Este domingo se vivirá una jornada histórica en Roma. Por primera vez, se darán cita cuatro papas en la plaza de San Pedro. Francisco canonizará a dos de sus antecesores, Juan XXIII y Juan Pablo II, en presencia del emérito Benedicto XVI. Más de un millón de fieles abarrotan ya la Ciudad Eterna. En su mayoría, los antiguos papaboys, que siguieron a Juan Pablo II por todo el mundo, y que hace nueve años gritaron aquel “santo subito” desde esta misma plaza.
Y es que la de Karol Wojtyla será la canonización más rápida de la bimilenaria historia de la Iglesia. Una canonización polémica, pues la figura del Papa polaco tiene muchos puntos oscuros. Al contrario que la de Juan XXIII, el Papa bueno, el que abrió las puertas al Concilio Vaticano II, que empujó a la Iglesia católica al siglo XX después de 450 años anclada en la Contrarreforma de Trento.
No hay muchas dudas sobre la santidad de Juan XXIII. Sin embargo, son muchos los que han pedido al Papa que frene la de Juan Pablo II. La actuación de la Iglesia católica ante los abusos sexuales durante su pontificado y, especialmente, el caso del pederasta Marcial Maciel, a quien Wojtyla calificó de “guía ejemplar de la juventud”, salpica, y mucho, la santidad del papa polaco.
¿Por qué canonizar a la vez a dos papas tan diferentes? Los más optimistas aseguran que Francisco ha querido aunar las dos “almas” que laten en la Iglesia católica actual. Los adalides de una Iglesia conservadora, aferrada al dogma y obsesionada por la moral sexual y la incidencia pública, que durante los últimos 35 años han gobernado a sus anchas tanto en el Vaticano como en la Iglesia universal (el modelo Wojtyla y sus colaboradores: kikos, Opus Dei, Legionarios de Cristo, Comunión y Liberación...); y los que optan por una Iglesia más aferrada al Evangelio y a la opción preferencial por los pobres, que no viva aferrada al cumplimiento de unas normas sino que trata de cumplir el sueño de Jesús de Nazaret de construir una sociedad más justa y solidaria.
Esta podría ser la razón por la que el Papa Bergoglio hubiera decidido la canonización de Juan XXIII sin necesidad de haber confirmado un milagro atribuido a su intercesión. Dado que el ascenso a los altares de Juan Pablo II parecía inevitable, Francisco quiso al menos colocar un “contrapeso” con el Papa bueno, y de paso reivindicar los frutos del Concilio Vaticano II, de cuyo arranque se acaba de cumplir medio siglo.
No cabe duda que Bergoglio está más cercano a la Iglesia que soñó Juan XXIII que la que dejó atada y bien atada Juan Pablo II, pero también que las reformas que Francisco siente que necesita la Iglesia no serán posibles si deja fuera a –querámoslo o no– millones de católicos conservadores que tienen que adaptarse al nuevo modelo surgido del cónclave que eligió al primer pontífice americano de la historia.
Juan XXIII es el modelo de Iglesia de puertas y ventanas abiertas, de preguntas, de libertad y de alegría. El Papa Roncalli, que apenas dirigió la Santa Sede durante cinco años, convocó un Concilio que revolucionó la historia de la Iglesia. Porque, por muy increíble que nos resulte ahora, hasta hace 50 años era impensable tener una Biblia en casa, escuchar una misa en tu propia lengua, los judíos eran considerados culpables de la muerte de Jesús y los otros cristianos eran poco menos que herejes. Por no hablar de musulmanes o ateos. Con Juan XXIII, las mujeres y los laicos comenzaron a tener protagonismo en la Iglesia, y la institución se comprometió a la opción preferencial por los pobres y a una relación con el mundo y con la sociedad basada en la igualdad.
Como todo sueño, la “primavera” conciliar no duró mucho, y tras la muerte de Juan XXIII los perdedores del Concilio –que controlaban la todopoderosa Curia vaticana– comenzaron a mover sus hilos, ahogando las intenciones del sucesor de Juan, Pablo VI, y comenzando el golpe de timón. La muerte jamás explicada de Juan Pablo I (apenas 33 días) y la elección de Juan Pablo II consumaron un progresivo “invierno eclesial” que duró 35 años y que tuvo al papa polaco y a su sucesor, Joseph Ratzinger, como principales protagonistas.
Frente al imperio de la conciencia auspiciado por Juan XXIII, Juan Pablo II impuso una férrea doctrina, especialmente en lo político y en la moral sexual; frente a la opción por los pobres, llegó la condena a la Teología de la Liberación; frente a la apuesta por la cercanía y el diálogo con el mundo, vino la denuncia de la secularización y la imposición de una moral exclusiva ; frente al diálogo interreligioso, la declaración de que fuera de la Iglesia católica no había salvación.
En todo caso, la canonización de este domingo no dejaría de ser un acto “privado” de aquellos que se consideran católicos, si no fuera por el gran escándalo que salpica la vida de un papa que, por otro lado, batió todos los récords de permanencia, viajes y presencia mediática: los abusos sexuales. Una lacra que ha salpicado a la Iglesia católica en todo el mundo, y que resulta doblemente sangrante porque, además de los abusos en sí (que no afectan a todos los eclesiásticos, sino a una ínfima minoría), se produjo una política sistemática de ocultamiento de los mismos.
Durante décadas, la política eclesiástica hizo callar a las víctimas y defendió al agresor, a quien a lo sumo se trasladaba de parroquia, ocultando bajo mil capas el delito. No se tomaron medidas, no se denunció a las autoridades ni se colaboró con ellas en la investigación. Hasta finales de los años noventa, cuando comenzaron las primeras denuncias colectivas en Estados Unidos, la pederastia en la Iglesia era denunciada como una burda mentira de los medios de comunicación. Y sin embargo, ha habido decenas de miles de casos en los cinco continentes.
Juan Pablo II “no supo advertir la magnitud de este problema”, acaba de reconocer quien fuera su portavoz, Joaquín Navarro Valls. ¿No sabía el Papa lo que estaba pasando? ¿O no le dio importancia? En cualquiera de los casos, la política de la Iglesia católica ante la pederastia fue demencial, y sólo comenzó a cambiar cuando, ya agonizante Juan Pablo II, Ratzinger se decidió a investigar el gran escándalo: el del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, condenado en 2006 pero cuyas denuncias habían llegado a Roma desde 1948.
¿Se debe canonizar a un Papa que consintió, por omisión o desconocimiento, los abusos sexuales y que nombró “apóstol de la juventud” a un brutal pederasta? ¿Podría Francisco paralizar un proceso que ya estaba más que cerrado cuando llegó al Papado? ¿Es Juan XXIII, como señalan Redes Cristianas, un “comodín” para subir a los altares a Wojtyla sin hacer demasiado ruido? Este domingo, pocos pensarán en ello desde esta abarrotada plaza de San Pedro. Dos papas vivos, y otros dos, “santos”.