Cementerios sumergidos de los que han llegado a salir huesos flotando. Una iglesia que, por su hundimiento, es llamada “la catedral de los peces”. Un tiempo detenido. Hogares ardiendo como el último consuelo de sus propietarios antes del derribo. Tejados colmados por los vecinos de un pueblo entero. Un grafiti que aún acecha cuando llega la sequía (y ruega “demolición”). Historias enteras escondidas bajo toneladas de agua. Cientos de libros, canciones y poemas que hablan del mismo dolor, de un dolor en común: “¿Cómo habría sido mi vida de no haberse cruzado en la trayectoria de mi familia la orden de un ingeniero que decidió detener el río como el que decide detener el tiempo?” (Distintas formas de mirar el agua, Julio Llamazares). Todo este imaginario parece sacado de un libro de realismo mágico, pero no es ficción: persiste debajo de nuestros embalses.
En España existen más de 1.200 grandes embalses, es el quinto país del mundo con mayor número de este tipo de infraestructuras y el primero de la Unión Europea. La mayor parte de las presas fueron construidas a partir de 1950, según datos del Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente. En esa época, durante la dictadura, empezó el boom de estas construcciones y se crearían cerca del 60% de los embalses que existen hoy en día.
“La construcción de grandes embalses está asociado a etapas dictatoriales, no solo en España, sino también en otros tantos países donde estas obras hidráulicas faraónicas están casi siempre asociadas a etapas o a países donde no hay democracia, o donde las posibilidades de ejercer libertad de expresión están muy impedidas”, explica Julia Martínez, doctora en Biología y directora técnica de la Fundación Nueva Cultura del Agua. Sin embargo, todas estas historias no están exclusivamente relegadas a la época franquista. Ejemplo de ello es el caso de Riaño, en León —el más mediático y sonado, precisamente porque ocurrió fuera de la dictadura, durante el gobierno de Felipe González—.
Faltaba un relato general que contase que era una práctica habitual y que se ha tratado de un paradigma compartido en casi todos los territorios.
Todos estos casos se encuentran envueltos en muchas capas de silencio pese a que, en España, los núcleos de población que se han visto inundados por la construcción de pantanos ascienden a más de 500, y pese a que se han visto perjudicadas y desplazadas por este motivo entre 25.000 y 50.000 personas. Es por ello que Jairo Marcos y María Ángeles Fernández, periodistas freelance, tomaron la iniciativa de tejer un hilo conductor que conecta muchas de las historias, que quedaron materializadas en el libro Memorias Ahogadas, publicado a principios de este mes por la editorial Pepitas de Calabaza.
“Creo que la gente que ha vivido cerca de un pantano o que tiene familia que ha sido desplazada sí que conoce estas historias, pero como casos aislados. Faltaba un relato general que contase que era una práctica habitual y que se ha tratado de un paradigma compartido en casi todos los territorios. Creo que era necesario decir que esto era algo que se repetía, que era una lógica. Una lógica que se instauraba en todo el territorio”, cuenta Fernández.
El proceso de desalojo de pueblos en España para la construcción de embalses, especialmente durante la etapa franquista, fue un camino largo, doloroso y marcado por la falta de transparencia, la coacción y, en muchos casos, la violencia tanto física como psicológica. Aunque la experiencia exacta variaba de un lugar a otro, se pueden identificar varias etapas comunes en este proceso.
En la mayoría de los casos, todo comenzaba con rumores, que generaban ansiedad e incertidumbre en la localidad. Los habitantes comenzaban a temer perder su pueblo, pero sólo eran rumores. Después, de forma abrupta, recibían una notificación formal en la que se declaraba la utilidad pública del proyecto y la necesidad de expropiar los terrenos. El tono de ésta solía ser imperativo y, a menudo, no había espacio para la negociación. Se ofrecían compensaciones (que, en varios casos, nunca llegaron a darse y, en la mayoría, resultaban muy insuficientes). Para quien no las aceptara llegaban las amenazas, la violencia, y la intimidación. Finalmente, no quedaba otra que marcharse. Algunas personas cargaban sus enseres y se iban sin saber a dónde estaban yendo, a dónde iban a parar. Esta sensación de incertidumbre y de indefensión generaba un gran desasosiego en los locales, especialmente en los más mayores. El caso más extremo que refleja este dolor fue el de un riañés que se suicidó disparándose en el vientre antes de tener que marcharse del lugar en el que había crecido.
