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Sanitarios con COVID persistente: de la primera línea a vivir con una enfermedad poco reconocida

Long-covid

Mónica Zas Marcos

20 de junio de 2021 21:48 h

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Llevan meses enfermos sin que les reconozcan como tal. La lista de síntomas del COVID persistente o long-covid es tan amplia, que los diagnósticos varían de una persona a otra y de un médico de cabecera a otro. Fatiga, dolor muscular, pérdida de memoria, dislexia, tos o subidas abruptas de miopía. Quienes lo sufren rechazan calificarlo como secuelas, porque eso significa que la patología ha terminado, y ellos siguen igual de enfermos o peor que cuando contrajeron el coronavirus. Además, son muchos los sanitarios o trabajadores de la salud que siguen luchando contra un virus que ellos mismos sufren y sin que figure como enfermedad profesional.

Es la lucha de algunos colectivos y sindicatos como CSIF (Central Sindical Independiente y de Funcionarios), que acaban de conseguir que una sentencia reconozca como enfermedad profesional a un auxiliar administrativo que se contagió en el centro de salud donde trabajaba y al que le han quedado secuelas respiratorias. Según la Estadística de Accidentes de Trabajo, solo 26 muertes y 14.358 de los 110.000 contagios entre el personal sanitario constan como consecuencias laborales. Es decir, un 10% del total.

“A la mayoría no les reconocen el contagio como enfermedad profesional, sino común; y a quienes sí, no les incluyen las secuelas o el long-covid”, dice Encarna Abascal, secretaria de Prevención de Riesgos Laborales en CSIF. Luego está la propia discriminación dentro de los centros sanitarios. Hace unas semanas, este medio se hacía eco del caso de María Barragán, limpiadora del Hospital Can Ruti, con COVID persistente y a quien la baja por enfermedad larga solo le cubre el 75% del sueldo, a diferencia de a médicos y enfermeras. “Quizá no hayan atendido a enfermos ni hayan puesto un respirador, pero han estado limpiándolo todo y exponiéndose al virus al 300%”, reivindica Abascal. E incluso cuando la prestación no supone un problema, a veces se da un fenómeno mucho más difícil de controlar: los comentarios, las trabas y la estigmatización.

Me llamó un supervisor estando de baja para echarme en cara que mis compañeras estuviesen cubriendo mis horas. El primer día entendí por qué no tenía que haberme incorporado: estaba muy cansada, me fatigaba y me ahogaba todo el rato.

Mabel Enfermera (29 años)

Ese es el caso de Mabel, enfermera de 29 años en Castilla y León. Contrajo la COVID a finales de enero y estuvo 20 días aislada con un cuadro bastante grave debido a que padece asma. Un poco antes, justo después de la primera ola, estuvo otro tiempo de baja con fuertes migrañas. “Siempre te presionan”, explica en conversación con este diario. “A mí me llamó un supervisor para preguntarme si no me iba a incorporar y me echó en cara que mis compañeras estuviesen cubriendo mis horas”. Mabel pidió el alta voluntaria, no solo por el apremio de su jefe, sino por la pasión que siente hacia su trabajo. “Mi profesión es lo mejor que me ha pasado, pero el primer día entendí que no debía haberme incorporado: estaba muy cansada, me fatigaba con nada y me ahogaba todo el rato”, explica la joven. 

Más tarde le dijeron que se debía a una agudización del asma a causa de la COVID persistente, pero en ningún momento se lo han reconocido como enfermedad profesional. “Tampoco salud laboral se ha implicado demasiado ni nos han hecho seguimiento. A otras compañeras les han llegado a dar el alta diciendo que era ansiedad”, explica. “Después de conseguir que les hicieran un TAC, vieron que tenían neumonía o trombos, y que eso era lo que les dolía o les impedía respirar”, se lamenta. 

