíces en cuáles fueron las primeras restricciones de la pandemia. “Que lo primero en cerrar fuesen los colegios y los parques tiene un efecto en la percepción del peligro y del riesgo al exterior que tienen los niños y las niñas”, explica Carmela del Moral, responsable de políticas de infancia de Save The Children España.
“Cuando empecemos a hablar de una desescalada en exteriores tendremos que hacer mucha pedagogía y generar muchos mensajes positivos orientados a que los niños y las niñas recuperen la confianza y pierdan el miedo a salir de casa”, dice. “El virus sigue aquí y hay que tener cuidado pero los niños y niñas necesitan salir, jugar y recuperar estos espacios porque es importante para la salud física, la mental y el derecho al juego”, añade.
El impacto de la seriedad
La salud mental de la infancia tiene una relación con el juego en exteriores. Según la Academia Estadounidense de Pediatría, los niños que juegan al aire libre con distancia social experimentan un mejor desarrollo motor, mejor concentración, menores tasas de obesidad, menor trastorno por déficit de atención con hiperactividad, menos ira, agresión, estrés y depresión.
Rosario Ortega-Rioz habla del juego como “el invernadero del desarrollo”, un lugar de aprendizaje “de todo aquello que no es instruccional”: “el niño, a través de la actividad lúdica, refuerza sus conocimientos, su propia idea del mundo, de sí mismo, explora sus ansiedades, la ira y también la bondad de los otros, convirtiéndose en un pequeño investigador”, ahonda, sobre la necesidad de ese escenario de juego lejos de “la presión del adulto”. La catedrática recuerda que, al inicio de la pandemia, el adulto le transmitió al niño, con su gestos y sus palabras, la seriedad de lo que nos estaba pasando. “Hay que tener en cuenta el impacto de esa seriedad, una presión suave pero constante, que hizo que los niños se lo tomaran muy en serio”, en especial a partir de los 7 u 8 años, una edad en la que se toman de manera muy responsable las normas cuando entienden su razón de ser: “Les hemos sometido a tales inputs que a saber cómo lo estarán cociendo. Solo podremos saberlo si lo estudiamos a medio plazo”.
Además de las investigaciones que midan el impacto, son importantes las políticas públicas enfocadas a la infancia para ayudar a corregirlo. “Se puede ir reduciendo la distancia social pero sería un error no aprovechar las cosas que han podido salir bien en la pandemia y volver a aumentar las ratios en las clases, por ejemplo. Una menor ratio favorece el juego, disminuye la agresividad y otros problemas de estar en una clase hacinada. Hay que transformar lo que tenemos en calidad”, concluye Ortega-Rioz.