Fernández y Marcos han estado documentando estas historias de desplazamientos forzosos y pueblos sumergidos a lo largo de cuatro años. “¿Cuánta gente sabe hoy el hecho tan básico de que debajo de los embalses hay pueblos? La parte negativa de tener un proyecto así de largo es que hay algunas personas protagonistas del libro que ya han fallecido o que ya no están en las condiciones en las que estaban antes. Se rompen delante de ti, te ceden un día, dos, de su tiempo, y luego piensas: 'Qué menos que sacar el libro y que lo puedan leer y disfrutar', pero hay gente que no va a poder hacer eso. Eso no deja de ser doloroso”, asegura Marcos, e incide en que no se trata de un libro “contra embalses”, ya que “está claro que tiene que haber una forma de ordenamiento del territorio y de gestión del agua, pero quizá no son las formas, porque siempre se repite el mismo patrón: unos territorios de sacrificio, siempre los mismos, para otros que se benefician, siempre los mismos”.
Innumerables territorios tuvieron que cubrir con cemento las losas de los cementerios para que no salieran a flote los cuerpos de sus seres queridos, a los que ya nunca más pudieron visitar.
Sin lugar al que volver
“No hubiéramos podido amar tanto la tierra de no haber vivido nuestra infancia en ella. Si no fuera la tierra en que nacen las mismas flores cada primavera que recogíamos con nuestros deditos... ¿Qué novedad se compara con esa dulce monotonía donde todo es conocido y amado porque es conocido?”. George Eliot describía de esta forma el arraigo. “Poder volver” es algo importante para los seres humanos, y ese es uno de los grandes dolores en común que comparten estas historias: “Es como que te quedas sin infancia, sin raíces, sin historia y, al final, el saber quién eres, el poder regresar a un lugar físico, de alguna manera te genera una identidad. Si no puedes regresar a ese lugar, de alguna manera te han borrado tu propia identidad”, proclama Marcos.
Pero el desarraigo se extiende más allá de la tierra: muchas familias o muchos lazos vecinales básicos en la vida también se perdieron, señala la coautora. Una de las vivencias comunes más difíciles de sanar es la de los seres queridos que quedaron en los camposantos. Innumerables territorios tuvieron que cubrir con cemento las losas de los cementerios para que no salieran a flote los cuerpos de sus seres queridos, a los que ya nunca más pudieron visitar.
“O sea, cuando a mí me quitan el espacio del río en el que yo he nadado desde pequeño, los senderos por los que he caminado, la tierra que ha dado sustento a mi familia, las huertas en las que de jóvenes nos juntábamos a ayudar a nuestros padres en las labores que en aquel momento se hacían agrícolas, cuando ves cómo desaparece una parte de tu patrimonio, como es el Camino de Santiago, cómo se ven amenazados restos arqueológicos de importancia como los que tenemos allí, de carácter romano... ¿Cuánto vale esto? Es algo que se sustrae a los valores de mercado, todo eso es lo que tú llevas dentro y cuando te lo quitan es como si te lo estuvieran arrancando”, explica Miguel Solana que, añade, vivió “dolor sobre dolor”, debido a que es uno de los afectados por el embalse de Yesa, en Navarra, que fue inaugurado en 1959, tras 31 años de obras.
Pero no acabó ahí: son seis las generaciones atravesadas por un proyecto que sistemáticamente ha sido “una losa” sobre su territorio, pues diez años después de su inauguración comenzaron a llegar nuevos rumores sobre que iban a agrandarlo y en ello están: el proyecto sigue vivo, a pesar de que por el momento se encuentra paralizado. La historia de Solana ha estado marcada, por ende, por una “sensación de amenaza perpetua”.
Muchos modos de violencia y muy pocas compensaciones
“A Jánovas digo adiós, a la Velilla y Lacort. Adiós, barquitos hundidos, adiós. Y aunque han pasado muchos años no podré olvidar nunca aquella mañana en que descubrí que no solo en los cuentos siguen existiendo piratas. Cuando al abordaje tomaron el pueblo y tuvimos que marchar de casa, y al ver las lágrimas de madre, a pique se me fue de golpe la infancia”. Esto es lo que reza la Habanera triste de La Ronda de Boltaña recogida en el libro Memorias Ahogadas.
