Precariedad, emancipación tardía y un cambio cultural: por qué los jóvenes tienen cada vez menos hijos

Ha dado la vuelta a España y levantado polvareda a izquierda y derecha. El polémico discurso de la escritora Ana Iris Simón ante el presidente Pedro Sánchez sigue dando que hablar sobre algunos temas que parecen estar lejos de resolverse, entre ellos el valor de la familia, la despoblación rural o la natalidad. Simón, de 29 años, comparó la vida que tenían las anteriores generaciones de jóvenes con la actual y apuntó a los motivos económicos como obstáculo que les está impidiendo tener hijos. Un diagnóstico que se repite con frecuencia a la hora de analizar este fenómeno complejo. La caída de la natalidad no es exclusiva de España, ni mucho menos del año 2021, pero nuestro país sí es, junto a Ucrania y Malta, el que tiene en Europa menos nacimientos por mujer y una de las edades medias del primer hijo más tardías del mundo. ¿Qué hay detrás? ¿Sirve únicamente la renta de los jóvenes para explicarlo? ¿Por qué no tenemos hijos?

La respuesta no es única y apunta a un cúmulo de factores sociales, culturales, políticos y económicos que las expertas estudian desde hace años en el marco del debate sobre el llamado 'reto demográfico'. No es algo nuevo; la caída de la natalidad es generalizada en todo el continente desde los años 60, pero lo cierto es que el caso español es uno de los singulares, con una bajada mucho más pronunciada que el resto. España, junto a apenas una docena de países del mundo, forma parte del grupo de los que están por debajo de la llamada lowest-low-fertility (un umbral marcado por los demógrafos en 1,3 hijos por mujer), cifra a la que llegamos ya en 1991. También tenemos una de las edades medias para tener el primer hijo más tardías del mundo: en los últimos 40 años ha escalado desde los 25,1 a los 31,1 años. El problema podría acentuarse además con la pandemia de COVID-19, ya que a pesar del leve repunte del pasado marzo, la natalidad mantiene su desplome.

Los cambios en la escala de valores y prioridades, una menor presión social o el aumento generalizado de los niveles de educación suelen nombrarse como causas, que se unen a las dificultades de conciliación y los motivos económicos. Entre estos últimos, no es la renta per cápita el único elemento, y de hecho los datos apuntan a que no existe una correlación directa entre esta variable y la fecundidad: no necesariamente a más dinero disponible se tienen más hijos, ni tampoco al revés. Pero tras los factores económicos se esconde toda una amalgama de condicionantes. Algunos son más cuantificables que otros. “La asociación entre renta y fecundidad es compleja; a nivel mundial, en general, a mayor nivel de desarrollo económico y social, menor tasa de fecundidad, pero una vez alcanzado cierto grado de prosperidad, influyen otros factores”, resume Teresa Castro Martín, socióloga y experta en demografía del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC.

Por eso, si comparamos la tasa de fecundidad en el contexto europeo, con países más o menos semejantes a pesar de las diferencias, vemos que apenas tiene correlación clara con la renta: en países con niveles de renta distintos se tiene un número similar de hijos. Hay otros factores, como la emancipación tardía, el paro juvenil o la temporalidad en los contratos que sí muestran una correlación con la tasa de fecundidad. En general, en los países donde las mujeres tienen más hijos, hay menos desempleados y menos temporalidad; y a medida que aumenta la fertilidad, también lo hace la tasa de jóvenes que viven fuera de casa de sus padres, como puede observarse en el siguiente gráfico:

En España, cree Mariona Lozano, demógrafa del Centro de Estudios Demográficos, el principal problema “es que tardamos mucho en reunir las condiciones que consideramos necesarias para poder tener un hijo y cuando ya llegamos a ese punto, nos hemos hecho mayores”. Hay, coinciden las expertas, un efecto dominó: el cambio cultural ha impulsado que la maternidad y paternidad no sea deseable antes de los 25. En ese momento, la razón principal que dan las mujeres, según la última encuesta de fecundidad del Instituto Nacional de Estadística (INE), de 2018, es que son demasiado jóvenes. Sin embargo, no significa que no quieran tenerlos en un futuro. De hecho, en general, las mujeres tienen menos hijos de los que desean, como ya mostró la encuesta anterior, de 1999: dos de cada tres quieren al menos dos. Cuando se les pregunta a las españolas de entre 30 y 39 años por las razones para no hacerlo, ya no es la edad la principal, como ocurre con las veinteañeras, sino que apuntan a la económica y las políticas públicas: un 42,9% aduce razones laborales o de conciliación; un 39%, económicas. Y entre las mayores de 40 ganan peso los motivos de salud.

