La respuesta no está en los genes
El debate en torno a los cultivos transgénicos levanta pasiones 25 años después de que se empezaran a sembrar los primeros cultivos modificados genéticamente. La polémica continúa girando en torno a su seguridad para el medio ambiente y la salud humana y el papel que juegan ante los desafíos que afronta la agricultura en el mundo. En este tiempo ha cambiado la tecnología con la aparición de los nuevas técnicas como la edición genética, y por otra parte las acuciantes evidencias sobre el cambio climático y el colapso de los ecosistemas han acelerado enormemente la urgencia por transformar nuestro modo de producción y consumo. Sin embargo, la discusión en torno a los cultivos transgénicos sigue siendo un fuego cruzado de datos y artículos científicos que nos impide ver la cuestión con perspectiva y hacernos las preguntas oportunas. Es importante recordar algunas cifras y hechos de los cultivos para ponernos en contexto: cuáles son los principales cultivos transgénicos, dónde están, quién los cultiva y para qué.
Según los últimos datos proporcionados por la propia industria (ISAAA, Servicio Internacional de Adquisición de Aplicaciones de Agrobiotecnología) en el mundo se cultivan un total de 191,7 millones de hectáreas de cultivos transgénicos. Dos datos más nos ayudan a comprender esa cifra Por una parte esta superficie supone apenas un 0,11% del total de tierra cultivada en el mundo, lo cual indica que, si bien la polémica es grande, la superficie es ciertamente insignificante. Solo en cinco países del mundo los cultivos transgénicos ocupan un área relevante. Por orden: Estados Unidos, Brasil, Argentina, Canadá e India.
Estos países, los únicos en los que realmente predominan los cultivos transgénicos, tienen un modelo agrario basado en los monocultivos para la exportación, estamos hablando básicamente de soja, colza y algodón. Ninguno de estas producciones se destina a alimentar personas si no a la industria, en todos los casos se trata de mercancías (commodities) que se venden al mejor postor en la Bolsa de Chicago y cuyo destino es la fabricación de piensos, biodiésel, aceite y ropa barata. El destino último de estos cultivos es alimentar un estilo de vida basado en el sobreconsumo de carne, de ropa, de vehículos, que sabemos que no es compatible con los límites del planeta y que es necesario y urgente transformar de forma profunda. Desde las posiciones probiotecnológicas se rechazan estos argumentos, por no ser problemas intrínsecos a la tecnología en cuestión si no al modelo. Cierto es que la soja que arrasa la selva amazónica es un problema en sí mismo, y que deforesta igual la soja modificada genéticamente que la convencional, pero no parece razonable debatir sobre los transgénicos como una entelequia teórica (un debate “científico”) y cerrar los ojos a esta realidad apabullante que es su aplicación actual y real.
Además de una superficie escasa y unos cultivos muy concretos, las propias modificaciones genéticas existentes en el mercado también son muy significativas del alcance y la utilidad de esta tecnología. Básicamente, se comercializan cultivos con dos modificaciones genéticas: tolerancia al herbicida y resistencia a insectos. La tolerancia a herbicida confiere a las plantas modificadas la capacidad de sobrevivir al roundup, el herbicida cuyo principal componente es el también polémico glifosato. Esto ha hecho aumentar la cantidad de herbicida aplicado por hectárea. La propia academia de las ciencias de EE UU, en su informe de 2016, que se publicitó como la prueba definitiva sobre la seguridad de los transgénicos, reconocía que desde el punto de vista agronómico su utilidad es muy limitada. Los agricultores estadounidenses que luchan contra las supermalezas, malas hierbas que se han hecho resistentes al glifosato, con seguridad lo confirman.
Aragón se lo piensa
En cuanto a los cultivos resistentes a insectos veamos por ejemplo qué ha pasado en la península tras dos décadas de cultivo de maíz resistente al taladro, el único transgénico cuyo cultivo está autorizado en la UE. Las principales zonas de cultivo en nuestras fronteras se encuentran en Aragón y Cataluña. Estos dos territorios copan el 70% de la superficie transgénica. Su destino es la fabricación de piensos para alimentar una ganadería industrial que, recordemos, crece de forma totalmente desbocada (en el Estado Español se sacrifican cada año más de 40 millones de cerdos). Los beneficios para el sector agrario están por ver, el Gobierno de Aragón, tras años de ensayos de campo y comprobar que no aumenta el rendimiento, advertía sobre la necesidad de una reflexión profunda en torno a su utilidad.
Es un hecho que la agricultura transgénica forma parte de un modelo agroalimentario concreto, y además injusto, porque mientras se sigue alimentando a los mercados, la industria y los beneficios de las grandes empresas, en el mundo más de 800 millones de personas pasan hambre. Paradójicamente, el 75% de estas personas viven en el medio rural y se dedican a la producción de alimentos, son agricultores, pescadores, pastoralistas y recolectores. Sin duda, los principales factores que limitan su producción de alimentos no se encuentran en el acceso a tecnologías sofisticadas como los transgénicos, si no a recursos más básicos como la tierra fértil o el agua. La competencia por estos recursos aumenta, por lo que vale preguntarse qué papel tiene la biotecnología en un contexto de presión creciente por los recursos y en que los verdaderos protagonistas de la agricultura, el campesinado, los 2.000 millones de personas en el mundo que se dedican a la producción de alimentos, luchan por no ser expulsados de su territorio por las dinámicas extractivistas y el avance de la minería o los monocultivos.
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