Eva Muñoz, nieta de aquéllos que vivieron el desalojo forzado en Jánovas (Huesca) asegura que el dolor, en su caso, también ha atravesado el linaje, marcado por todo un abanico de violencias. En este territorio se llegaron a demoler las casas (algo que no era demasiado usual) y la población se marchó. Años después, con la localidad ya en ruinas, se paró el proyecto y el embalse nunca llegó a construirse. Ahora, para recuperar su territorio (completamente destrozado) ellos son los que tienen que pagar por recuperar los escombros. “Al final arrasas tres pueblos con total impunidad, mandas a la gente a la diáspora y haces como si esto no hubiera pasado”, lamenta Muñoz.
También existía y existe, señala, la violencia administrativa, que tiene que ver con el desgaste: “La administración es un ente atemporal. Para ella el tiempo no tiene ningún tipo de valor, pero para las personas sí. Mi abuela falleció hace 25 años, mi madre tiene setenta y pico, yo estoy cerca de los 50. Nosotras hemos arrastrado esto y el tiempo se ha llevado parte de nuestras vidas en esta lucha, pero para la administración no ha sido así”. Sostener allí esa batalla, explica, con todo el dolor que acarrea, es como una prueba de fuego, es un camino de resistencia, y “cada uno lo afronta como puede”.
Hay muchos embalses que no se han llegado a llenar, embalses que no se van a poder llenar en la vida o algunos que están sistemáticamente por debajo de su máximo de capacidad.
Desde la Fundación Nueva Cultura del Agua inciden también en el daño puramente medioambiental y denuncian que, en varias ocasiones, todas estas violencias no han servido “para nada”, ya que muchas obras hidráulicas están consideradas como “ociosas”, debido a que no cumplieron con las grandes promesas de prosperidad que defendían al plantear los proyectos: “Hay muchos embalses que no se han llegado a llenar, embalses que no se van a poder llenar en la vida o algunos que están sistemáticamente por debajo de su máximo de capacidad”.
También hubo mucha violencia puramente física por parte de las fuerzas del orden. Las fotos sacadas en los últimos días de Riaño así lo evidencian. Alfonso González, una de las figuras más reconocidas de esta resistencia, cuenta que de su casa lo echaron a la fuerza, como a muchos otros. “La historia de Riaño es una historia de amor y de tristeza, también a veces de rabia y de alegría. Una historia traumática que ha marcado mi vida por lo dura y profunda que fue, al desaparecer de un plumazo el lugar y la cultura, las relaciones, todo tu mundo, en un instante cuando tienes 24 años y más cuando sabías que aquello se trataba de un lugar paradisíaco”, afirma. Las personas en su localidad trataron de resistir subiéndose a los tejados y, cuando ya no quedaba otra, acabaron quemando sus propias casas. Este último acto, de alguna forma, les dio en ese momento una sensación de consuelo.
La memoria, el relato, el recuerdo
Todos coinciden en que, pese al relato extendido que aún persiste, que defiende que fueron ampliamente compensados, esto no fue así en la gran mayoría de las ocasiones. Muchos de ellos ni siquiera las han recibido a día de hoy. Parte del dolor tiene que ver con esa sensación de injusticia y con una percepción de “abandono”: sus historias, aseguran, pasan inadvertidas para el resto del país. No se sienten vistos ni por los políticos ni por las personas de a pie. “No se hace nada por enmendar lo más mínimo”, comenta González. Eva Muñoz hace hincapié en la necesidad de que haya un “cierre” digno para cada una de las historias, que, para ellos, aún siguen abiertas. Miguel Solana asegura que no ha habido “ningún reconocimiento del sufrimiento que se ha vivido en cientos de pueblos que se vieron anegados por infraestructuras. No lo ha habido y además no lo hay todavía”.
Una compensación a la altura es imposible. Es como si te matan a tu madre y te dicen que te van a pagar.
Más allá de las compensaciones materiales y económicas, inciden en la importancia del relato y de la memoria. “Es lo que muchas veces reclamamos. Es decir, que no se siga contando una versión que interesa, sino que se explique cómo han sido las cosas, que han sido injustas, que ha habido humillación, que no ha habido compensación, y que sigue siendo un conflicto abierto en el territorio”.
“Una compensación a la altura es imposible. Vivimos en un mundo donde sólo importa el beneficio del capital, no de la vida, no de la cultura, no de la tierra. Es como si te matan a tu madre y te dicen que te van a pagar. Debajo de las aguas hay mucho amor, mucho cariño, muchas historias, muchas vidas. Hay un mundo entero que ha quedado ahí escondido”, sostiene González. Él, cuenta, tratará de seguir buscándolo en su imaginación, como tantos otros.