La cuestión, explica Castro Martín, es que ahora el margen temporal en el que se toman las decisiones reproductivas se ha achicado debido “a la demora de todas las transiciones previas a la vida adulta”: influyen factores culturales y el retraso de la edad social de la primera maternidad, pero también “la edad de emancipación, de contar con un empleo estable o poder convivir en pareja. Tienes que haber pasado estos eslabones antes de plantearte tener un hijo y no es fácil reunir todas esas condiciones”. En España la edad de emancipación de los jóvenes es una de las más elevadas de Europa, y se sitúa en los 29,8 años, según Eurostat, solo más baja que en otros siete países. Hay, de hecho, según los datos disponibles, una correlación entre esta variable y la fecundidad en todo el continente. Al creciente esfuerzo económico que tienen que afrontar los jóvenes para acceder a la vivienda nos acerca un sorprendente dato de 2019: los menores de 30 años deben destinar el 94% de su salario si quieren vivir solos en un piso de alquiler.

A ello se suman cuestiones clave para las expertas, como la temporalidad que arrastra el mercado de trabajo en España: es la campeona de Europa en este tipo de contratos, y la tasa se dispara hasta el 52% entre los menores de 30 años. Ello, junto a los elevados niveles de paro “conforman un mapa de precariedad y, sobre todo, de incertidumbre que influye a la hora de plantearse un proyecto de maternidad o paternidad”, cree Castro Martín, que incide en que “muchísimos jóvenes no tienen empleo, y si lo tienen, con salarios bajos o contratos cortos, no saben si en seis meses tendrán trabajo”.

La relación entre el paro y la fecundidad viene de lejos. Ambos van acompasados desde los 90: el paro subió con la recesión de entonces y bajó la fertilidad; solo remontó con el crecimiento económico y la llegada de la inmigración en los 2000. Ahí el desempleo en menores de 35 estaba en mínimos, pero volvió a escalar vertiginosamente con la crisis de 2008 y la fecundidad, de nuevo, a caer.

Con todo, el paro no es exclusivo de la situación actual, es un problema endémico en España. A finales de los años 80, los niveles de desempleo juvenil también eran elevados, y entonces la tasa de fecundidad era más alta que la actual, pero no alcanzaba ni de lejos los niveles de los años 70, en los que España superaba con creces los dos hijos por mujer. Es ahí precisamente donde se produce la ruptura más evidente de la tendencia constante de la natalidad en nuestro país, justo cuando termina la dictadura franquista. España cae entonces desde uno de los niveles más altos de fecundidad de Europa hasta el más bajo en 1995, tal y como se puede observar en este gráfico:

Políticas sociales y económicas frente a las pronatalistas

Más allá de los indicadores puramente económicos o laborales, todas las expertas ponen la mirada en las estructuras políticas y sociales que favorecen o desincentivan la natalidad. En España el cuidado de los hijos e hijas sigue recayendo fundamentalmente en las familias, y dentro de ellas, de manera desproporcionada sobre las mujeres. “Hay un conjunto de elementos que en vez de facilitar que los jóvenes puedan tener hijos, ponen una barrera”, señala Begoña Eliazlde, profesora de sociología en la Universidad Pública de Navarra. La escasa flexibilidad en el ámbito laboral, la penalización de las mujeres en el mercado de trabajo y, en definitiva, el déficit de políticas públicas que impulsen y garanticen la corresponsabilidad Estado-familias y hombres-mujeres, son las principales fallas, coinciden las expertas.

