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Solo los ñus siguen bailando en tiempos de coronavirus

Un ñu se arroja al agua en el parque Masái Mara.

Patricia Martínez / EFE

Masái Mara (Kenia) —
17 de agosto de 2020 12:12 h

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Ajenos al pavor instaurado por la COVID-19, a la negación del viaje, del abrazo, de las grandes congregaciones; un millón y medio de ñus cruzan como cada año el río Mara, en el suroeste de Kenia, en busca de mejores pastos. Un espectáculo único en el planeta en un año “sui generis” mermado de turistas.

Jadeantes, miles de estos animales contemplan nerviosos la generosa corriente de agua dulce que surca las doradas planicies de la Reserva Nacional del Masái Mara, y bastará con que tan solo uno de ellos salte al vacío –arranque de cuajo el miedo, se deje vencer por el instinto milenario de hallar alimento– para que el resto le siga en un baile frenético de saltos y humaredas de polvo.

“Del sur de Serengeti -en Tanzania- rumbo norte hacia el Masái Mara, los ñus llegan en busca de mejores pastos, dejando atrás un terreno seco en el que cuentan con escasas fuentes de agua”, explica Sammy Ndambuki, guía turístico desde hace 15 años y quien confiesa no haber visto nunca una Gran Migración “tan vacía” como la de este 2020.

“¡Otros años había más coches que animales!”, expresa de forma hiperbólica este padre de dos hijos, “sin embargo, este año tenemos miles y miles de ñus y muy pocas personas”, reconoce con cierto pesar quien, por primera vez, vive del turismo doméstico desde que el pasado 12 de marzo irrumpiera el coronavirus en Kenia.

Desde entonces, este país de África oriental ya ha perdido -según estimaciones del Gobierno- 752 millones de dólares (unos 667 millones de euros) a causa del derrumbe del sector turístico; de cuya pujanza dependía a su vez el bienestar de más de dos millones de kenianos, miles de ellos de la etnia masái.

El Masái Mara post-pandemia es más silencioso. El rugido tenue de medio centenar de Land Rovers descapotables se apacigua en la inmensidad de sus 1.510 kilómetros cuadrados, mientras aguardan a ambas orillas del río Mara la inminente estampida acuática de miles de ñus.

Y entonces el baile comienza. Estos mamíferos barbudos se zambullen estrepitosamente en el agua: la minoría se resbala, pierde el contacto con sus crías, muge dolorida o perece entre los colmillos de algún cocodrilo del Nilo; la ruidosa mayoría avanza -en una coreografía innata marcada por la genética- movidos por el ansia animal de alcanzar tierra firme.

En lo alto, decenas de buitres observan dicha peripecia con regocijo, ansiosos del festín posterior que deberán compartir con los grandes felinos. Cuando minutos más tarde renace la calma, solo las madres que han perdido a sus crías -confusas, desposeídas, enajenadas- corren desbocadas de un lado a otro.

Media docena de cuerpos amputados permanecen varados en la corriente, empañada ahora de un fétido olor a muerte.

“Es sucio, emocionante, trágico, magnífico. Un pandemonio caótico”, describe el keniano Jeff Gachihi, abogado de 31 años y quien decidió este agosto aprovechar la ausencia de turistas internacionales y volver al Mara. “La última vez que estuve aquí tenía 17 años”, añade, consciente de la paradoja de que quizá no lo hubiera hecho si la pandemia no hubiese paralizado el mundo.

Sin embargo, pese al incremento de turistas locales desde principios de julio, muchos dudan que este mercado “low cost” (de bajo coste) pueda suplir los safaris -de miles de euros y unos 10 días de duración- contratados entre julio y octubre por viajeros americanos, chinos y británicos, entre otros.

“Seamos realistas. ¿Turismo local? ¿Cuánta gente hay asalariada? Hablamos de turistas locales cuando la gente ni siquiera puede comprar pan”, cuestiona Salim Ahmed Omar, fundador de la agencia de tours keniana Safari Exposure, con sede en Nairobi.

En el Mara -asomados a sus lujosos 4x4- la mayoría de turistas siguen siendo blancos, expatriados del sector de la cooperación o de organismos internacionales como la ONU. Lejos de allí, en los suburbios nairobitas de Kibera o Mathare la realidad es otra.

Empleadas domésticas despedidas, obreros en el paro, hoteles y pequeños negocios clausurados. Gente de a pie vendiendo en la calle un puñado de plátanos, salchichas ahumadas, juegos de mesa; cualquier cosa que pueda permitirles llevarse algo a la boca.

Biodiversidad amenazada

Las pérdidas millonarias de ingresos del sector turístico supone también un riesgo para la propia existencia del Mara, bordeado por unas 15 áreas de conservación privadas en las que más de 100.000 personas se benefician como arrendatarios, guías turísticos o guardabosques. Una simbiosis ahora amenazada ante la escasez de visitantes.

“Los masáis pueden, de hecho, verse obligados a tener que elegir entre mantener o no con vida la Gran Migración, una de las pocas que quedan en el planeta”, alerta Doreen Robinson, jefa de vida silvestre del Programa de la ONU para el Medio Ambiente (PNUMA).

“Las áreas designadas como parques nacionales -administradas por el Gobierno- no son suficientes para que estos grandes grupos de animales migren y prosperen, pero si las conservaciones privadas dejan de ser económica o socialmente viables, sus propietarios podrían decidir dar a sus tierras otros usos”, continúa la experta.

Ndambuki lo sabe muy bien. Como guía, solía finalizar sus safaris con una visita a alguna aldea másai en la que los turistas podían participar del salto de los “moran” (guerreros), comprar bisutería y rojizas telas masái (“shukas”). Hoy, esta esencial fuente de ingresos casi ha desaparecido.

“La gente local vive del turismo y del ganado. A los turistas les venden collares, pulseras y también ganan algo de dinero si visitan sus aldeas, pero ahora están sufriendo”, se lamenta Ndambuki, “no les queda dinero para mandar a los niños al colegio o comprar cualquier otra cosa más allá de la leche y carne que ya tienen”.

Ante este panorama de creciente desolación, voces como Robinson advierten que es ahora más importante que nunca apostar por el turismo sostenible y garantizar que sus beneficios recaigan en las poblaciones que “cuidan de la vida silvestre y soportan la 'carga' de vivir cerca de depredadores y elefantes que pueden dañarlos y dañar sus cultivos”.

“Se puede convivir, los masáis lo hacen”, afirma con rotundidad Ndambuki al describir cómo esta comunidad pastorea sin problemas a la vera de ñus y cebras. Y añade: “las generaciones futuras también querrán presenciar la Gran Migración, y solo por eso, tenemos que cuidar a los animales, respetarles, dejarles su espacio”.

“Sin ellos, tampoco hay un nosotros”, medita quien, cada año, observa como si fuera la primera vez esta explosión de la naturaleza en la que más de un millón de ñus, acompañados de cientos de miles de gacelas y cebras, recuerdan al ser humano -insignificante, enmascarado- que su danza ancestral sigue viva.

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