El Sindicato Democrático de Prisiones contado por los presos a los que ayudaron en la Transición
Las cárceles ardían, literalmente. Francisco Franco había muerto hacía ya dos años y los presos políticos y sociales que atestaban los centros penitenciarios españoles ansiaban la amnistía que no tardaría en llegar, aunque solo para los primeros. Mientras tanto, los castigos, torturas y vejaciones en las prisiones seguían siendo una política institucional. Los presos sociales se organizaron en torno a la Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL).
Esta entidad, por raro que parezca, recibió el apoyo semiclandestino de varios funcionarios de prisiones que alentaban sus demandas. Les pasaban panfletos, pegatinas y hasta una cámara de fotos para documentar lo que se vivía tras los muros. “De todo menos armas”, llegaron a decirles. Se autodenominaron Sindicato Democrático de Prisiones (SDP), aunque en algunos lugares aparecieron como la Unión Democrática de Funcionarios de Prisiones (UDFP). Ellos jugaron un papel determinante a la hora de denunciar el maltrato que sufrían los internos, lo que les granjeó la animadversión y ciertas represalias por parte de compañeros cuyas actitudes quedaron anquilosadas en los años de la dictadura.
“Yo me quedé realmente asustado cuando bajamos a las celdas de aislamiento y vimos que a los presos les quitaban los colchones por la mañana y no se les devolvía hasta la última hora de la tarde. Eran castigos que no tenían límite y que podían durar el tiempo que quisiera el jefe de servicio o el director de turno y en los que no había ningún control”. Así describe Francisco Guerra, funcionario de prisiones que, a partir de diciembre de 1976, estuvo destinado en la cárcel de Carabanchel y ahora retirado, la situación que se encontró al llegar.
La impresión del trato que se le daba a los presos hizo que Guerra y otros compañeros acudieran a entrevistarse con los directivos de la cárcel: “Nos retiraron del contacto directo con los internos. A mí me mandaron a una zona donde únicamente los veía si iban a comunicar con su abogado”, cuenta en el documental de 2017 “COPEL, una historia de rebeldía y dignidad”, accesible en YouTube. Se dieron cuenta de que solos e individualmente poco podían hacer. A rebufo de las reivindicaciones en las calles de España, decidieron fundar el SDP. En aquellos momentos, la población reclusa en España se cifraba en unas 14.000 personas. En 2023, la cifra había aumentado hasta las 56.698.
Antes el cambio total que la reforma
El 21 de agosto de 1977 constituyeron el Sindicato de forma clandestina y el 2 de noviembre se presentaron a la sociedad mediante una rueda de prensa. Una crónica periodística publicada al día siguiente en Diario 16 informaba de que el colectivo estaba compuesto por 70 funcionarios de diferentes centros carcelarios del Estado español. Según el artículo, esta organización luchaba “por el cambio total más que por la reforma de la institución penitenciaria”. “Se necesita, para obtener el cambio necesario, relevar de sus puestos a los jefes de servicios y cargos superiores y depurar más del 50% de los funcionarios de prisiones”, exigían.
“Nosotros no hablamos de ideologías, sino de cambios. No estamos implicados en la estrategia de ningún partido político y la filosofía que nos empuja se contiene en la carta de los Derechos Humanos”, expresaron ante los medios de comunicación. También denunciaron las diferencias entre presos. “El preso de derechas se siente protegido por el sistema. Ocupa todos los destinos de oficinas y se mueve con plena libertad. Los reclusos de izquierdas son considerados muy peligrosos y se les vigila estrechamente. La discriminación que sobre el preso de izquierdas también la sufren los funcionarios demócratas”, dijeron.
Guerra, que llegó a Carabanchel con 26 años recién cumplidos, confirma estas apreciaciones. De hecho, el SDP intentó “desmilitarizar” al cuerpo. Por ejemplo, se empezaron a negar a coger el arma que les daba la institución y de la que no podían disponer dentro de las cárceles. A partir de entonces, sus propios compañeros les empezaron a llamar “demócratas” de forma peyorativa. “Luego ya pasaban a decirnos que éramos comunistas y te catalogaban como alguien que no era su compañero y pensaban que éramos los causantes del resquebrajamiento que había en la institución de aquella época”, añade.