“Las escuelas infantiles siguen siendo deficitarias y caras, muchas familias tienen que dedicar 400 euros de su salario a pagarlas”, expone Elizalde. Según las investigaciones que ha venido haciendo al respecto, las políticas que mejor funcionan en los países con mayores índices de fecundidad son sobre todo dos: una buena red de escuelas públicas de 0 a 3 años y amplios permisos de maternidad y paternidad. “La primera evita el descalabro económico de los hogares al tener hijos y la segunda facilita los primeros meses de crianza”, apunta la experta.

En este sentido será interesante examinar el impacto de la equiparación de permisos aprobada en España, que “es solo un pequeño avance en comparación con países como Suecia, Islandia o Noruega, donde además de ampliarlos hasta un año contemplan otros en relación a posibles enfermedades de los hijos que no tienen que ver con su hospitalización, sino con pequeñas coyunturas en los cuidados”. 

En este escenario, no se puede obviar, advierte la socióloga, la necesidad de conseguir el equilibrio en las tareas de cuidados entre hombres y mujeres. “En torno a un 25% de las trabajadoras que son madres en España se acaban reduciendo la jornada laboral por cuidado de los hijos. Esto amenaza su estabilidad y además implica una bajada de ingresos que a largo plazo tendrá consecuencias en la pensión”. No se puede entender la toma de decisiones de las mujeres sin la perspectiva de género: una madre no sufre las mismas consecuencias que un padre. “Ni en el trabajo ni en el hogar”, explica Elizalde. Y es que la incorporación de las mujeres al mercado laboral en las últimas décadas, otro de los factores que suele citarse al hablar de la caída de la natalidad, no ha llevado aparejada al mismo ritmo la incorporación de los hombres a las tareas del hogar ni la participación pública y colectiva del cuidado.

La salida al trabajo fuera de casa de las mujeres ha ido acompañada en las últimas décadas del descenso de la natalidad, pero actualmente la tendencia en Europa es que a más mujeres activas, mayor es la tasa de fecundidad. Salvo contadas excepciones, los territorios con altas cifras de empleo femenino, como Islandia, Suecia, Dinamarca o Reino Unido confirman esta correlación. Sin embargo, existen voces que advierten de que en algunos casos las elevadas cifras de actividad laboral de las mujeres se consiguen con el fomento de contratos a tiempo parcial y, por lo tanto, con salarios más bajos, que están muy feminizados.

Si nos fijamos en el caso español, la caída de nacimientos comienza a finales de los 70, antes de que las mujeres se incorporen masivamente al mercado laboral. “Al principio tuvo en general un efecto en la fecundidad, pero a largo plazo es positivo porque se crean políticas públicas eficaces. Además, en casi todos los países europeos el nivel educativo de las mujeres de las generaciones jóvenes es más alto que el de los hombres, por lo que aspiran a una trayectoria laboral continuada, y no deciden tener hijos hasta lograr cierta estabilidad laboral, que les permita tener un hijo y mantener el empleo. Esto se une a que ahora suele tomarse la decisión cuando al hogar entran dos sueldos, con uno solo no suele ser suficiente”, esgrime Castro-Martín.

Las expertas consultadas coinciden en que los países que mantienen unos niveles de natalidad superiores a los de España y son considerados referentes en Europa “no han desarrollado políticas explícitamente pronatalistas”, como podrían ser los llamados 'cheques-bebé', sino más bien políticas enfocadas “a la conciliación de la vida laboral y familiar, a la igualdad de género en cuanto a corresponsabilidad en los cuidados, a facilitar la emancipación residencial y económica de los jóvenes o a garantizar el acceso universal a la educación infantil”, enumera Castro-Martín. Con todo, algunos de estos países, como Noruega o Finlandia, están reduciendo recientemente sus tasas de fertilidad, lo que ha sorprendido a los demógrafos: “Se está estudiando, pero las primeras investigaciones apuntan a que tiene que ver una creciente incertidumbre económica global”, dice la experta.

