Luis de Marcos habla de la vida a trompicones. Los que la respiración entrecortada y la voz casi inaudible le conceden en medio del desierto que es para él la existencia reducida a los bordes de una cama. Se refiere a la vida que hay tras la ventana que reposa a unos metros de distancia y a la que se empeñan en obligarle a mantener. Luis quiere morir, porque la esclerosis múltiple primaria progresiva que le diagnosticaron hace siete años le está matando lentamente.
“Pido morir porque para mí acabar con esta situación es una liberación. Desde hace bastantes meses esto no es vida, cada vez tengo más dolores insoportables que antes resistía con fuerza y entereza, pero ahora he entrado en una fase en la que soy consciente de que no me merece la pena estar aquí”, asegura entre sorbo y sorbo del agua que le ofrece cada poco la persona que permanece sentada a su lado en la octava planta de una vivienda situada en Madrid.
Los síntomas empezaron con 25 años, pero no le puso nombre hasta 2010, cuando nada más entrar a la consulta, la cara del neurólogo le hizo confirmar lo que ya sospechaba. Desde entonces, el proceso degenerativo no ha dejado de avanzar hasta paralizarle todo el cuerpo, excepto la cabeza, y se ha agravado en los últimos meses hasta el punto de dificultar su habla y su respiración. Un “infierno” al que Luis, a sus 50 años, quiere poner fin aunque “la muerte vaya a llegar en no demasiado tiempo”.
Por ello inició hace unas semanas una campaña con la que está recogiendo firmas con el objetivo de que España despenalice la eutanasia y el suicidio asistido porque “es algo completamente medieval, inhumano y cruel que no tengamos la posibilidad de decidir en una situación límite como la mía y con la cabeza totalmente lúcida hasta dónde queremos llegar, hasta dónde queremos aguantar el sufrimiento y hasta dónde nos merece la pena”, explica.
Luis alza su voz en medio de un debate público sobre la regulación –“Es increíble que los políticos miren para otro lado ante este dolor”, apunta–, que debería empezar por la exclusión de la eutanasia y el suicidio asistido del Código Penal, que reserva penas que van desde los seis meses a los seis años de prisión para el que “causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro”.
“Yo amo la vida”
Habla de su muerte con entereza y calma porque “cada vez el desapego es mayor”, explica. Al principio del proceso, la mayor parte del tiempo ocupaba su mente y las horas del día pensando en ella, en lo que ocurrirá después, en sus proyectos, en lo que podría hacer si no tuviera esclerosis. “Porque en realidad yo me quiero morir porque no aguanto más, pero yo amo la vida. Y cuanto peor estás más te das cuenta de lo bonita que es y cómo la desperdiciamos”, esgrime. Ahora, prosigue, “entre que la morfina me mantiene alejado de la realidad y paso muchas horas dormido, en lo que más pienso es en la campaña”.
A través de ella quiere fomentar la conciencia social y política frente a una realidad “de la que la mayor parte de la gente no es consciente a pesar de que es lo más duro que le va a pasar en la vida. Es cuando de repente te ves en algo así cuando piensas '¿cómo es posible que ocurra esto?'. Pero estoy seguro de que si cualquiera de las personas que nos leen pudieran estar en mi cuerpo tan solo 15 minutos el grito se oiría en todas partes”.
Luis pide morir con dignidad y lo pide también por el resto y con la memoria puesta en los que le han precedido, como José Antonio Arrabal, que hizo público el vídeo de su muerte clandestina y en soledad hace unos meses. Una situación contra la que Luis se rebela porque “morir con dignidad significa poder elegir el momento en el que quieres abandonar, en el sitio que deseas, rodeado de la gente que quieres. Una muerte segura, legal y que no tenga que ser clandestina”, resume.
La vida entre cuatro paredes
Asegura que ha llegado un punto en el que los dolores físicos son insoportables, pero “no hay nada comparable al dolor emocional”. Con ello se refiere a la situación que le ha llevado a perder casi por completo la capacidad de comunicarse y a la enfermedad que le ha inmovilizado y hace que la vida sea para él “un infierno”. “Me parece increíble que yo pueda dormir a mi mascota cuando en un acto de amor decido que está sufriendo demasiado y no tiene remedio y no lo pueda hacer con mi propio cuerpo”, argumenta.
Su cotidianidad transcurre entre las cuatro paredes de una habitación acompañado por su hermano, que vive con él, y otros miembros de la familia que se encargan de cuidarle y que le han prestado su apoyo también en su decisión. Además, una vez a la semana acude un médico a su casa para suministrarle cuidados paliativos para intentar reducir el dolor y la angustia al mínimo posible. Consiguen que Luis sufra menos, pero “de cualquier modo sufro mucho a nivel físico, a nivel vivencial y a la hora de relacionarme con el mundo”.
Dice que se ha planteado todas las vías posibles para morir, pero también confiesa que le causa problemas pensar en que la gente de su entorno pueda verse implicada en algo así. Por otro lado, también seguir es una forma de rebelarse contra un sistema que “parece que me está obligando a morir asfixiado”.
“Tengo una máquina que me ayuda a respirar por las noches y puedo negarme a utilizarla. Quizás me levantaría muy mal durante las primeras mañanas, pero llegaría un momento en que supongo que me asfixiaría. Sin embargo, yo no quiero morir así. Yo voy a hacer todo lo posible por una muerte dulce y a luchar hasta que aguante”, sentencia.