El estigma psicológico, según relatan las asociaciones de long-covid, es bastante común. “Te hacen sentir como una paciente psiquiátrica”, revela Victoria Moreno, de 46 años y auxiliar de enfermería. “No se nos reconoce que estamos enfermos, sino que estamos somatizando ahora el shock de la pandemia”, dice. Ella se contagió el 5 de marzo en el Hospital Gregorio Marañón, en Madrid, antes de que se declarase la crisis sanitaria. Estuvo un mes aislada, volvió a trabajar, y al mes y medio tuvo que confinarse de nuevo porque seguía dando positivo en las PCR. Desde entonces, Victoria ha perdido sensibilidad en la parte derecha del cuerpo, sufre lagunas, parestesia, pérdida de dicción, subidas de colesterol, dolor articular y muscular, y menopausia precoz. 

Te hacen sentir como una paciente psiquiátrica. No se nos reconoce que estamos enfermos, sino que estamos somatizando ahora el shock de la pandemia.

Victoria Moreno Auxiliar de enfermería (46 años)

“Al principio no se sabía lo que era la COVID persistente”, relata esta auxiliar de enfermería. Antes de la pandemia, ella trabajaba en la UVI, pero el long-covid le ha obligado a adaptar su puesto y ahora forma parte del equipo de vacunación. Se considera afortunada porque muchas de sus compañeras no han conseguido bajas o cambios porque “dependemos de lo que opine un médico de cabecera”.

“Yo he tenido suerte porque me ha permitido desconectar del paciente”. Moreno se refiere a las secuelas neuronales que le ha provocado la COVID persistente y que le pueden afectar en el trato interpersonal: “Hay veces que sé lo que quiero decir pero no lo puedo expresar, o que no entiendo lo que he escrito con mi propia letra”. Estos síntomas son los que le han permitido que salud laboral acepte su petición de cambio de puesto tras el diagnóstico de un psiquiatra. “El problema es que no consta como consecuencia del virus al que nos enfrentamos en el hospital, sino como una patología brotada de la nada”, lamenta. 

También Salvador Espinosa, médico del SUMMA de Madrid que pasó 46 días en la UCI, ha tenido que abandonar su carrera en urgencias por las secuelas del virus. Como explicó a este diario con un hilo de voz, no está preparado “para subir corriendo cinco pisos con una mochila en la espalda”. En su hospital le permitieron incorporarse a un puesto más tranquilo, “casi de oficinista”, aunque a sus 58 años no lo hubiese querido así. Encarna Abascal, de CSIF, cree que la problemática de afrontar los cambios de puestos o las bajas por COVID persistente es lo que hace que no existan números oficiales de esta patología en España: “No interesa porque son pérdidas de personal e indemnizaciones”.

Necesito ir al fisioterapeuta para realizarme sesiones de punción seca y poder caminar, y me he cambiado dos veces de gafas en seis meses porque me ha subido la miopía. Todo lo tengo que pagar de mi bolsillo.

En Reino Unido, por ejemplo, el Gobierno ha contabilizado que 122.000 miembros del personal del NHS, el servicio de sanidad público, sufren long-covid y 30.000 bajas laborales por esta causa. Un “desafío” que asumen los gerentes sanitarios y que reconocen que podría agravarse en los próximos meses. “En España va a ocurrir lo mismo: las unidades de críticos siguen a pleno rendimiento, pero una vez paren y volvamos a la normalidad, les va a pasar factura”, prevé Victoria Moreno, la auxiliar de enfermería del Gregorio Marañón.

Otra dificultad añadida a la que se enfrentan estos profesionales es la de costearse ciertos tratamientos para paliar los síntomas. “Necesito ir al fisioterapeuta para realizarme sesiones de punción seca y poder caminar, o he tenido que cambiarme dos veces de gafas en seis meses porque me ha subido la miopía, y todo lo tengo que pagar de mi bolsillo”, critica Moreno. También le ocurre a Sofía Laguarta, fisioterapeuta y profesora de universidad. Después del COVID, ahora solo puede dedicarse a lo segundo. 