En otros momentos, los funcionarios de prisiones se enfadaban con aquellos que no querían participar de las represalias ante las acciones de los internos. Les decían que no colaboraban.
El SDP y la COPEL, mano a mano
Guerra, que llegaría a ser director del Hospital Penitenciario de Carabanchel años después, estuvo en esa prisión hasta el verano de 1978. Para entonces, la mayor conflictividad planteada por la COPEL ya había llegado a su cenit. Daniel Pont fue uno de los fundadores de la Coordinadora en la prisión madrileña y recuerda que el SDP se enfrentó al que consideraban como “búnker penitenciario”. Fue a través de una asistente social de la organización Cáritas, Carmen Martínez, como entraron en contacto con estos funcionarios. “Hicieron un trabajo muy meritorio, incluso con riesgo para su integridad física”, recuerda el mismo Pont.
Este antiguo integrante de la COPEL acaba de publicar sus memorias. Tituladas Entre el azar y la necesidad. Historia de una vida (Virus, 2024), recuerda que los miembros del SDP en Carabanchel les pasaban del exterior panfletos, pegatinas con el logo de la Coordinadora y hasta una cámara de fotos, para poder retratar lo que sucedía tras los muros de la prisión. Uno de estos funcionarios, «viendo que íbamos lanzados, nos dijo un día: “Os paso de todo menos armas”», recoge en la monografía.
Pont afirma que el mismo Guerra les facilitó esa pequeña cámara de fotos. “Con ella conseguimos ilustrar las torturas que sufríamos. Era imposible fotografiar a los compañeros apaleados porque estaban aislados en las celdas bajas, así que las trucamos, por decirlo de alguna forma, simulando las prácticas que ejercían contra nosotros”, relata el antiguo interno de Carabanchel. Aquellas imágenes terminaron publicadas en la revista Interviú y causaron revuelo en la sociedad.
Por otra parte, Pont destaca la actividad de estos “carceleros demócratas”, tal y como los denomina, algo antes de constituirse como organización. “Para el 18 de julio de 1977, cuando realizamos un motín en la prisión e intentamos resistir en el tejado, nosotros ya teníamos pegatinas con el logo de la COPEL que nos habían pasado los funcionarios desde fuera”, apunta. “Confiamos en ellos porque nos demostraron que estaban con nosotros y apoyaban nuestras reivindicaciones, además de resistir el acoso de los carceleros ultraderechistas, que eran la inmensa mayoría”, añade.
Una minoría casi anónima
Manuel Martínez llegó a Carabanchel en 1977, con la COPEL ya formada, condenado por la Ley de Peligrosidad Social. “El SDP sacaba comunicados a prensa y nos avisaba de algún secuestro [cuando un interno era conducido a otra prisión sin ningún tipo de comunicación previa] y eso nos ayudaba a ponernos en guardia y poder evitarlo”, señala este antiguo integrante de la Coordinadora.
Guerra rememora que al principio fueron unos cuatro funcionarios de Carabanchel los que pensaron que algo tenía que cambiar, y al final llegaron a ser 15. “Veíamos que, a pesar de que había funcionarios con nombres y apellidos perfectamente identificados como torturadores, cuando había motines los presos no iban contra ellos”, describe. Guerra todavía recuerda aquellas protestas: “Cuando comenzaban a subirse a los tejados, lo primero que nos decían es que nos fuéramos, que con nosotros no iba la cosa”.
Para entonces, él ya había visto hasta dónde podían llegar los reclusos para conseguir sus derechos. “Un día unos 200 de ellos se cortaron las venas. Cuando entré en la galería, tenía que ir con cuidado para no resbalar con toda la sangre que había”, relata a sus 72 años.
Él y sus compañeros empezaron a ver que la COPEL tenía razón en sus demandas. “Ellos, como los presos políticos, también eran víctimas del sistema. Ya no de la dictadura, sino del régimen capitalista tan duro que sufrieron. La gente en la prisión no provenía de los buenos barrios, sino de las zonas suburbanas. Socialmente, tendrían que haber tenido más apoyo por parte de la clase política”, opina el mismo Guerra.