El cambio de valores y estándares de vida

No se puede entender el caso español ni el mapa europeo de la fecundidad sin atender a las cuestiones económicas, pero tampoco sin mirar a los muchos cambios culturales que han entrado en juego en las últimas décadas y más recientemente. Es parte de la explicación desde un punto de vista cualitativo de la tendencia a la baja de la fecundidad. Las prioridades han cambiado, la presión social para tener hijos ha descendido, los estándares de vida se han modificado y también las expectativas o deseos vitales, coinciden las expertas. No es solo la renta, la temporalidad de los contratos o la incertidumbre laboral: el signo de los tiempos condiciona la toma de decisiones. 

Margarita León, profesora de Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Barcelona, explica que en España la muerte de Franco confluye con numerosos factores culturales que en otros países de la Unión Europea venían produciéndose con anterioridad, en los años 60, y que en nuestro país se vieron frenados por la dictadura: menos matrimonios, búsqueda tardía de una pareja estable, parejas que no cohabitan, la caída del ideal de la maternidad como elemento de realización de las mujeres… “En España la brecha cultural entre generaciones está más acentuada que en otros lugares de Europa porque explotó de repente, no fue tan gradual”, señala.

Pero tampoco el cambio, apunta Mariona Lozano, del Centro de Estudios Demográficos, “ocurrió de la anterior generación de jóvenes a la actual”, sino que se extiende más allá. Y se caracteriza por “el desarrollo de las carreras profesionales de las mujeres y un cambio de ideas y de valores que implica primar otros elementos como la realización individual, la libertad, la igualdad de género o el aumento de los niveles educativos. Este último hecho hace que invertir en tu capital humano y carrera profesional cambie el esquema de prioridades, no se le da el sentido a los hijos que se le daba anteriormente”.

La Encuesta de Fecundidad de 2018 del INE muestra que, por ejemplo, por detrás de los motivos económicos, la ausencia de una pareja “adecuada” frena al 10% de las jóvenes españolas menores de 30 años para tener hijos. León cree que además hay un componente conductual. “¿No tenemos pareja estable porque no la encontramos o porque no la buscamos hasta más tarde? Los comportamientos que hace un tiempo eran más propios de la década de los veinte años ahora están más cercanos a los treinta. Se ha prolongado lo que se entiende por etapa juvenil y tal y como se entiende es en ocasiones incompatible con tener hijos”. 

Entiende León que estos rasgos generacionales no tienen por qué ser vistos de forma negativa, igual que la bajada de la natalidad. “Siempre insisto en que una muy baja natalidad es un problema, pero no podemos interpretarla solo en términos de pérdida porque, en el contexto comparado, las mujeres que deciden no tener hijos en edad fértil han tenido la capacidad de elegir. Estos datos también deben leerse como una emancipación de las mujeres, algo muy positivo”. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística, el número de mujeres que declaran no querer ser madres se ha duplicado entre 1999 y 2018. Y el incremento parece escalar rápido en los años más recientes: en 2018 el 14% de las mujeres y el 20% de los hombres de 20 a 40 años dijeron no querer descendencia; en 2006, cuando el CIS preguntó a las españolas, eran un 5%.

Constanza Tobio, catedrática de Sociología de la Universidad Carlos III de Madrid, también considera clave esta variable. Unida a que el abanico de opciones vitales se ha abierto rápidamente en los últimos años. “Hace 30 o 40 años el imperativo social de la maternidad era mucho más fuerte que hoy y una pareja tendía a dar por supuesto que el matrimonio y la vida en pareja incluía tener hijos. Hoy esto ha cambiado y hay una mayor decisión individual sobre la maternidad. No solo de si tener descendencia o no, sino cuándo, en qué condiciones y equilibrando también otras prioridades vitales”, explica la experta.

Es un hecho que los estándares y anhelos de la generación joven actual no son los mismos que los de hace 30 o 40 años, y tampoco “las condiciones en que se quieren tener hijos”, remarca Tobio, “pero es que son las del mundo actual”. Coincide Mariona Lozano, del Centro de Estudios Demográficos: “Nadie les preguntaba hace 50 años por qué tenían hijos y qué esperaban de la vida, evidentemente el significado de la familia y de las necesidades vitales es diferente, pero eso no resuelve –señala la experta– el problema actual: la frustración de toda una generación que manifiesta querer tener hijos, pero no poder tenerlos”.

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