“Yo ahora no podría ni tratar pacientes ni aguantar dos horas de pie dando clase”, cuenta. Sus síntomas más acusados son fatiga, taquicardias, la saturación baja y el dolor torácico persistente. Se contagió también a comienzos de la pandemia y no recibió su primera consulta hasta el 25 de mayo. En ese momento, pidió un fisioterapeuta para tratar los dolores musculares y articulares, algo que todavía no ha conseguido y que se tiene que costear ella misma. “Tuve muy mala atención, lógicamente, porque la gente se estaba muriendo a centenares”, defiende. “Sin Atención Primaria estaríamos aún peor de lo que estamos”. Ni Sofía ni otras personas de su edad (44 años) fueron hospitalizadas entonces, pero después han comprobado que tienen los mismos daños internos que alguien que estuvo en cama.

Me contagié en marzo y no tuve mi primera cita hasta el 25 de mayo. No me hospitalizaron pero tengo los órganos igualmente dañados. Me dieron muy mala atención, lógicamente, porque la gente en ese momento se estaba muriendo a centenares.

Sofía Laguarta Fisioterapeuta (44 años)

Por eso, CSIF y otras asociaciones como la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia exigen que se les asegure una vigilancia de la salud periódica. Y no solo por las secuelas físicas, sino también por las psicológicas. “Está claro que los sanitarios han estado expuestos a un riesgo elevado y necesitan reconocimiento médico: la parte física tiene su tiempo de recuperación, pero las heridas emocionales no se curan solas”, justifica Abascal. 

“El long-covid significa no volver a tu vida normal a ningún nivel: ni profesional, ni de ocio, ni a las tareas domésticas. Yo era muy deportista y ahora lo único que me acepta el cuerpo es andar”, cuenta Sofía Laguarta. La fisioterapeuta reconoce que no ha necesitado apoyo psicológico, pero entiende que mucha gente deba tenerlo porque “es un proceso durísimo y lo más difícil que me ha pasado con diferencia”.

No creo que en España sepamos las secuelas que deja la COVID. Los aplausos han sido un método muy hipócrita porque en su momento todo el mundo aplaudía, pero cuando se ha pedido apoyo a los profesionales, como ahora, no aplaude nadie.

Darlyn Mejía Trabajadora en una residencia (26 años)

Darlyn Mejía, que trabaja en una residencia de ancianos, también sufre COVID persistente a sus 26 años. Ella se ha contagiado dos veces, pero los síntomas los arrastra desde la primera. “Perdí el gusto y el olfato y me cansaba con todo, hasta con darme una ducha”, explica. En su caso se considera afortunada porque ha tenido total libertad y comprensión a la hora de tomarse una baja. Sin embargo, después de tantos meses se identifica con el síndrome del burn-out o de la quemazón que sufren algunos sanitarios. 

“No creo que en España sepamos las secuelas que deja la COVID-19. Los aplausos han sido un método muy hipócrita porque cuando se pide apoyo a los profesionales, como ahora, no aplaude nadie”, replica la joven. “Nuestro sentimiento de responsabilidad se multiplica por mil por la profesión que hemos elegido”, dice. Victoria Moreno describe un hartazgo muy similar, sobre todo ante la incomprensión de su enfermedad: “Parece que por vocación tenemos que dedicarnos en cuerpo y alma al paciente, pero esta ha sido mi recompensa”. 

“Lo primero que hay que hacer es tratar bien al profesional o va a haber una migración fuera de esta profesión brutal”. Respecto al long-covid, las profesionales que lo padecen saben que les espera una lucha larga y cansada: “La gente ya no quiere saber nada del coronavirus y mucho menos escuchar tus miserias”, dice Mabel, la enfermera de León. “Solo quieren que les cures y que estés siempre a la altura”.

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