Trabajo con los abogados
Anabela Silva fue defensora de miembros de la COPEL: “Estábamos casi en democracia, pero los funcionarios de prisiones seguían siendo intocables. Los torturadores del franquismo seguían en sus mismos puestos con total impunidad”, inicia su relato. Esta profesora universitaria de Derecho Penal ya jubilada recuerda a “tipos muy valientes que se enfrentaban a todo un aparato, aunque con una incidencia numérica mínima”.
El investigador César Lorenzo publicó Cárceles en llamas. El movimiento de presos sociales en la transición (Virus, 2013). En él, reduce a 40 los funcionarios de prisiones presentes en la fundación del sindicato y certifica esta absoluta minoría dentro de las prisiones: “Sus miembros tuvieron que mantener el anonimato por miedo a las represalias tanto de Instituciones Penitenciarias, pues no tenían derecho a sindicarse, como de sus propios compañeros, ya que no fueron extraños los casos de acoso laboral”, recoge.
Guerra, por su parte, recuerda que el Sindicato entabló cierta relación con el colectivo de Jóvenes Abogados de Madrid. “Nosotros queríamos cambiar las cosas. Si pasaban ilegalidades graves, como la muerte de Agustín Rueda en marzo de 1978 a manos de varios funcionarios, no nos dolían prendas en ir como testigos ante un juicio”, comenta.
Represalias para los funcionarios demócratas
Intentar cambiar las cosas en las prisiones desde dentro, aun siendo parte del brazo represor, tuvo consecuencias para los integrantes del SDP. Al escarnio que sufrían de sus compañeros se sumó la institución como aparato. El diario Informaciones publicó el 11 de noviembre de 1977 un breve en el que informó de que los funcionarios Juan Herranz López y Juan José García Blázquez, que prestaban servicio en Carabanchel, fueron expulsados del Cuerpo “sin ningún tipo de explicaciones y no existiendo sanciones ni motivo de expedientes”, tal y como recalcaron desde la UDFP.
Según el Sindicato, y así lo recogió el citado periódico, “ambos funcionarios gozaban de prestigio entre los presos por su trato humano con ellos. Anteriormente habían sido relegados por el director de la prisión de Zamora, cuando estuvieron allí en comisión de servicios, por negarse a obedecer órdenes que ellos consideraban desacertadas”.
La extrema derecha tampoco vio con buenos ojos estos movimientos de cambio y democratización en el cuerpo de funcionarios de prisiones. Guerra y otros compañeros vivían en la calle Fernando VI, donde a veces se reunían, cuando comenzaron a recibir amenazas en el buzón. “No sé cómo se enteraron de la dirección, pero sí tuvimos miedo de sufrir algún atentado”, enfatiza.
Herrera de la Mancha y sus torturas sistemáticas
La prisión de máxima seguridad de Herrera de la Mancha entró en funcionamiento el 22 de junio de 1978. Poco después, el SDP jugó un papel determinante ante los tribunales. En aquella cárcel terminaron los presos considerados más conflictivos. Entre ellos, decenas que habían pertenecido a la COPEL. Además, el Estado pidió voluntarios entre los funcionarios de prisiones para ser enviados a esta prisión ubicada en Manzanares (Ciudad Real), a donde se dirigieron aquellos más sedientos de sangre, a tenor de los testimonios aquí recogidos.
“Recibieron palizas sistemáticas. De todo aquello fueron testigos dos funcionarios que declararon en el juicio. Muchos lo decían, que pasaban auténticos problemas, también psicológicos, por oponerse a ese sistema de tortura”, dice Guerra al respecto.
Pepe Galán fue otro de los abogados que defendió a reclusos miembros de la COPEL durante la Transición y también recuerda cómo “gracias a las noticias que nos iban dando estos funcionarios de Herrera de la Mancha, muchos de mis compañeros abogados pudieron tener conocimiento de ello y utilizarles como testigos en el juicio”, en sus propios términos.
El SDP o la Unión Democrática de Funcionarios de Prisiones llegó a su fin en 1979, tras la aprobación de la Ley General Penitenciaria. Según Guerra, la Constitución también daba vía libre a los sindicatos de clase, por lo que disolvieron el Sindicato para tener la posibilidad de integrar estas organizaciones recién legalizadas. “Yo no me arrepiento de nada. Tengo claro que, ayer como hoy, quienes entran en la cárcel son el último eslabón y los que menos culpa tienen de la problemática que les ha llevado ahí”, finaliza.
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